lunes, 13 de julio de 2015

LA REALIDAD SIMULTÁNEA-2º Parte

Marcos bostezó mientras el ordenador se apagaba. Había sido entretenido, lo reconocía. Pero todavía tenía que estudiar, y una primera hora de toma de contacto era tiempo suficiente.
     La verdad es que los juegos que WorldWeb ofrecían eran divertidos, simples, fáciles y, pese a todo, muy trepidantes. Lo peor, desde luego, sentirse como un extraño en un mundo rodeado de desconocidos. Aunque, también era verdad, resultaba fácil romper el hielo. Una chica morena con ropa estilo hip—hop y un par de jugadores, ataviados con uniformes de los Lakers y los Bulls, se habían acercado sucesivamente para hablar con él; una preguntando si era nuevo allí y los otros comentando lo bueno que era. Si no fuese porque siempre le costaba dejarse llevar, quizás la charla sobre quién era y qué hacía hubiese ido a más ritmo, pero por lo menos, salió de allí conociendo a Carol, Adri y JC. No le dieron más detalles y él no los pidió. Ya era un comienzo.
     De allí, saltó a su cama y empezó a hojear la historia del siglo veinte posterior a la segunda guerra mundial, empezando por el pacto de Varsovia. Fuera, por fin, el cielo se deshizo en gotas de lluvia.
     Tras una tarde sin incidentes, que terminó con una sopa de fideos y una tortilla, a las diez menos cinco, Marcos se retiró de vuelta a su habitación, listo para acabar el repaso e irse a dormir. Por lo menos, se había quitado algunas de sus penas.
     Fue entonces, con la puerta cerrada y el libro de historia delante, cuando su móvil sonó, comprobando emocionado que era Encarni.
     —Buenas tardes, Encarni. ¿Qué tal el resto del día?
     Ella suspiró, sugiriendo cansancio.
     —Bien, tranquilo. He terminado lo de filosofía, así que puedo ponerme con historia. Escucha, Paula estaba preocupada por la gente, así que he pensado…
     —Sí, tranquila. Yo también… he visto el mensaje…
     Su voz se fue sosegando poco a poco, a medida que cobraba consciencia de algo.
     —¿Ah, sí? ¿Entonces, has visto el que yo te he…?
     No se equivocaba; a Encarni le pasaba algo. No eran residuos del llanto de esa mañana, ni el éxtasis de quien ha probado por primera vez una experiencia repetible. Ni siquiera era alegría. Estaba alterada, animada… por algo.
     —Sí, lo he…
     —Joder, ni te imaginas lo que me ha pasado esta…
     —…visto.
     Marcos se interrumpió a sí mismo; su amiga tenía tantas ganas de hablar que no había dudado en cortarle; quizás revelando una discreción demasiado emocionante para mantenerse en secreto.
     —Ah, perfecto —intervino ella, sin darse tiempo a parar—. ¿Y qué te ha parecido tu primera sesión?
    Marcos se quedó boquiabierto, notando como su corazón latía más rápido. Aquello no podía ser lo que le había parecido oír.
     —He estado dentro, sí —confirmó—. ¿Pero cómo lo sabes? ¿Estabas... tú en baloncesto? Porque no…
     —Yo no. Es lo que quería decirte —volvió a interrumpirme—. Ha sido Mónica. Ella es la que me lo ha dicho.

     Kevin abrazó fuertemente a su reencontrada y muchas veces llorada mujer. Su cuerpo, sus brazos, su pelo… todo era real, estaba allí con él.
     —Amy –le acercó el rostro al oído, queriendo ocultarle sus lágrimas—. Eres tú… eres tú de verdad.
     Lentamente, primero con duda pero unos segundos después con más entusiasmo, Kevin notó sus manos presionando contra su espalda. Le estaba devolviendo el abrazo.
     Se incorporó y la besó; primero en la frente, luego en los ojos y en la boca.
      —Tú…
     Se quedó por un momento mirándola a la cara. Ahora sonreía. De un modo que se le antojó estúpido, casi forzado, pero sonreía.
     —Soy Amy Wheeler —se limitó a decir entonces—. Te quiero, Kevin. Te…
     La pareja volvió a fundirse en uno; primero con un largo abrazo, durante el cual hundieron sus labios en el cuello del otro.  Luego, poco a poco, se dejaron caer sobre la cama, hundiendo el almohadón.
     —Te he echado tanto de menos… —Kevin parecía querer deshacerle a lametones su cuello mientras, lentamente, sus manos retiraban el camisón como el envoltorio de una bandeja de microondas.
     —Te quiero —repitió ella, con voz pausada y dulce.
     Y se dejaron llevar por la emoción del momento, largamente anhelado por ambos.

     Eiji caminaba nerviosamente en dirección a su cuarto. Ni siquiera se quitó el traje de trabajo, limitándose a dejarse caer sobre la silla y encender el ordenador.
     No podía quitárselo de la cabeza. Lo que Sho y Naoko habían querido decirle el día anterior; el secreto que no pudo escuchar. La curiosidad  llevaba acosándole todo el día, causándole cosquilleo en el estómago y temblor en los dedos; todo el tiempo buscando la imposible respuesta a la pregunta: “¿qué será?”. Bueno, por fin era el momento de salir de dudas.
     El salvapantallas del cielo azul con el monte Fuji de fondo apareció. La página de inicio de WorldWeb. Sus dedos volaban, introduciendo las instrucciones que le conducían allí donde quería.
     La imagen del dojo, el escenario donde se separó de la pareja, se materializó antes sus ojos. Su avatar, desprovisto de la armadura de guerrero y de vuelta a su apariencia normal de oficinista cansado, se situó en el borde del escenario, donde otros dos desconocidos con largas espadas se estaban despedazando mutuamente, acumulando puntos en un marcador en la parte superior.
     No tuvo que esperar mucho para que la pareja acudiese a buscarle, puntuales como una declaración de hacienda. Su aspecto, calcado al del día anterior; no en vano allí hacer la colada no era un problema.
     —Buenas tardes —les saludó con una pequeña reverencia, provocando sus carcajadas.
     —Por favor, Eiji —le exculpó Sho, levantando la mano—. Aquí no hace falta ser tan formal.
     —¿Habéis tenido que esperarme mucho tiempo?
      Para su asombro, la pareja se inclinó de hombros al unísono.
     —Eso es difícil de decir —respondió Sho—. Como llevamos aquí todo el día; si no haciendo una cosa, haciendo otra…
     Eiji miraba la pantalla con extrañeza, gesto que prefirió mantener en la intimidad del mundo de carne y hueso
     —¿Qué dices? ¿No has ido a trabajar?
     Su amigo asintió, desplegando su sonrisa de felicidad.
     —No me hace falta —matizó—. Tiene que ver con… con lo que quería contarte.
     Eiji se recolocó las gafas y se irguió en su asiento. De improviso presentía que, dijesen lo que  dijesen, no le iba a gustar.
     —Bueno, dime. Aquí estoy.
     La pareja se separó, cruzando cada uno sus manos ante el regazo en señal de humildad.
     —¿Estás completamente solo? Siento parecer tan pesado, pero es muy importante.
     Eiji suspiró, antes de confirmárselo.
     —Muy bien. Verás, amigo, por raro que parezca, en este…
     Eiji se sobresaltó de repente, al notar un repentino y violento temblor por dentro de sus pantalones. Apretó la mandíbula, en señal de vergüenza, al notar que era su móvil, que había olvidado sacar al llegar.
     —Espera… —emplear la zurda mientras se peleaba a ciegas con su bolsillo empleando la otra mano dificultó mucho la escritura—. El teléfono. Contesto y ahora te escucho.
     La pareja, como en una coreografía corporativa, volvía a asentir sincronizadamente. Él se limitó a ver el número que aparecía en pantalla, comprobando con sorpresa que era el de su madre.
     —Buenas tardes, mamá —contestó tan pronto como aceptó la llamada.
     —Buenas tardes, hijo —le dijo ella, en un tono que sonó, por alguna razón, funesto—. ¿Has salido ya del trabajo?
     Algo raro pasaba; no solía hablar con él desde su trabajo.
     —Sí, mamá —respondió, lo más tranquilo posible—. Estaba ahora ju…
     —¿Te has enterado? ¿Sabes lo que ha pasado?
     No solía revisar páginas de noticias en su hora de comer, y no había tenido ocasión de revisar ningún periódico ese día.
     —No, no sé a qué te refieres.
     Oyó a su madre tomar aire.
     —Es tu amigo —dijo—. ¿Sho… Utsumi, no? Tu compañero de la infancia. La señora Kuze trajo un periódico esta mañana y reconocí el nombre.
     Eiji no sabía si preocuparse o reírse. Todo lo que le decía traspiraba un evidente aire de alarma. Y, sin embargo…
     —¿Qué pasa con Sho, madre? —preguntó—. Precisamente, ahora mismo estaba hablando con él por el ordenador. Es el juego de ayer.
     Por un instante, Eiji oyó como su madre resoplaba, de una forma ansiosa y alterada.
     —El juego de ayer, ¿dices? ¿A eso te refieres?
     —Sí.
     —No ahora —añadió—. Ahora es imposible.
     Eiji prefirió no corregirla, decidiendo ir directamente al grano.
     —Mamá, ¿qué pasa? ¿De qué estás hablando?
     —Eiji, tu amigo  murió ayer. Él y su esposa. Fue en torno al mediodía. La asesinó con un cuchillo de cocina y… luego usó el mismo cuchillo para suicidarse. Lo dice en los periódicos.
     Eiji no contestó; por un momento se quedó sin palabras. Su labio inferior empezó a temblar y tuvo que apretar el móvil, temiendo que su mano le fallase y acabase en el suelo.
     —De acuerdo, mamá. Muchas gracias por la llamada… por decírmelo. Te veré a la noche.
     Se hizo el silencio entre las dos líneas. Lentamente, Eiji bajó la mirada hacia la pantalla. Los dos sonrientes muñequitos que representaban a Sho y Naoko Utsumi aún esperaban que retomara su charla.

     —Lo que dices es imposible, Encarni. Los dos lo sabemos.
     —No, no lo es. Ella me ha hablado, te ha visto en el programa. Pero no se ha atrevido a hablarte. Como siempre has sido tan callado con ella… no se fiaba por completo.
     En aquel momento, Marcos se vio obligado a morderse la parte interior de las mejillas. La incredulidad dio paso al enfado; la comprensión a la inmisericordia.
     —Escucha bien, ella está muerta; los dos, todos los sabemos. ¡Hemos estado en su puto funeral esta mañana, joder!
     Encarni suspiró.
     —Ella sigue con nosotros, Marcos. Me ha dicho que ha podido reunirse con José Alejandro. Que allí son muy felices. ¡Y quieren que vayamos con ellos! Me ha explicado cómo…
     —Escúchame bien. Esta mierda no tiene ni puta gracia. Porque, o eso o estás colgada. Me gustaría saber qué te has metido para alucinar tanto…
     El sonido de la consternación llegó a través del silencio del auricular. Marcos no podía ni imaginarse qué cara habría puesto, pero seguramente Encarni se sentía ofendida. Y herida.
     —Escucha, Marcos, lo digo en serio. Si quieres pruebas, sólo tienes que volver a…
     —No sé si te acuerdas, pero tenemos exámenes, así que hasta la semana que viene no creo. Y tú no deberías dejar que esa chorrada te distorsione la realidad.
     Un chillido histérico, fruto de la frustración de quien se ve cuestionado cuando se cree en la verdad, hizo vibrar sus tímpanos.
     —¡No te miento! Lo que te digo es verdad. Lo demostraré.
     Aquello zanjó la charla.
     Los ecos de aquella disputa todavía sacudían la cabeza del muchacho, persiguiéndole como un mal sueño, incluso en su aula a la mañana siguiente. Aquello le permitió comprobar algo muy alarmante: Encarni no había ido a clase por la mañana. Ni apareció durante el recreo. Ni en la última hora de historia, crucial para obtener información extra para el día siguiente.
     Se habrá quedado estudiando en casa, pensó. No quería pensar en la otra opción.
     Cuando por fin acabó, una vez volvió a estar solo en su dormitorio con una larga tarde de repaso por delante, lo primero que hizo fue llamar con su móvil a su amiga.
     —Hola, Encarni. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no has venido a…?
     Le recibió un sonido de viento soplado, como una especie de bufido. Su significado, no lo entendía.
     —Era verdad, Marcos. Mónica sigue con nosotros. Y José Alejandro. ¡Y muchos otros!
     Perfecto, ahora fantasías con fantasmas.
     —Escucha, esto es serio. Mañana es el…
     Oyó un amago de risa, como si le contase que el circo era el mayor espectáculo del mundo.
     —Por favor, Marcos, eso no es nada. Lo que está pasando ahora sí que es importante.
      El chico se armó de paciencia, consciente de que le iba a hacer falta para controlar los nervios en aquella conversación.
     —Esto es grande, tío. Están… uniendo a todo el mundo, llevándolo a un sitio mejor. A través de la página…
     —¿Estás hablando de WorldWeb?
     —Sí, tío. Todos los que se meten allí pueden…
     —¿Sí?
     La respuesta a su escepticismo fue tan tajante que le dejó boquiabierto:
     —Puedes seguir existiendo después de muerto.
     Marcos, muy a su pesar, no pudo contener su respuesta.
     —¿Te… estás riendo de mí? Por favor, Encarnación, escúchate. ¿Estás oyendo las paridas que estás soltando?
     —¡No! —le reprendió—. Escucha… si te metes ahora… si te metes ahora, podrás comprobarlo; yo estoy allí. Mónica está conmigo. Tiene ganas de verte.
     Nuevamente, aquel tabú marcó el punto de inflexión.
     —Te estás quedando conmigo.
     —No, escucha…
     —En serio, esa cosa te está jodiendo el cerebro. Deberías dejarlo y ponerte a estudiar, o cuando tus padres se enteren sí que vas a estar un poco más muerta.
     —Marcos…
     —Yo ahora me voy a poner a eso. A estudiar para aprobar el examen. Y no pienso volver a meterme en esa mierda de rollo de dibujitos hasta dentro de mucho. Deberías hacer lo mismo.
     —Marcos, esto es serio. Ella está…
     —Dos cosas, Encarni. O es una coincidencia, alguien que se llama igual y se le parece…
     —No, es ve…
     —O la ves de verdad. Y créeme, espero que lo que digas sea porque te estás volviendo loca. Porque, como sea una puta broma de algún…
     —Marcos —ya estaba; el grifo abierto—. ¿Crees que haría bromas con esto? Si no supiese que ella te…
     Esta vez él fue el tirador más rápido.
     —Déjalo, quieres. ¡Joder! Ya estoy bastante jodido para que me hagas perder el tiempo con todas esas… paridas. Por favor, cállate.
     Y le obedeció. No hablaba. Pero seguía allí. Oía su respiración entrecortada al otro lado, intentando contener las lágrimas.
     —Yo… pensaba... que eras mi amigo. Y el suyo. Por eso…
     —Mira, escucha…
     —¡No! —gritó, haciendo temblar el móvil—. ¿No quieres estar con ella? Perfecto. Tú te lo pierdes. ¡Jódete!
     Y Encarni colgó, dejando a Marcos tirado en la cama con un móvil, un libro de texto abierto, ojos que no parpadeaban y el corazón en un puño. Había sido una conversación tensa, lo reconocía; más desde luego de lo que había querido cuando cogió el teléfono. Y, de eso se dio cuenta él solo; había sido demasiado duro con ella. El remordimiento le acompañó toda la tarde mientras viajaba desde 1945 a 1999 y vuelta a empezar.
     Al menos dos veces, al final de la tarde, volvió a llamarla, deseando disculparse, hacer las paces. Para nada. No le colgó, ni le mandó al infierno. Simplemente, el teléfono sonó y sonó hasta que su paciencia alcanzó su ya de por sí explotado límite.

     —Te quiero.
     Aquellas palabras marcaron el final del encuentro, el final de la farsa; el epitafio perfecto para una fantasía que había rebasado los límites de la realidad y la cordura mucho más de lo que su autor hubiese querido nunca.
     Una vez acabó, Kevin se incorporó, quedando sentado sobre la cama. A su lado, el cuerpo trémulo y cálido de Amy, que hacía apenas unos momentos había vibrado entre sus brazos y gemido ante sus caricias, ahora dejado en el limbo viviente del sueño. Y, si bien no podía negar que había disfrutado la experiencia, sabía que se mentiría a sí mismo si aceptaba que le había gustado.
     Había algo raro en ella. Algo raro en todo, que no le gustaba lo más mínimo. Todo había ido como esperaba, como recordaba; ella en la cama, los abrazos, los besos, a lo que sumar la larga espera y la esperanza perdida ante la barrera infranqueable de la muerte. Pero su mujer, dulce pero apasionada, vital pero sensible, se había limitado a tenderse y dejarse hacer. Su cara, más pálida de lo que recordaba, se limitaba a sonreír como una modelo de lencería mientras él la tocaba, emitiendo sonidos exagerados y postrándose sumisa como un perro al oír chillar a su amo cada vez que él hacia hueco entre sus miembros. Y al final, después de que él intentase recordarle lo que significaba para él, se había desconectado como un lavavajillas al final de un programa. Por brutal  que pudiese sonarle, había más pasión en una mano masturbadora que en aquel encuentro entre amantes.
     Puede que todo fuese real, pero aquella no era la mujer a la que recordaba y quería. Y aquello, por extensión, no era el paraíso que se le había prometido.
     El hombre se levantó, se subió los pantalones y, antes de vestirse por completo, empezó a vagar en círculos por el dormitorio, intentando hacer memoria; intentando convencerse de que, de algún modo, quien fallaba no era él.
     ¿Cuándo fue la última vez que la vio? En verano, cuando iban de vacaciones a Colorado para celebrar su aniversario; cuando el coche se salió del camino, pese a sus insistentes y desesperados volantazos; giró y todo se volvió negro entre el chasquido de los cristales al partirse… Agitó la cabeza, intentando borrar ese recuerdo. ¿Y la última vez que hicieron el amor? Lo recordaba; cada mañana, con el sol entrando por la ventana de su habitación, la despertaba con un beso en la mejilla, ella sonreía y se lo devolvía en los labios y luego ambos dejaban la cama, se vestían con pereza y se preparaban para desayunar… No, aquello no era lo que estaba pensando ¿Cuándo fue la última vez que tuvieron un momento íntimo? Era terrible lo que podía hace el tiempo al unirse al dolor. No lo recordaba en absoluto. Nada de nada.
     Por un momento, miró con espanto hacia la figura tumbada de lado sobre la cama, temiendo que ahora fuese una desconocida.
     Veamos, ¿Cuándo la conocí? En un cumpleaños; era la prima de un compañero de trabajo. Nos pusimos a hablar y… ¿Qué compañero era? ¿Cómo se llamaba? ¿Y de qué trabajo era?
     Apretando los dientes, Kevin se golpeó con fuerza tres veces la frente. No conseguía recordarlo.  ¿Cuántos años hacía de aquello? Tres… o cuatro… o dos. ¿Cuándo se casaron? No se acordaba de la fecha ¿Y la estación? ¿Hacía frío o calor? Su mente estaba en blanco. ¿Y sus padres, que dijeron de ella al conocerla?
     Sus padres… Kevin miró hacia el infinito por unos segundos, con los ojos en blanco. Vale, puede que no fuese un hombre atento, que olvidase cosas a la ligera. Pero era imposible que hubiese olvidado aquello. Sus nombres, sus caras… ¡Dios! ¿Estaría padeciendo un brote galopante de aquello…? ¿Alzheimer o algo por el estilo? Intentó centrarse más. ¿Tenía más familia? ¿Hermanos, primos, tíos? ¿Cómo se llamaba? Kevin Robert Wheeler, tenía treinta y cuatro años, nacido el 12 de Octubre de 1969…
     Sintiendo como si una bomba de relojería fuese a estallar simultáneamente en sus dos sienes, se incorporó y gritó con fuerza; la proclama desesperada de un hombre vacío. En la cama, Amy se encogió un poco… y siguió durmiendo. De hecho, hablaba en sueño.
     —Te quiero, Kevin.
     Aquello fue demasiado. Necesitaba estar seguro de lo que pasaba. Agarró su camisa y salió de la habitación en dirección al salón. Sólo esperaba no estropearle demasiado la fiesta a Russel.

     Eiji parpadeó una vez, dos veces. Apenas respiraba, como si su aliento no quisiese salir de su cuerpo. Frente a él, los dos avatares esperaban sonrientes, aguardando una respuesta mientras el tiempo pasaba. Finalmente, apareció un mensaje, de parte de Sho:
     —¿Pasa algo serio, Eiji? Llevas mucho rato hablando… casi quince minutos.
     No podía seguir en suspenso indefinidamente; tenía que decir o hacer algo.
     —¿Quién eres?
     No estaba seguro de que fuese el mejor modo de empezar; Sho le contempló con asombro mientras la sonrisa de Naoko le tapaba los dientes.
     —¿Qué quieres decir? Lo sabes perfectamente: soy Sho Imazu, tu amigo; nos conocemos desde segundo…
     —Escucha —le interrumpió bruscamente—. Acaban de decirme que mi amigo murió ayer. Que se suicidó después de matar a su mujer ayer al mediodía. ¡Ayer al mediodía! Así que, ¿quiénes sois vosotros?
     Para su sorpresa, la pareja rompió a reír, como si acabasen de pillarle la gracia al chiste. Se miraron por un momento y, poco a poco, se fueron sosegando para, recobrada la compostura, volver a mirar a Eiji de un modo firme pero menos formal.
     —Pues eso es lo que somos, tío —le informó Sho, alegremente—. Somos Sho y Naoko. Y sí, somos los mismos de esa noticia.
     Frente a él, el avatar era un simple maniquí, inmóvil y sin ningún tipo de expresión. Eiji, sencillamente, no daba crédito.
     —¿Qué queréis decir? ¿Quiénes sois? ¿Habéis pirateado sus cuentas o…?
     Sho alzó la mano derecha indicándole que se callara.
     —No, tío. Somos nosotros. Verás, ¿te acuerdas que te dije que se podía hacer todo en esta página? Sin trabajo, sin descanso, sin normas… sólo lo que uno quiera. Pues… tiene que ver con esto.
     Eiji parpadeó, como queriendo asegurarse de que sus ojos no le engañaban.
     —Es de esto de lo que te quería hablar…

     Marcos llegó al instituto hecho un flan; incapaz de contener sus nervios. Y, pese a todo lo que pudiese parecer, el examen no era la peor de sus preocupaciones, y eso que lo tenía en los siguientes cincuenta minutos.
     Una vez en su sitio, separó el pupitre, despejó la mesa de todo menos un par de bolígrafos y se quedó mirando al frente. No esperaba a la profesora, sino que contemplaba a sus compañeros, que le imitaban, nerviosos, cabizbajos, murmurando entre ellos posibles respuestas y estado actual de la materia. Apenas tres minutos después, la señora Bonete llegó.
     —Muy bien, alumnos. Id colocándoos y no dejéis nada en las mesas menos un bolígrafo azul y otro negro. Ahora os iré pasando un folio, para que vayáis poniendo el nombre y la fecha. Si luego necesitáis más…
     Marcos inclinó la cabeza, apesadumbrando, respirando agitado intentando calmarse. No prestaba atención a la carrerilla de normas, se la sabía de memoria. Tal y como se temía: esa mañana, eran dos lo pupitres vacíos, y a uno de sus ocupantes se le esperaba sin falta.
     —Faltan cinco minutos. Id acabando.
     Marcos dejó de escribir, dejando el boli sobre la mesa y respirando con pesadez. Ojeó su trabajo. La caligrafía era inusualmente irregular. Las respuestas, quizás no todo lo correctas que debían. Pero, ¿cómo concentrarse, si su atención estaba en otra parte? Sus ojos, en contra de su voluntad, no dejaban de mirar dos filas hacia adelante, en el estrecho que separaba el que fuera el sitio de Mónica con el asiento vacío de Encarni.  Su mente, lejos de fechas, nombres y naciones, no dejaba de remontarse a la tarde anterior. No podía sentirse bien. La forma en que la había tratado, lo que le había dicho… Dios, sabía que estaba mal, y le hacía sentirse también mal a él. ¿Pero llegar a aquel extremo? Por no hablar de su últimas palabras…
     ¿No quieres estar con ella? Perfecto. Tú te lo pierdes. ¡Jódete!
     La maestra avisó que terminaba el examen. Las hojas empezaron a cambiar de manos como cartas en una partida de póker; de adelante a atrás, hasta juntarse en tres fajos distintos con una veintena de nombres recogidos por la asignada crupier. Marcos, por su parte, juntaba las manos, como rezando por algo, lo que fuera, que le ayudase a sentirse mejor.
     Y fue entonces cuando la mujer esbelta de pelo oscuro se despedía, lista para dejarles a la espera de su sustituto de inglés, cuando un recién llegado irrumpió en el aula. Pero no era Claudia, su sustituta esperada, sino un hombre grueso vestido con un jersey anticuado, calvo como una bola de billar y gruesas gafas ensuciadas por el polvo. Era don Rafael, el jefe de estudios.
     Varias miradas se fijaron en él. Debía pasar algo; se notaba en la seriedad y abatimiento de su rostro oscurecido. La señora Bonete, extrañada al verle entrar, se detuvo un momento frente a él. En ese momento, el hombre le dijo algo; tan bajo que nadie más pudo oírlo pero que bastó para que la docente, con el horror recién formado en el rostro, retrocediese hasta su escritorio, cubriéndose la boca con la mano. Seguidamente, el mensajero se situó en el centro de la clase, mirando hacia ellos.
     —Buenos días, chicos… —dijo con una voz ahogada y pastosa.
     —¿Qué pasa? —preguntó con voz nerviosa alguien tras él; Romualdo, creía.
     Apoyándose en el pupitre que tenía delante, don Rafael suspiró largamente y luego alzó la cabeza.
     —Es por vuestra compañera, Encarnación Miralles Gil —comunicó—. Sus padres acaban de llamar. Ha… muerto.
     Una vez en su cuarto, se limitó a echar la mochila a un rincón y dejarse caer sobre la cama, con la mirada perdida hacia la pared. Su madre se acercó un momento para decirle que la comida estaba, a lo que él respondió que ahora no tenía hambre, que ya iría después. No le dio explicaciones. Y no hacían falta. Aquella mujer sabía cuándo algo grave había pasado y prefirió dejarle tranquilo.
     Marcos estaba triste, pero no lloraba. Cansado, pero no reposaba. Había sido demasiado abrupto, demasiado inesperado. Su idea era hablar con ella, hacer las paces, olvidar la pelea, centrarse en la amistad y el futuro. Pero no tuvo oportunidad. La había perdido también. Mónica se fue sin saber que la quería. Encarni se había ido odiándole.
     Agarró su almohada y la situó bajo su cabeza, hundiendo en ella su mentón, vibrando al ritmo descompasado de su corazón. Aquello era lo peor. No lo habían dicho, seguramente ni lo sabían. Pero él estaba seguro de la causa de la muerte: suicidio. Ya fuese por cómo la trató a quien tenía por amigo… o por aquella idea de que se reuniría con su amiga Mónica, quien también se…
     Había tenido una idea; horrible, imposible, pero digna de tenerse en cuenta. En ese momento, levantó la cara del acolchado, con los ojos muy abiertos y el corazón aún más rápido. Era algo que conocía. Que ya sabía pero a lo que, simplemente, no le dio importancia.
     Mónica no fue la última ni la primera. Aquello lo demostró Encarni ese día. Pero ya antes, había oído noticias como aquellas. La mayoría de pasada; noticias secundarias sobre institutos o universidades de otros pueblos y provincias en donde algún chico o chica se había quitado la vida; atribuido al acoso escolar, problemas familiares, fracasos… pero aquel tema no era nuevo allí. Acababa de darse cuenta.
     En realidad, no llegó a saber mucho del tema, ya que no pasaron de rumores. Uno de ellos, el que le constaba era más fiable, no tuvo mucha relevancia porque pasó en otro instituto en el otro extremo de la ciudad; un sitio desconocido de gente desconocida. Se decía que una chica se había ahorcado sin que se llegase a saber la razón. Oyó que sus padres hablaban de aquello un día… en verano, cuando a las nueve todavía había luz y él no prestaba atención a nada… porque estaba demasiado ocupado intentando sobrellevar la carga de un corazón roto.
     Y el segundo caso… casi se dio un puñetazo a sí mismo. Fue en su propio instituto; el año pasado, unos cuantos meses después de empezar las clases. Pero aquel caso no lo supo por el equipo docente que lo dio a conocer, sino por el boca a boca, el mensaje en forma de rumores que los alumnos intercambiaban entre sí. Se hablaba de un chico que iba a terminar el Bachillerato Científico. Pero, al parecer, ese año no se reincorporó; algunos alumnos decían que porque dejó el instituto al terminar el curso anterior. Otros afirmaban que se mató hacía unos días. Unos hablaban de venas cortadas y sangre; otros de que se tiró por un balcón. Otros eran más originales y grotescos. Pero la conclusión era la misma.
     Marcos volvió a bajar el rostro, hundiéndolo en la almohada. ¿Y qué, cambiaba algo aquello? ¿Era acaso el suicidio algo cotidiano en aquellas fechas, más habitual que en otras? Seguramente, el próximo día habría nuevas noticias. Nuevos jóvenes atropellados, nuevas chicas atiborradas de pastillas, nuevos cuellos apretados hasta que una cuerda les sacase el último aliento. Nuevas familias, amigos y gente que les quería, que les amaba, llorando sin consuelo.
     Al cabo de un rato salió, comió y volvió a su habitación, pensando en lo que iba a hacer. El examen estaba pospuesto, no tenía cosas pendientes… No tenía ganas, desde luego, de volver a probar el WorldWeb.
     Fue entonces, como atendiendo a sus plegarias, que su móvil pitó en su pantalón. Alguien le había enviado un mensaje. Al ver el nombre en la pantalla, se sintió sorprendido.
BUENAS TARDES, MARCOS. Q HACES AHORA?
ESCUCHA, S PUEDES, M, GUSTARÍA QUE T PASASES POR MI CASA AHORA U MOMENTO. HAY ALGO QUE QUIERO QUE VEAS.
ES MUY IMPORTANTE. NO TE LO PEDIRIA SI NO LO FUERA.
GRACIAS.
PAULA.
     No pudo evitar un suspiro de ironía. Paula González; a su modo la mente despierta de la clase. Era una de las mejores alumnas, de las más aplicadas y con mejores notas  y, cosa curiosa, también una de las más alarmistas. Su interés por los demás, que rallaba lo cotilla, revelaba una auténtica y anómala preocupación por sus compañeros. Quizás, por eso, aunque todos la conocían y apreciaban, no tenía demasiados amigos. Ni novio.
     Aquello le hizo pensar, ¿le estaría haciendo una proposición… de ese tipo? El mensaje no era demasiado claro, desde luego. Y él nunca había estado con una chica; cierto era que Paula, sin ser una belleza, estaba bastante bien. No tenía nada pensado, pero…
     Se dispuso a teclear una respuesta negativa. Luego, una rápida releída le hizo reconsiderarlo.
     Es muy importante. No te lo pediría si no lo fuera. Muy importante…
     Marcos se mordió el labio inferior. La casa de Paula no estaba demasiado lejos. Fuese lo que fuese que quería, no le costaría mucho solucionarlo.
     Tras su breve reflexión, dejó su cuarto y recogió su abrigo del salón, antes de dirigirse a la puerta.
     —¿Adónde vas? —sus padres, aún en la casa, se preparaban también para irse a trabajar.
    Él, mientras, le dio la vuelta a la cerradura.
     —A ver un momento a una amiga. No tardaré.

     —¡Russell! —Kevin irrumpió, gritando, en la sala donde los visitantes se relajaban—. ¡Russ, ¿dónde estás?!
     Por un momento se contuvo. Nunca le había gustado dar la nota en ningún sitio y, mucho menos, poner a su amigo en una situación embarazosa, pero necesitaba hablar con él.
     Su grito había sido oído, de eso estaba seguro, pero pudo comprobar que la atención de cada asistente seguía en sus propios asuntos. Tras una breve mirada curiosa, los elegantes asistentes volvían a sus charlas, mientras los bufones de las bandejas seguían pululando como avispas de metal. Con cierta urgencia, la cabeza de Kevin recorrió el salón de lado a lado, antes de ubicar a Russ, sentado en uno de los sillones del mismo sitio donde lo había dejado, rodeado de unos cuantos nuevos amigos. Con prisa pero prudencia, para no perturbar a los presentes, se dirigió hacia allí, deteniéndose ante un muro compuesto por dos mujeres de peinado corto y trajes brillantes interpuestas en su camino.
     —Russ, tenemos que hablar —le llamó, saltando el escollo.
     El aludido apuró el líquido amarillento de su vaso (¿champán?) y sonrió al verle.
     —Ah, hola Kevin —lo dejó a su lado (para asombro de Kevin, el tubo de vidrio se esfumó en el aire) y se levantó, indicando a la risueña congregación que dejase correr el aire—. ¿Qué tal ha ido el reencuentro?
     En contraste con la alegría que mostraba, su amigo se sentía cada vez más apurado. Más nervioso.
     —Russ, me gustaría… hablar contigo en privado un momento.
     Russ asintió, previo paso  a volverse hacia sus amigos, ante los que hizo una breve reverencia.
     —Bueno, queridos, disculpadme un rato —indicó—. Tengo que poner a mi amigo el novato al corriente de todo esto.
     Varios vasos se alzaron y varias risas sonaron, precediendo a la marcha de los dos hombres, cerca de la entrada.
     —Russ, aquí pasa algo —fue lo primero que dijo Kevin, procurando contener su ansiedad.
     —Te escucho —con media sonrisa aún en la cara, Russ se cruzó de brazos.
      —Bueno… —los nervios le traicionaban; no era fácil hablar con tanto trasiego—. Es difícil empezar…
     Para su asombro, Russ se rió.
     —Claro —señaló a Kevin—. Tú querías hablar en privado.
     Kevin asintió.
     —Pues haberlo dicho antes. Todo es poco para mis amigos —Russ extendió los brazos, como emulando una crucifixión—. Vamos un rato a un sitio más tranquilo, a ver si te relajas.
     Kevin se dispuso a objetar, no quería fastidiarle la reunión a Russ, pero ya era tarde. Un arcoíris, surgido de la nada, les envolvió, un blanco cegador les absorbió… y, cuando Kevin recobró la vista, se asombró de ver blanco por todos lados, incluyendo… bajo sus pies.
     ¿Qué demonios…?
     Como arrastrado por el viento, el suelo empezó a disiparse… y Kevin gritó, viendo que debajo no tenía nada… salvo el verde salpicado de marrón y blanco de lo que debía ser un amplio medio rural, visto desde unos treinta kilómetros cielo arriba.
     El hombre volvió a chillar, agitando los brazos como pretendiendo volar, preparándose para la inevitable caída. Tardó unos veinte segundos en darse cuenta de que estaba inmóvil…
     —¿Qué tal, te gusta el sitio?
     La voz procedía de delante. Como una estrella de rock realizando una entrada, Russ se abrió camino, poco a poco, entre la masa de vapor blanco que le envolvía. Para el asombro de Kevin, tenía dos alas blancas, parecidas a las de una paloma, emergiendo de su espalda, lo que le hacía parecer un extraño hibrido entre ángel y abogado.
     Kevin no salía de su estupor.
     —Russ…
     —Sí, lo sé —dijo, sacudiendo una mano como para disipar un mal olor—. Estas nubes son un incordio. Pero como uno nunca sabe por dónde va a aterrizar.
     —Tienes… alas…
     El aludido sonrió, antes de asentir.
     —Si te fijaras, verías que tú también —Kevin intentó comprobarlo, pero el límite de torsión de su cuello se lo impedía—. Tranquilo, se mueven solas. Y, de todos modos, aquí no caerás.
     Mientras el aire retiraba la blanca cortina, Kevin pudo comprobar que no estaban solos. Como Ícaros haciendo carreras, pudo ver a varias personas, éstas con atuendos más deportivos y cortos que muchas veces incluían gafas de aviador, pasando por aquí o por allá. También vio pasar un par de avionetas haciendo cabriolas, dejando una  estela blanca a su paso, e incluso un ala delta.
     —Aquí, todos van a lo suyo. Hasta si hubiese alguien conocido, pasaría de largo —observó Russ, apoyando su codo derecho en su mano izquierda—. ¿Y bien, de qué querías hablar?
     Kevin suspiró hondamente, una vez comprobó que, en efecto, no caería y, más importante para él, que la impresión del traslado no le había hecho olvidar lo que tenía en mente.
     —Pues… pasa algo raro… con Amy.
     Russ sonrió de forma pícara.
     —Pues claro, como no —le guiñó un ojo —. ¿Qué tal el reencuentro, ha habido marcha en el paraíso?
     En otras circunstancias, Kevin se habría reído. Pero aquella no era una.
     —No lo entiendes, Russ. Ella… no era ella.
     Le miró con desconcierto.
     —No hablaba… como cuando estábamos juntos. No me ha dicho nada de nada, simplemente… decía que me quería, pero como una máquina, y… —Kevin tomó aire—. No es normal, no como era entonces. Es como otra mujer distinta… hasta puede que ni eso. Era como estar con una muñeca.
     Russel se rascó el mentón un momento. Parecía concentrarse en su respuesta.
     —Bueno, Kevin, ten en cuenta que ella… tuvo una entrada más prematura que tú y no conoce a tanta gente. Así que… no  es raro que le cueste adaptarse.
     —Además —añadió—, me cuesta recordar. Mi vida antes, mi familia, mi… infancia y todo eso, el pasado. Es como… si me fallase la memoria.
     En respuesta a aquella preocupación, Russ se rió.
     —Por favor, Kevin. Dices que tienes problemas de memoria. Normal. ¿Qué te esperas, si te volaste los sesos?
     El cabrón lo consiguió; la sonrisa se extendió por un segundo… antes de volver a borrarse.
     —Sin embargo, la recuerdo a ella. Y a ti —observó—. Pero… cómo os conocí, en qué trabajaba… Todo eso está como… de mis padres no me viene nada a la cabeza… ni los nombres, ni las caras. Cómo eran…
     Kevin se fue inclinando, mirando al lejano suelo, como si quisiese, a base de esfuerzo, profundizar en su memoria. Volvió a alzar la vista al sentir la presión de manos sobre sus hombros.
     —Es normal que tengas miedo, Kevin —le aseguró, mirándole con franqueza a los ojos—. Lo que has hecho no es fácil. Y lo que has encontrado… seguramente no es del todo como lo esperabas. Uno puede esperar un cielo o un mar de fuego donde le van a dar por culo por los siglos de los siglos, pero esto…
     Kevin asintió; no podía quitarle la razón a uno de los últimos argumentos con sentido que había oído.
     —Es cuestión de tiempo, ya lo verás —le aseguró Russ—. A mí también me costó adaptarme. Y con Amy… es lo mismo. Es cuestión de darle tiempo… y trabajar duro.
     Kevin se rió abiertamente.
     —Claro. Ya suponía que no todo iba a ser estar a la bartola todo el día.
     Para su sorpresa, Russ asintió y retrocedió, presionándose la frente con tres dedos.
—Pues mira, ahora que lo mencionas… sí, hay trabajo que hacer. Tienes que ganarte tu puesto aquí… colaborando con nosotros.
     Kevin dio una palmada al oír aquello.
     —¡Ajá, sabía que habría truco! —observó, señalando al peculiar ángel—. Eso no me lo comentaste cuando me convenciste para esto.
     Russ lanzó una risilla inocente.
     —No tranquilo, es fácil —dijo, levantando las manos a modo de defensa—. Y, además, te vendrá bien. Podrás… recuperar algo de tu memoria ayudándonos.
     La afabilidad y compañerismo del momento se esfumó. Hubo algo en el modo en que lo dijo que no le gustó a Kevin.
     —¿Y eso? —preguntó—. Bueno, para empezar… ¿qué clase de trabajo sería ese?
     Russ, que se había colocado los brazos a la espalda, levantó el índice con interés.
     —Pues mira, ahora que lo mencionas, precisamente, te puede ayudar… a recordar a tu familia.
     Kevin le miró expectante, con ilusión en los ojos.
     —Se trata de tu hermano. Se llama Michael Wheeler. Vive en Nueva jersey con su mujer, Sabrina Wheeler y sus dos hijos, Layla, de diecisiete años y Joseph, de doce.
     Un dato muy revelador. Hasta el momento, creía ser hijo único. O huérfano. Dios, ¿cómo podía haber olvidado aquello?
     —¿Y… qué se supone que debo hacer?
     Russ sonrió.
     —Es fácil. Entra en contacto con ellos a través de WorldWeb, como hicimos contigo. Y ayúdales, como hicimos nosotros contigo.
     Kevin asintió, entusiasmado.
—De acuerdo —consintió—. Ayudarles... ¿cómo, exactamente?
     Su ignorancia hizo que Russ sonriera burlonamente.
     —Muy fácil. Haciendo por ellos lo mismo que hicimos nosotros por ti. Ayudarles a ser más felices, a conseguir lo que quieren. Todo lo que se consigue… dando el paso.
     Kevin suspiró.
     —Tío, en serio, hoy no tengo el día para adivinanzas. ¿Puedes decirlo simple y llanamente?
     Russ asintió.
     —Convénceles para que acaben con su realidad para poder despertar en la nuestra.
     Kevin parpadeó; no porque no lo hubiese entendido, simplemente porque se preguntaba si era posible haber entendido aquello.
     —Russ, ¿quieres decir…?
     —Tienes que convencerles de que mueran. De que dejen de existir en el mundo real. Sólo así podrán existir como nosotros aquí, en WorldWeb.

     —Entonces, Sho, me estás diciendo que asesinaste a tu mujer… y luego te suicidaste… para poder reencarnarte en esta paginita de muñecos virtuales, ¿no?
     El aludido asintió con entusiasmo, imitado por su mujer.
     —No sé qué está pasando aquí, pero, ¿por quién me tomas para que me crea semejante idiotez?
     Eiji dejó de comunicarse a través del avatar, limitándose a escribir, en un intento de llegar cuanto antes al final de aquella farsa.
     —No espero que me creas, Eiji. Yo al principio tampoco lo creía. Pero, vi cómo era esto... y pensé en mi vida real. Todo el día quemando basura en ese vertedero, para que luego mi mujer se pusiese a decirme que era un inútil, un fracasado que jamás iba a llegar a nada. No sabes cómo me sentía. Y ahora…
     —Tiene razón —afirmó Naoko, apoyándose en su hombro—. Aquí ya no hay que preocuparse por nada. La vida está resuelta, sin tener que pagar por ella. Sin dinero no hay codicia, sin codicia no hay peleas. Nosotros podemos querernos, como debíamos hacerlo en el mundo anterior.
     Eiji sonrió con pesar, sintiéndose el blanco de alguna cámara oculta retorcida.
     —¿Pretendes que crea que te sientes feliz… bien… por haber sido asesinada? ¿Qué ahora disfrutas por no tener que discutir con tu marido, que fue el que te mató?
     —Es el único precio a pagar, Eiji —intervino Sho—. Un poco de miedo por tener que morir, de dolor por terminar el proceso, de pena porque crees por un momento que no volverás a ver a los que quieres. Pero luego ves que nada acaba… y todo empieza.
     — Imagínatelo. Todo aquello que deseas, que quieres, aquí puede hacerse. Sin los límites del cuerpo, de la vida, del dinero, de las emociones. Es la forma más plena de existir.
     Eiji meditó un momento, buscando pillar a aquel bromista tarado. Tenía que admitirlo: aquel loco tenía sus argumentos bien cogidos.
     —Puede. Menos, como tú has dicho, por la gente a la que quieres. ¿Qué haces con ellos, esperar que entren por casualidad en la página y asaltarles?
     Sho sonrió ampliamente; una sonrisa que a Eiji le desagradó enormemente. No sólo se veía artificial, sino que la sentía cruel. Obscena.
     —Eso es lo mejor de todo —aseguró—. El saber que tarde o temprano les verás.
     Eiji parpadeó.
     —Todo aquel que ha participado alguna vez en esta página… —intervino Naoko, sonriendo con aún más ímpetu— …lo único que le separa de nosotros es la muerte.
     —Y por eso… —añadió Sho—… intervenimos. Para convencerle de dar el paso final y unirse a nosotros.
     Eiji dejó de escribir repentinamente; sus dedos se quedaron paralizados por el repentino temor que le causaron esas palabras. No podía evitar pensar que tras ella subyacía una amenaza oculta.
     —¿Qué queréis decir? —preguntó, reanudando la conversación al cabo de unos segundos—. ¿Qué lo de los últimos días lo habéis hecho para convencerme de que esta página es un sitio maravilloso y que así me suicide y esté con vosotros?
     —Sí, exactamente. Porque eres nuestro amigo y queremos que disfrutes de ello tanto como nosotros.
     Eiji respiró hondamente. De repente, se le había erizado el vello de la nuca, y notaba como el corazón trotaba dolorosamente en su pecho. Su labio inferior empezó a temblar, mientas su mente buscaba una respuesta adecuada que terminase con todo. Era una broma cruel y degenerada; tenía que serlo. Nada de aquella conversación podía ser real…
     —¿Y debo creeros a vosotros? —inquirió, desafiante—. ¿Dos muñequitos con gráficos de tercera que dicen hablar en nombre de personas reales?
     Por un momento, pareció que había logrado algún efecto. Las sonrisas de la pareja se borraron y, en su lugar, una mezcla de asombro y decepción cubrió sus burdos rostros. Aunque, eso sí, por poco tiempo.
     —Si lo prefieres… —intervino Sho, saliendo del shock ofendido—. Quizás prefieras hablar con nosotros de otro modo.
     Eiji sonrió, arrogante. Parecía haberles golpeado en el talón de Aquiles.
     —Muy bien —escribió—. ¿Y cuál es?
     —Cara a cara.
     Aquello ya rozaba lo absurdo. Eiji se dispuso a responder pero, apenas sus dedos tocaron las teclas, algo pasó. Hubo un destello en la pantalla que le sobrecogió, haciéndole pensar por un segundo que había estallado. Asustado, retrocedió contra el respaldo, pensando si se habría quedado sordo, aunque, en realidad, no oyó nada. Para su asombro, la pantalla cambió.
     Del estadio donde se podían librar duelos a muerte simulados, se había pasado a una gran ventana, en la que una fotografía a tamaño completo sonreía desde un marco gris. Eiji se sorprendió al reconocer la imagen; era Sho. Por un momento pensó en una webcam. Imposible; su amigo estaba muerto. Y sin embargo, habló.
     —¿Ves, Eiji? Aquí estoy.
     Aquello fue lo que le hizo reconocer, por fin, la imposible situación. Se trataba de una imagen fija, sutilmente digitalizada, que movía la boca recreando el habla en base a algún tipo de animación. Eiji ya había reconocido aquella imagen. Se trataba de las fotos necesarias para poder acceder a WorldWeb, necesarias para concebir al avatar.
     —¿Cómo? —acertó a pronunciar por fin, dándose cuenta de otro detalle alarmante—. ¿Cómo puedes hablar… y oírme?
     En respuesta, la imagen cambió por un segundo, siendo sustituida por una foto… de Naoko.
     —Ya te lo hemos dicho, Eiji —aseguró la mujer—. Estamos más allá de la simple vida. En este mundo todo es posible.
     Y a eso apuntaban las pruebas. Sin embargo, lo que le proponían seguía siendo…
     —No —dijo rotundamente, apoyándose en la mesa e inclinándose para que le entendiesen mejor—. Es un truco. Tiene que serlo. Todo esto es…
     En respuesta, la imagen cambió a Sho, quien, muy lentamente como dictaba el poco elaborado desarrollo de aquel programa, cerró los ojos y se encogió de hombros.
     —Puede… —empezó a decir—… que exista un modo más contundente… de sacarte de dudas definitivamente, amigo. ¿Quieres verlo?
     Aquello empezaba a rebasar los límites de lo simple y llanamente posible; por ello Eiji no dudó en asentir, inquieto por el nuevo truco que se desplegaría ante él.
     —Pero antes —advirtió Sho, levantando el índice derecho—. Asegúrate de que la habitación en la que está el ordenador está a oscuras, por favor. Así es mejor.
      Con un suspiro agónico, de quien se sabe víctima de una fechoría superior a su capacidad de respuesta, Eiji obedeció. Apagó la lámpara de su mesa, dejando la habitación casi por completo a oscuras. Enfrente, el ordenador vibraba como un anuncio luminoso.
     —Muy bien —anunció a la caja y  a su peculiar ocupante—. Ya está. A ver…
     La nueva sorpresa le interrumpió abruptamente. La superficie del ordenador empezó a brillar en un millón de lentejuelas de vibrantes tonos rojos, verdes y azules, rebotando en los ojos de Eiji como pelotas de tenis y haciéndole temer que, esa vez, a su monitor le pasase algo muy grave.

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