sábado, 4 de julio de 2015

LA MONTAÑA DEL DIOS LAGARTO

     Se trataba del paisaje alienígena por antonomasia, surgido de la unión de dos entornos tan incompatibles como sólo imaginables por un soñador o un loco. Y sin embargo, allí estaba: la increíble unión de la montaña por encima de los mil metros y el árido desierto africano. Las altas y onduladas estribaciones de la cordillera, frontera entre el Atlántico y el Sahara, estaban, sin embargo, dando paso, poco a poco, a las estériles y arrasadas laderas donde no había más que cúmulos de detritos marrón parduzco y a los refugiados valles de su región más interna, en los que al abrigo de aquellos montes pelados  brotaban el tomillo, el romero y demás arbustos de secano, ahogados al sur por el desierto como todo en aquellas montañas. Y, había que agradecerlo, empezaba a haber más sombra.
     —Ya debe faltar poco —señaló el profesor Gonzalo Soriano, mientras repasaba las notas de su pequeño cuaderno, único mapa que guiaba sus pasos por el laberinto rocoso del bajo Atlas.
     —Profesor. ¿Está usted seguro… de que existe realmente?
     La dudosa pregunta procedía del hombre que encabezaba su séquito; José Hurtado, alumno y colaborador suyo en el departamento de antropología. Le seguía en aquella pequeña excursión particular junto a un par de guías reclutados en la vecina ciudad de Uarzazate; dos hombres esbeltos pero de constitución firme que para el profesor resultaron un hallazgo de valor equivalente al de un tesoro hundido: en contraste con la mayoritaria población árabe de Marruecos, aquellos lugareños  se comunicaban en una variante del tamazgha, lo que les identificaba como Amazigh, pertenecientes a las etnias bereberes.  Lo que implicaba que, si su casual hallazgo resultaba ser cierto, podían serles de mucha utilidad.
     —Debería… faltar poco —pareció dudar el cabecilla de la marcha, oteando el monótono paisaje, un desierto de colosales dunas de roca y piedras—. ¡Miren! Allí.
     A unos doscientos metros, presenciando impotente como el calor y el polvo devoraban sin descanso su antaño poderoso cuerpo, encajonado en un pequeño saliente de una de las montañas, se apreciaban los restos construidos con ladrillos de un enorme edificio; compuesto por la unión de varios recintos aledaños de estructura palpable desde cierta altura, ya que el abandono y el paso de incontables siglos desde su propia edad inmemorial habían derribado no sólo sus puertas y ventanas, sino también todo lo que fueron el tejado y una buena porción de su parte superior. Era una alcazaba, una de las fortificaciones que los conquistadores árabes llevaron a esas tierras con la expansión del Islam; un bastión defensivo transformado con el tiempo en alto en el camino para aquellos que pretendiesen cruzar esas montañas desoladas y mortales. O al menos, hasta que el propio avance del tiempo lo volvió también inútil.
     —Muy bien… —observó el experto, repasando nuevamente sus apuntes—. Debe de ser ese —intercambió unas pocas palabras con sus acompañantes bereberes—. No parece que tenga nombre, al menos conocido. Pero si es el que se menciona… debería ser… ¡Allí!
     Con entusiasmo, el profesor señaló hacia una pequeña oquedad, al pie de la ladera sobre la que se alzaban en ese mismo momento. El hueco entre montañas, un sendero en línea recta pero intransitable por su estrechez, ya apenas llegaba a cuarenta centímetros de ancho, debía ser o bien un antiguo y perdido lecho fluvial, desecado por el calor del eterno soplido del desierto, o bien el acceso a algún valle minúsculo, perdido y aislado.
     El ilusionado antropólogo se lanzó cuesta abajo, pateando la inestable ladera de piedras bajo sus pies con la habilidad para saltar peñascos de una cabra montés, provocando una verdadera avalancha de cantos para cuando tocó el suelo; indicando a sus sorprendidos y hasta cierto punto inquietos acompañantes que le siguiesen. Éstos lo hicieron caminando con precaución, pisando con más cuidado en la traicionera bajada, hasta llegar sanos y salvos a la altura de su líder. O donde había estado su líder, que  les había dejado atrás en dirección a la grieta.
     —Vamos, no hay tiempo que perder —les animó con la mano—. ¿A qué esperáis?
     El profesor Soriano no tardó en apreciar que, si bien Hurtado, claramente menos habituado a sus veintitrés años a recorrer terrenos como aquel como lo estaba él a sus cincuenta y cuatro, se demoraba por su falta de experiencia, sus dos guías caminaban intencionadamente despacio, como posponiendo adrede su llegada hacia el pequeño desfiladero. El ansioso erudito no acertó a entender esa conducta hasta recordar que, después de todo, ellos eran bereberes. Y sabía cómo llamaban los árabes al lugar que buscaba.
     Decidió solucionarlo por lo sano, corriendo hacia ellos por delante de su desconcertado alumno para intercambiar con ellos unas palabras en aquel dialecto que, sencillamente, no era capaz de entender. Una vez las palabras cesaron, el profesor regresó a su puesto en cabeza, seguido por los dos hombres, aún taciturnos pero que ya caminaban de forma regular.
     —¿Qué les ha dicho? —dejó escapar José cuando pasó por su lado.
     —Que les pagaré el doble —contestó el profesor Soriano dándole la espalda, pues ya se estaba apretujando en el estrecho pasaje—. Y que yo iré delante.
     El joven sólo pudo seguir al viejo mientras entraba en la apertura, sabiendo que los dos hombre le seguían por el crujido de sus pies al caminar, el sonido acelerado de sus respiraciones y porque cuchicheaban algo en voz baja, aparentemente para sí mismos. Era un camino difícil de verdad; de hecho casi imposible. Con su cuerpo delgado, José tuvo que ponerse de lado para caber, caminando en esa incómoda postura hasta quedar emparedado en la grita en la montaña. Delante oía a su mentor, más robusto, arañando con su cuerpo la sólida superficie parda. Mientras, sus acompañantes expresaban con palabras entrecortadas su descontento. Con ciertos tonos de voz, el lenguaje es indiferente.
     La senda, sorprendentemente lineal, se prolongó durante casi veinte metros, paso a paso, en los que el joven empezó a sentir que sudaba, pero no por los brillantes rayos solares mitigados por los muros, ni por el ardiente aire sureño, que perdía buena parte de la fuerza del Sahara a aquella altura. Simplemente, aquel entorno no le gustaba. La idea de que algo estuviese escondido al otro lado de una entrada tan engañosa, tan escondida a la vista de todos que sólo se podía pasar en fila de a uno y donde, para enardecer sus más siniestras ideas, no debía resultar demasiado difícil quedar atascado. En cierto sentido, el sonido del profesor Soriano escurriéndose a duras penas delante de él le animaba. Si el profesor cabía, entonces él también debería poder. Hasta que la distancia de unos cuatro metros entre los dos se rompió, el sonido paró y la figura del profesor fue engullida por un finísimo pilar de luz, señal de que su apretada marcha había terminado. Suspirando profundamente, José emergió al extremo opuesto de la fisura, oyendo levemente a sus seguidores emitir débiles expresiones de satisfacción al comprobar que, igualmente, habían salido de allí. Tras inclinarse un poco para recobrar su aliento, el joven pudo comprobar que el veterano, erguido con orgullo y vigor a un par de metros a su derecha, se había situado frente al borde de un desnivel, contemplando algo.
     —Es increíble —musitó, sin apartar la vista—. Es real. Pero. Pero…
     Desconcertado por lo que oía, José se situó junto a él. Y, boquiabierto, comprobó la razón de su asombro: a sus pies, una angosta calzada horadada en la roca conducía a través del valle hacia el objetivo de su viaje. Reposando en un amplio valle entre dos protusiones de roca, demasiado pequeñas para ser llamadas montañas por derecho propio, se erguía un pueblo, de aspecto arcaico por sus enormes casas construidas con rojizos ladrillos de adobe; señal inequívoca de la arquitectura bereber, congelada a los progresos del resto del mundo. El misterioso “pueblo perdido” que le mencionó el profesor al dejar caer la posibilidad de que le acompañara en aquella “visita turística” convertida en expedición clandestina y extraoficial, se erguía ante ellos. Aquella población, situada en el rincón más árido y remoto de la parte más meridional del Atlas, al parecer una simple sugerencia en algún documento de escasa credibilidad, cuestionado incluso por los habitantes de  ciudades y pueblos aledaños, se mostraba como única e irrefutable prueba de su existencia. Y, sin embargo, lo que tendría que ser motivo de emoción para los antropólogos, el lograr situar en el mundo aquella joya única en lo referente a fósiles vivientes de las antiguas sociedades humanas, se convirtió en decepción una vez constatado el estado del lugar; como podría sentirse el imposible descubridor de la Atlántida al comprobar que el legendario e innovador imperio hundido, con sus calles anegadas y cubierto por algas y percebes, seguía funcionando como una metrópolis cualquiera. Aquel lugar les transmitió la sensación opuesta, ya que lo de enfrente era un pueblo fantasma, los restos destruidos de un pueblo muerto.
     Con la vista aún en las edificaciones, derruidas y abandonadas aunque en un estado todavía decente, los dos empezaron a avanzar uno detrás de otro, por la primitiva carretera que llevaba al núcleo urbano. En el proceso, Hurtado lanzó un vistazo hacia atrás. Los dos Amazigh les seguían a cierta distancia, contemplando las ruinas no tanto con asombro como con vehemente respeto. Y temor.
     —Puede que fuese un terremoto —señaló José al ponerse a la altura del profesor Soriano, que había alcanzado ya la amplia avenida que atravesaba las viviendas—. Algo como lo del sesenta, que provocó un daño tan grande y tantas bajas que los que quedaron no pudieron…
     Un simple vistazo un poco más detenido bastó para echar por tierra el improvisado argumento del aspirante a etnólogo. Era un hecho innegable que un terremoto derribaría por completo edificios de adobe como aquellos como si fuesen castillos de cartas, sepultando a sus ocupantes y matando con la lentitud del hambre y la asfixia a los que no tuviesen la dudosa suerte de morir aplastados en el acto. Y, aunque muy dañados, era evidente que no era un seísmo lo que había arruinado esos edificios.
     Las casas, en realidad no más de una docena repartidas a ambos lados de la avenida central, eran enormes, de al menos tres pisos, con una plana ancha similar a la de los más lujosos palacetes occidentales, presentando no obstante la simetría de las numerosas estancias anexas de los pueblos norteafricanos. Aquello hizo sospechar a los entendidos que aquel pueblo, en claro contraste con el resto de naciones “civilizadas” por extranjeros del Magreb, podía haber tenido un sistema de viviendas comunal, con varias familias viviendo bajo el mismo techo de cada piso, con la misma proporción y geometría rectangulares que el resto del edificio, como parecían atestiguar los restos de adobe destrozado frente a las entradas. Y es que lo acontecido en aquellos edificios, por difícil que fuera de describir, era que el techo había sido separado de la casa, pero no hundiéndose, sino como si algo lo hubiese arrancado, barriendo su cúspide con una fuerza huracanada y dejando caer los restos al suelo; destapando las viviendas como tarros de conservas, como probaba el trazado errático que zigzagueaba por los agrietados pisos superiores, patrón repetido en todas ellas.
     —Será mejor… que echemos un vistazo —decidió el aún conmocionado profesor.
     Seguidamente, dio a Hurtado la espalda para volver a dirigirse en su idioma a sus guías, indicándoles que intentasen entrar en las frágiles pero aún estables construcciones, a ver qué podían hallar dentro. De nuevo los bereberes se opusieron, lo que Hurtado no sabría si atribuir a que consideraban su petición una profanación o, por el contrario, sentían miedo manifiesto hacia aquel pueblo en ruinas. La discusión, sin embargo, fue breve y, finalmente, ambos cedieron, aunque con cara de disconformidad, encaminándose hacia una de las ruinas en el extremo de la calle principal.
     —Vamos —señaló Soriano,  volviendo junto a su pupilo—. Tengo curiosidad por ver cómo es y qué hay dentro.
     Los dos hombres, sorteando los restos del techo que aplastaron indiferentes bajo sus botas, alcanzaron la entrada. En otro tiempo el umbral había estado ocupado por una gruesa puerta de madera, aparentemente cedro; pero el abandono, más que aquel desastre, la había deteriorado hasta tal extremo que ahora apenas se mantenía unida a sus goznes; colgando de ellos como un náufrago herido sujetándose a la barandilla de su barco. El profesor la empujó sin contemplaciones, enviándola al suelo y rematando su agonía, para luego contemplar con estupefacción el interior de la vivienda.
     Ciertamente, la pérdida del techo había afectado al interior, pero solo con un par de míseros pedazos de adobe que afeaban el polvoriento suelo del recibidor. En general, el interior presentaba un estado más que aceptable pese a su irreversible abandono. De hecho, se sentía frío en el pasillo pese a la rotura que permitía al sol verter su luz sin contemplaciones dentro. Un rápido vistazo a los alrededores reveló la cocina, con un horno en forma de cúpula, también de barro, en el que aún reposaban las grises cenizas; restos de un fuego consumido mucho tiempo atrás, rodeada de vasijas y platos artesanales, que, en algunos casos, aún conservaban su contenido reducido a polvo. Otra estancia reveló el servicio, abandonado para morir de sed; pues el paso durante siglos del aire caliente había evaporado cualquier rastro de sus funciones higiénicas con una eficiencia comparable a un rociado con cal viva. Y al fondo, los dormitorios, repletos de huecos de adobe rellenos de paja, más derruidos aún que el resto de la morada y que, por su número, demostraban que en aquellas dos amplias habitaciones habían dormidos juntas, por lo menos, dos familias. Un repaso a los pisos superiores les reveló una fotocopia de aquel primer piso; una cocina, un excusado y dos grandes dormitorios, siendo la única diferencia palpable la ausencia de techo sobre la tercera planta. Más llamativa era, sin embargo, la ausencia de restos humanos de cualquier tipo y en cualquier estado. Eso hacía pensar que sí hubo supervivientes, que se habrían ocupado de sus difuntos según los ritos y procedimientos convenientes, atribuyéndose la ausencia actual de población a una posterior migración tras considerar la zona demasiado deteriorada para seguir permitiendo la vida en ella.
     Pudieron, además, comprobar un último y curioso detalle en los tres pisos, pero mejor apreciable en los de abajo; la pared distal de la casa, entre los dormitorios y los escalones de adobe para moverse entre plantas estaba adornada con un curioso mural. No había sido pintado y su trazo no sugería el uso de un cincel, como si se hubiese hecho sobre la argamasa cuando ésta estaba aún fresca. En él, una serie de figuras antropoides, formas alargadas de cabeza toscamente oval y finas extremidades de palo, a medio camino entre dibujos infantiles de personas y pinturas rupestres de las cavernas que conservaban los vestigios de los primeros pasos del hombre sobre el mundo, aparecían agrupadas realizando distintas acciones a lo ancho del muro: caminando como en una migración, elevando toscas representaciones de sus hogares y, finalmente, recolectando el fruto de lo que parecían palmeras y pastoreando lo que podrían ser cabras. Y, sobre estas escenas de vida cotidiana, una curiosa imagen: en ella, no menos de cincuenta de esas caricaturas humanas estaban con las piernas dobladas como arrodilladas y con los brazos cruzados sobre el pecho como si rezaran o se postraran en torno a una imagen muy distinta, tanto por su tamaño como por su mayor grado de detalle. Se trataba de un grabado, aproximadamente del tamaño de un perro Basset Hound adulto, de un animal; una criatura rechoncha, de patas largas inclinadas a los lados, una larga cola que se doblaba por debajo de su cuerpo hasta tocarse el hocico y una cabeza corta y sin rasgos, en el extremo de un cuerpo alargado sobre el que habían realizado una serie de pequeñas incisiones horizontales, como pelos o escamas. Se trataba, acertó a identificar el experimentado antropólogo, de algún tipo de representación deificada de algún roedor o, más probablemente, de un lagarto.
     —Increíble —musitó José, contemplándola absorto —. Esta imagen… debe de ser preislámica. ¿Cuánto tiempo tendrá esto? No parece centenario, desde luego. Y sin embargo, sugiere algún tipo de culto animista…
     —Esto está muy apartado, así que igual sus habitantes no llegaron a conocer ni a los árabes ni al Islam —señaló el profesor mientras se limpiaba sus gafas con la camiseta—. Puede que ésta fuese su deidad principal. Lo importante es, desde luego, saber su antigüedad.
     Una serie de gritos llegaron en ese momento desde el exterior; una llamada inofensiva pero ansiosa, como indicando que se había realizado algún hallazgo. Sin perder el tiempo, los dos investigadores salieron, localizando a sus dos acompañantes, claramente turbados, a su derecha, cerca del final de la calle, haciendo en su particular idioma indicaciones claras de que les siguiesen. Maestro y alumno corrieron hacia ellos, alcanzándoles tras una breve carrera sobre aquel camino sorprendentemente firme. Tras unas breves palabras con Soriano, éste salió en su persecución más allá del final de la avenida, con el sorpreso Hurtado esforzándose por alcanzarlos; acción que logró tras localizarles detenidos, de nuevo, mirando hacia abajo.
     —La leche…
     Cuando vio lo que se abría debajo de ellos, no pudo evitar la conmoción. Una serie de angostos caminos horadados en aquella ladera más bien arcillosa conducían a un valle angosto pero lleno de vida: un manantial rodeado de palmeras, tan grande como una pequeña balsa de riego, brotaba en el rincón oriental de la extensión inferior, pudiendo apreciarse los restos de surcos en el suelo; tierra que, en su momento, debió servir para canalizar el preciado líquido hacia la zona central, donde debían cultivar el trigo y cuantos vegetales constituyesen su dieta en la árida región. Ahora, los abandonados campos habían sucumbido a los arbustos forrajeros, los mismos que cubrían los límites del terreno y las pequeñas colinas de alrededor, sin duda empleados por los cabreros; hecho atestiguado por la presencia, en el extremo opuesto de la hondonada, de una serie de desprendidos y quebrados maderos unidos por lo que debió ser un tipo de fibra vegetal, constituyendo corrales ahora tan abandonados como el resto, sin otros testigos que las altas montañas de cúspides puntiagudas y ladras peladas poderosas sobre el horizonte, rodeando todo el valle en un círculo de roca abrasada que lo volvía inalcanzable salvo para los que, como aquella partida, ya sabían de su existencia. Y había, sin embargo, que mirar hacia el fondo del valle, hacia lo que parecía el confín de aquella ciclópea jaula de piedra para atisbar los dos elementos más distintivos del valle, destacables por su fuerte contraste con el resto.
     A unos quinientos metros desde donde estaban, en el borde noroccidental de la planicie, se veían los restos de otra casa de adobe en ruinas, muy distinta a las dejadas en la parte superior de la ladera: primero, aquella era enorme hasta para los estándares del resto de edificios, teniendo una plana que fácilmente doblaría la extensión de las demás y cuya simetría sugería que debía de tener el doble de habitaciones en sus presumibles varios pisos. A simple vista, daba la sensación de ser un auténtico palacio, la morada del jefe o cabecilla de la comunidad o de su líder espiritual u otro jerarca. Sin embargo sólo era especulable porque, a diferencia de las residencias vulgares, aquel gran edificio estaba derruido casi por completo; sólo los cimientos y las paredes de la planta baja habían resistido la caída de los pisos superiores, extendidos sobre la tierra fértil como un puñado de platos rotos. Parecía que aquel edificio había sido aplastado, tumbado hacia adelante bajo el peso de una fuerza titánica que lo había partido como habían decapitado a los demás tejados. Sin embargo, las ruinas empequeñecían hasta la insignificancia en comparación con la maravilla para los ojos a escasos treinta metros de ella, en el extremo norte de la hondonada. Era un gigantesco cráter, de no menos de sesenta metros de diámetro cuya apertura circular, para asombro de los espectadores, sólo abarcaba la mitad de su posición hasta contactar con el comienzo de las montañas. Por increíble que fuese, era como si la causa del pavoroso hoyo se hubiese perdido al chocar los picos… o se hubiese abierto camino bajo ellos como un animal excavando su madriguera.
     No hizo falta dar ninguna orden; bastó con que Soriano descendiese uno de los caminos en la colina para que sus tres seguidores se le unieran. La dirección, no hizo falta ni mirar para saberla; iba de cabeza al espacio que separaba las ruinas del agujero.
     La comprobación del cráter fue rápida y poco fructífera, aunque sí muy curiosa. No parecía haber sido producido por un impacto explosivo de origen celeste o militar, sino que era más bien como si un cuerpo sorprendentemente grande hubiese sido extraído de allí, dejando un rastro parcial que se perdía bajo los límites naturales del terreno. Qué era, sin embargo, lo que podía cambiar con el terreno de ese modo; imposible especular… o imaginarlo. Por eso, ninguno de los antropólogos se atrevió a decir nada al respecto antes de girar su atención hacia la casa.
     Con sumo cuidado, evitaron pisar los trozos de adobe hechos añicos y los pocos montones de escombros aún en pie, formando pequeños túmulos. Esta vez fueron Soriano y Hurtado solos al interior, pues pudieron comprobar con una simple mirada a sus rostros, que los bereberes estaban muy nerviosos tras ver aquella inexplicable perforación; temor que ahora sugería, mediante atávicas creencias o puro y lógico instinto, que si quedaba algo allí abajo no sería nada bueno para ellos.
     Nuevamente, el interior mostraba un desconcertante orden dentro del reinante caos. El amplio recibidor y lo que quedaba de las escaleras estaban recubiertos de fragmentos de las paredes arrancadas, que habían llovido sobre ellos como copos de nieve durante su desestructuración final mientras el grueso se esparcía sobre el suelo. También podía apreciarse, tanto en la cocina como en la letrina, un mayor agrietado en las paredes; y la presencia de vasijas para guardar víveres tumbadas y rotas, sin duda debido a la sacudida final que tumbó el palacete. De allí pasaron a los dormitorios. Tal vez por ser el doble de grandes podía apreciarse allí el doble de daño. Algunos lechos de adobe, recubiertos por una estera y un burdo colchón confeccionado con lo que parecían pieles de animales rellenas de fibra, desgarrados o incluso partidos en dos, con el lecho de debajo aplastado y agrietado por aquel desastre cuya magnitud parecía haber sido especialmente virulenta allí, a modo de epicentro.
     —Profesor… —la voz de José llegó a su maestro de improviso, temblorosa y dubitativa, mientras éste seguía contemplando los masivos efectos del cataclismo— Mire allí. ¿Qué es eso?
     Su voz sugería que había descubierto algo insospechado, fuera de lugar o, simplemente, tan ajeno a aquel entorno africano como podría serlo un pingüino. Por suerte, el implacable sol iluminaba el interior lo bastante para apreciar qué era aquella nota discordante en el pandemonio de escombros y destrucción. Cuando lo vio, frente al quebrado lecho en la esquina izquierda de la estancia, él mismo se sintió desfallecer por lo imposible: sobre el suelo, con la cubierta sepultada por el polvo y semienterrada por unos pequeños cascotes, reposaba lo que era, indiscutiblemente, un libro. Una libreta de tamaño mediano con encuadernación de algún tipo de cuero y bastante gruesa, de origen inequívocamente occidental y cuya presencia en aquel rincón del Atlas se explicaba porque, como ellos antes, algún europeo había osado adentrarse en aquel valle prohibido y peligroso, desafiando el recelo de los habitantes locales en busca de sus secretos y no encontrando sólo la muerte y el olvido. Los dos hombres no pudieron evitar pensar que, quizás incluso, llegó a presenciar y padecer en sus propias carnes el incidente que llevó a esa comunidad a la ruina.
     El profesor Soriano avanzó hacia el tomo y lo elevó con cuidado, soplando sobre su cubierta para barrer las décadas de polvo que lo escondían. No pudo evitar sonreír al leer la inscripción, en letras doradas, sobre la libreta de color negro clareado: DIARIO.
     Atraído tanto o más que su maestro, Hurtado se acercó hacia él, mirando sobre su hombro cómo pasaba las hojas, amarillentas y arrugadas pero firmes y en buen estado, habiendo sido preservadas de las inclemencias del tiempo y de la fauna por el impenitente ardor del clima marroquí. Las primeras páginas, en blanco, dieron paso a una clara y destacada inscripción que les hizo resollar del emoción, conscientes ahora del verdadero valor del viejo y ajado objeto entre sus manos. El viaje había merecido la pena, no lo dudaron, mientras leían las primeras palabras, en claro y perfecto español:
     “Diario perteneciente al teniente Manuel Isidro Pérez, del Segundo batallón del cuadragésimo segundo Regimiento de Infantería, destinado a Melilla el 13 de Abril de 1910”.

     El profesor Gonzalo Soriano siempre había sentido un interés particular por los pueblos bereberes, ya fuese por tratarse de los verdaderos nativos del norte de África (en comparación con los mayormente denostados moros con los que se toparon los habitantes de la península en tiempos de la Reconquista), ya fuese porque, en el fondo, creía la teoría cada vez más extendida entre etnólogos y arqueólogos de que ambos pueblos, el bereber norteafricano y el íbero peninsular eran hermanos; fruto de una migración y posterior divergencia evolutiva cultural. Incapaz, no obstante, de borrar el invisible e indiluible vínculo de sangre a ambos lados del estrecho, lo que podría explicar la simpatía instintiva, incluso entre la gente de la calle, hacia ese pueblo semidesconocido y minoritario, medio apartado en la sombra en varios de sus países de origen por la mayoritaria población árabe, tanto a nivel político y económico como cultural y lingüístico. Su deseo de saber más sobre ellos le llevó, hacía más de treinta y seis años cuando empezó a estudiar historia, a especializarse en ellos; las particularidades y variaciones en su lenguaje, costumbres y estilos de vida en los distintos países del Magreb por los que se dispersaban. Fue una tesis sobre el dialecto tashelit la que lo convirtió en profesor de historia. Por ello, no desaprovechaba ninguna ocasión para seguir estudiando cualquier posible fuente que aportara nuevos datos sobre el tema.
     Fue el mero azar, estudiando testimonios recogidos por soldados de Melilla durante la Guerra del Rif, cuando aparecieron los primeros testimonios, recogidos en su mayor parte entre simples mercaderes ambulantes y conductores de mulas para el suministro de la zona de Tetuán, marroquíes y bereberes. Éstos hablaban, parte como mero rumor, parte como leyenda enraizada, parte como un hecho real como el respirar para vivir, de la existencia de una extraña tribu; de ascendencia inequívocamente bereber pero muy diferente a cualquier otra de sus comunidades entre el Mediterráneo y el Sáhara, que residiría al sur, en las montañas del Protectorado francés, entre las regiones de Guelmim—Esmara y Sous—Massa—Drâa; donde se desconocería su existencia tanto como en la mayoría de pueblos y ciudades dentro o en torno al Atlas y sus rutas, siendo una realidad sólo para los pocos que habían tenido la suerte de toparse con ellos y para los que habían oído sus historias. Y es que, según se contaba, se trataba de un pueblo de bandidos, que esperaban ocultos como águilas en lo peñascos y grietas de algunas de las sendas más difíciles y solitarias para caer sobre los desvalidos transeúntes, sobre los que hacían llover una lluvia de proyectiles en forma de jabalinas y flechas con puntas de piedra, acompañadas ocasionalmente por piedras (se sospechaba que arrojadas con hondas), y disparos de armas de fuego (posiblemente mosquetes y fusiles arcaicos robados a sus víctima). Si bien el fin de tales asaltos parecía ser adueñarse de la carga de sus víctimas, se tenía constancia por parte de algún desventurado nómada que aseguraba haber escapado de tales emboscadas, de que el misterioso pueblo de las montañas tomaba prisioneros entre las víctimas del saqueo, llegándose a describir que no causaban, al menos de forma intencionada, bajas mortales entre los asaltados, dejando escapar al que consiguiese poner tierra de por medio tras el choque inicial, a los que, independientemente de sexo o edad, ataban de brazos con cuerdas de palmera y llevaban a rastras hacia lo más profundo de sus bastiones. El destino de esos rehenes era un misterio, pues nunca se encontraron cadáveres entre las rocosas estribaciones ni se recibieron peticiones de rescate de ninguna clase en los pueblos que se creía vecinos de los bandoleros, lo que hizo creer que podían ser empleados como esclavos o incluso como consortes por el pueblo de las montañas. Existía, sin embargo, otra teoría más siniestra para explicar sus acciones, según la cual serían verdaderos salvajes que nunca habían tenido contacto con la civilización de ningún tipo; anclados en antiguas tradiciones y que nunca conoció el monoteísmo, cristiano o mahometano, ni sus tabúes. Por ello, algunos teorizaban que aquellos raptos buscaban víctimas para sacrificios humanos a alguna deidad primitiva y ancestral, siendo, no obstante, la naturaleza de tales ritos inimaginable para sus propugnadores, que preferían no imaginar el proceso para quitarles a esos desdichados la vida.
      Pudo comprobar Soriano, a través de entrevistas hechas en distintos tiempos por colegas suyos que, aparentemente, la existencia de aquella tribu perdida, que empezó a ser denominada por el reino marroquí como garjaxaifin o garjalaoin, el pueblo infiel o el pueblo maldito, adquirió cierta credibilidad ante las denuncias periódicas, bien de familiares llegados desde los distintos rincones del sultanato primero y de los protectorados después, bien de algún aterrado superviviente que llegó arrastrándose a través de las montañas para dar su entrecortado parte de lo sucedido a las autoridades gubernamentales, llegando estas a intentar contactar con aquella gente hostil para pacificarlas mediante las medidas necesarias. Se realizaron por lo menos dos expediciones de búsqueda; una encargada por oficiales del sultán Hassan I, poco después de la fundación de Tiznit durante su intento de conquistar a los bereberes del sur, de los que se creía aquel pueblo maldito era parte; y una segunda llevada a cabo por fuerzas francesas bajo el mando de un teniente llamado Pierre Rodin, a mediados de 1913. Según parece ser, esta segunda expedición regresó sin haber sufrido percance alguno y sin más avistamientos que el de los propios transeúntes y pastores de las montañas, a lo que debía sumarse un repentino período de paz, sin más presiones por parte de los lugareños para reactivar las investigaciones, por lo que las actividades cesaron por completo y la historia quedó relegada a mero rumor o leyenda popular. De la primera expedición, a mediados de 1885, sin embargo, sí se mencionó someramente que varios de los hombres del sultán desaparecieron durante su travesía; denunciando los supervivientes ataques que, eso sí, no supieron si atribuir a aquellas gentes misteriosas o a pueblos bereberes identificados, cuya hostilidad hacia la expansión del sultanato por las montañas del sur era manifiesta.
     Con aquel librito, el profesor dio por concluida la expedición, llevada a cabo por la consciencia de que dichos informes se hallaban rodeados de un aura de misticismo y habladurías demasiado grandes como para que la mayoría de sus colegas los tomaran en serio.  Regresó con sus acompañantes a Uarzazate, pagó generosamente a los reclutas por su determinación en la incierta empresa y, tras los preparativos y trámites necesarios, partió junto a Hurtado hasta Sidi Ifni, la ciudad más cercana con aeropuerto, de donde partió sin perder más tiempo de vuelta a Alicante, a su Universidad y a su hogar. Primordialmente, tras hacer un par de llamadas para confirmar su regreso y preparar su plano laboral para lo que quedaba de mes, se dispuso a hincarle el diente al suculento plato que se había traído de recuerdo. Pero antes, decidido a asegurarse de que no iba a emocionarse ante un fraude u objeto más reciente de lo que pensaba, se informó someramente al respecto. Pasó aproximadamente los dos meses de primavera siguientes dedicando sus escasas horas libres a reunir información sobre el presunto autor del diario. Unas cuantas llamadas a los encargados de los registros militares de la primera década del siglo veinte, al censo de 1910 del pueblo al que se  refirió y un par de entrevistas privadas por teléfono con algún viejo conocido superviviente, le dibujaron el panorama de la vida del teniente.
     Manuel Isidro Pérez había nacido en Orihuela  en agosto de 1885, en plena decadencia de la ciudad como consecuencia de la reciente inundación de Santa Teresa. Ante las pocas expectativas de progreso en aquel desolado panorama, su padre se mudó con su familia (consistente en su madre y él) a Elche, donde la familia vivió de forma humilde pero no miserable; trabajando el patriarca en una fábrica de calzado y la madre como criada para una familia pudiente de la industria alpargatera, lo que permitió que el joven pudiese disfrutar de una escolarización plena en su infancia, o al menos, para los estándares que ofrecía a su clase la época. En 1906, a los veintiún años, tras un período de tres años como empleado en la misma fábrica que su padre, Manuel se incorporó al ejército, donde demostró tener madera de soldado. Su inquebrantable disciplina y formidable determinación le hicieron ganarse el respeto de sus oficiales y el aprecio de sus compañeros de armas, con lo que consiguió ser ascendido a varios grados. Hasta 1910, cuando, con el grado de teniente, fue incorporado al regimiento de infantería “Ceriñola” en Melilla, en espera de intervenir frente a la hostilidad de las tribus rifeñas tras la creación del protectorado español. Allí permaneció, sin más deber que mantener la formación de los hombres y la de asegurar los puestos españoles de Kert, lo que no supuso más que leves e insignificantes escaramuzas con las cábilas que apoyaban a Abdelkrim. Hasta que, en marzo de 1919, en vista al desplazamiento de las tropas a la conflictiva Annual, parece ser que el oficial, que ya había alcanzado los treinta y cuatro años y llevaba una vida dedicada a su unidad, solicitó un permiso de unos cuantos días para poder partir desahogado hacia la peligrosa misión. Parece ser que, aprovechando el escaso tiempo para conocer al máximo posible los territorios españoles en África, se desplazó desde Melilla hasta Ceuta por vía marítima, de donde se trasladó a Tetuán, donde pretendía, al parecer, pasar su permiso familiarizándose con los lugareños. El profesor Soriano se asombró al saber de, antes que él, hubiese un hombre con aficiones parecidas a las suyas. Fue, en este punto, cuando la historia dio un drástico giro. Al parecer la comandancia de Melilla recibió un telegrama del teniente en el que afirmaba que se había visto desplazado por “motivos personales de suma trascendencia” hasta los territorios del protectorado francés al sur, pudiendo exceder su regreso en unos pocos días (el tiempo que le había estipulado el permiso); por lo que, en caso de que así fuera, pedía disculpas, comprometiéndose a volver lo antes posible. Sin embargo, dicho telegrama fue la última noticia conocida de Manuel Isidro Pérez, pues no volvió a saberse de él. Su ausencia se prolongó durante dos años, lo que, curiosamente, le salvó de fallecer en el desastre que aconteció a sus tropas en el verano de 1921. Sus superiores, al margen de los graves problemas que les ocasionó intentar arreglar la situación de debilidad en que los habían situado las tribus rifeñas, fueron conscientes de su ausencia y tomaron ciertas medidas, tales como ordenar a las autoridades estar atentos por si detectaban al fugitivo por las ciudades de sus circunscripciones o en la frontera sureña; denuncia que, dada la degradada situación del ejército hasta 1925, acabó cayendo en saco roto. Respecto al desaparecido, sólo quedaba conjeturar sobre su destino. La idea más lógica era, por supuesto, que había desertado temeroso de la muerte casi segura que podía encontrar en la guerra, aunque su impecable historial obligaba a sus conocidos a tomar la acusación con cautela. Una teoría similar sería la de que se habría enamorado de alguna joven lugareña y que, ante la más que segura oposición familiar a que la pretendiese y las dificultades de la vida militar, la pareja se habría fugado e instalado en algún recóndito pueblo de pastores como si fuese un nuevo Grimaldos. O, en última instancia, una teoría también sostenida aunque menos postulada, que bandidos o rebeldes del sur equivalentes a los del norte, se habrían topado en su camino y, en una más que manifiesta oposición a toda presencia extranjera en la región, lo habrían asesinado y saqueado despiadadamente, para luego dejar su cuerpo en alguna ladera remota para que fuese pasto de buitres, insectos y el calor abrasador. Teoría, esta última, que podría ajustarse a la realidad, una vez se realizasen los ajustes que incorporasen a la ecuación a los garjaxaifin de los marroquíes, el misterioso y despiadado pueblo asesino del bajo Atlas.
     Concluida la identificación del autor del librito y deseando comprobar si, como sospechaba, habría tenido contacto con el pueblo infiel que desvelase el misterio en torno a su desaparición, el profesor Soriano aprovechó ese sábado por la tarde, sin trabajo ni nada mejor que hacer, para sentarse frente a su escritorio con todas las luces del dormitorio encendidas y una taza de café al alcance de su rolliza y peluda mano para buscar la respuesta al misterio. Tras comprobar que el diario era largo, los más de diez años de servicio del teniente Pérez en Melilla, avanzó hasta la fecha fatídica, primavera de 1919, fecha de su permiso y desaparición. No debió ojear mucho hasta encontrar la primera parte del texto.

Jueves 22 de marzo, 1919
     »Ha pasado un día desde mi llegada a Tetuán. No puedo ocultar mi alegría por disfrutar, aunque sea poco tiempo, de una ciudad occidental, aunque sea dentro de las limitaciones de una colonia, especialmente en comparación con las privaciones de la vida en el cuartel. Sus edificios de ladrillo blanco, apelotonados como fichas de dominó y brillantes al sol me recuerdan lo preciosa que puede ser la civilización en esta tierra desértica y maldita dejada de la mano de Dios, y no veo el momento de empezar a disfrutar de mi permiso.

     A la introducción le siguieron una serie de anotaciones irrelevantes. Visitas a tabernas donde se atiborró del mejor vino que pudo permitirse y a casas de citas, en las que solicitó a las mejores putas que pudo pagar; conducta ociosa y desenfrenada que supo justificar con la frase “de qué me va a servir el dinero y la moderación al sitio donde me mandan, de donde puedo caer de cabeza al infierno”. El profesor Soriano empezó a sentirse incómodo, ojeando impunemente las confesiones íntimas plasmadas en el papel. Sin embargo, su interés se reanudó unas líneas más abajo, casi al final del día.

     »Esta tarde, por casualidad, he presenciado un suceso muy extraño. Habiendo trabado una breve amistad con un grupo de ancianos marroquíes, hombres alegres y dicharacheros que dominaban el castellano y que me han ayudado a perfeccionar un poco mi árabe, más básico de lo que me gustaría después de todo mi tiempo aquí, me encontraba con mis cuatro amigos a la entrada de una taberna, compartiendo té e intercambiando pareceres sobre la ciudad cuando, de improviso, un hombre de unos cuarenta años, piel morena y arrugada como si tuviese sesenta años y rasgos berberiscos, ha salido del establecimiento, totalmente borracho y maldiciendo, dando tumbos hasta caer delante de nuestra mesa. Me había preparado para dar una buena reprimenda a ese borracho cuando he comprobado, no sin consternarme, que aquel desdichado lloraba amargamente, lo que me ha sugerido su conducta es un intento por olvidar una experiencia traumática. He solicitado a uno de mis acompañantes ayuda para saber el por qué, poniéndose en el acto a interrogarle en árabe, a lo que el caído, en una errática diatriba que entremezclaba árabe con francés, ha intentado responder. Pasados unos minutos, un agente de policía, intrigado por verme sosteniendo al semiinconsciente mientras el anciano le interrogaba, se acercó a ver qué ocurría. Como mi acompañante hizo a continuación gestos indicado que no tenía nada más que sonsacarle, le he explicado al agente la situación, a lo que él se ha comprometido a darle a ese pobre diablo un alojamiento adecuado hasta que se recupere, lo que implica seguramente que lo arrojará a una celda un par de días. En cualquier caso, mientras los dos hombres se perdían entre las concurridas calles, me he interesado por lo que ha contado el desgraciado.
    »El hombre me explicó que, en su jerga, decía proceder de un pequeño pueblo al sur de Ouarzazate, cerca de la frontera con el Sahara. Afirmó que acompañaba una caravana de mulos que transportaba la cosecha de dátiles de la comunidad a través de las montañas hacia los pueblos y ciudades al norte cuando su grupo sufrió una emboscada, recibiendo una lluvia de flechas de aquellos a los que se refirió como los Jazhafu al—Dajain, lo que se podría traducir como “los demonios que se arrastran”, ensartando a la mayor parte de los animales y a casi todos sus acompañantes, atravesándoles piernas y patas para impedirles huir y así poder capturarles con vida. Aquel hombre, afirmó, consiguió huir corriendo con cuanta fuerza le proporcionó Alá, atravesando sin descanso las pedregosas y áridas montañas hasta que sus humildes sandalias se resquebrajaron, las plantas de sus pies se desgarraron y notó como los huesos de su talón crujían. Logró, por mediación de algún verdadero milagro, alcanzar un kabash que los franceses emplean como guarnición de sus tropas frente a las tribus de las montañas, donde consiguió refugio y denunciar lo sucedido. Sin embargo, al parecer, los responsables no le dieron mucho crédito, dejándole marchar a los pocos días. Ahora, sólo y sin recursos, ahogaba con lo poco que tenía sus penas, pues al parecer, su padre, esposa y dos de sus hermanos habían quedado atrás en el convoy acribillado.
      »Cuando me interesé sobre a qué podría referirse, mis acompañantes me hablaron por primera vez de lo que ellos en su idioma llaman “el pueblo infiel”, una misteriosa comunidad de salteadores de caminos que tiende sus emboscadas al sur del Atlas, en territorio francés. La historia que han contado me ha sorprendido mucho, por la posibilidad de que, en estos tiempos de progreso, una tribu de bárbaros paganos pueda seguir existiendo ajena al mundo y perpetuando sanguinarias prácticas de pillaje. Me resulta, sin embargo, una historia curiosa porque, aunque la mayoría de berberiscos de estas tierras se muestran hostiles con europeos y árabes, es muy raro que lleguen a extremos como los que la leyenda asegura.
     »Considerando que aún tengo un par de días de permiso, estoy empezando a considerar la posibilidad de comprobar esas leyendas, aún a riesgo de mi propia vida.

Gonzalo Soriano no pudo contener la emoción. ¡Aquel hombre sí había establecido contacto con la tribu perdida! Se dispuso a ahondar aún más en los secretos del diario.

Viernes 23 de marzo, 1919
    »He decidido cumplir mi meta en solitario. Sólo espero no toparme con demasiados problemas para pasar la frontera.
     El texto seguía describiendo cómo el aventurero soldado recogía cuanto equipaje y efectivo llevaba para emprender su viaje y cómo se trasladó desde Tetuán en Yebala a Aleazarquivir en Locus para atravesar la frontera del protectorado galo.
     »Apelando a las buenas relaciones entre nuestras naciones y después de convencer a los gabachos de que no soy más que un humilde soldado que aprovecha su destino en África para conocer mundo, no sólo he conseguido que me dejaran entrar en su territorio, sino que, mediante pago de unos cuantos francos franceses que los oficiales nos aseguramos por si tuviésemos que tratar asuntos en este lado —como en el mío—, he convencido a un camionero que se dirigía a Marrakech de que me dejase acompañarle como pasajero, a fin de cubrir buena parte de la distancia hacia la región en la que se dice tuvieron lugar los ataques. Ha sido un viaje largo y agotador, en el que he llegado a lamentar que mi guía, que sólo hablaba francés, no fuese capaz de entablar conversación conmigo. Han sido horas a salvo del tórrido sol del exterior, a través de carreteras y caminos llenos de piedras y arena; desde los cuales veías, con suerte, a algún pastor intentando orientar a su rebaño, a niños jugando cerca de sus hogares o, con suerte, algún pueblo, cuyas pequeñas y desgarbadas viviendas de barro son una visión agradable, pues recuerdan que en esta tierra dura e implacable sigue habiendo vida y civilización, aun cuando se dice que la situación aquí es aún más problemática que en nuestro protectorado en el norte.
     »Finalmente, mi agradecido transporte me ha dejado en la ciudad, bastante más grande que Tetuán y con sus calles y avenidas rodeadas de edificaciones, en las que el ladrillo occidental empieza a reemplazar al adobe tradicional, haciéndome cobrar consciencia de cuán grande es la diferencia entre las distintas comunidades marroquíes; unas meras aldeas de cabreros y granjeros y otras, las gloriosas capitales de los conquistadores que llegaron a subyugar la península durante casi setecientos años. En cualquier caso, no tenía tiempo que perder; mi permiso concluiría el domingo y no sabía cuánto podía llevarme hacer los preparativos para mi incursión. Por tanto, lo primero que hice fue buscar una oficina y remitir un aviso a mi comandancia, en vista a que una posible demora no sea malinterpretada y me espere de vuelta a mi cuartel un consejo de guerra por deserción.
     »Por suerte no sabré francés, pero sí suficiente árabe como para hacerme entender entre los lugareños, si bien me he limitado a buscar cómo llegar a mi destino, sin especificar el motivo del viaje. Eso y unos cuantos francos más me condujeron hasta las afueras y me  pusieron en manos de otro transportista, un viejo berberisco que se dirigía a su aldea, cerca de Ouarzazate, a la que partimos sin más demora; eso sí, en un viejo y menos confortable carro de madera tirado por un burro. El trayecto, que habrá durado un par de horas (sin poderlo asegurar por llevar mi reloj empaquetado con el resto de mi equipaje), ha sido incomparablemente más agitado e intranquilo, manteniendo mi trasero en equilibrio sobre la traqueteante madera frágil e insegura, como a punto de desbaratarse por completo de un momento a otro, ya fuese por las carreteras de tierra u, horror supremo por ser la vez  que más miedo he pasado aquí, mientras ascendíamos los estrechos y desiguales senderos que ascienden por las montañas. Con el gorro calado hasta el fondo, en un intento por conseguir la sombra suficiente para ocultarme del sol, he temido que, de un momento a otro, la pértiga cediese y el vehículo y sus dos ocupantes acabásemos en el fondo de algún afilado precipicio recortado por rocas. No puedo describir mi alivio cuando, al fin, pasamos cerca de mi destino, donde efectué mi alto en el camino. Sonriente, el muy viejo bastardo ha solicitado que cumpliese con el pago acordado, cosa que he hecho de mejor humor de lo que debería, mientras veía cómo se alejaba siguiendo su camino sin dejar de reír. Ese viejo había hecho, desde luego, ese viaje cien o mil veces antes en el mismo carro, quizás en condiciones peores, por lo que no ocultaba la gracia que le hacía mi miedo ignorante.
     »La ciudad, de aspecto medieval con altas fortificaciones del color de la arena tras las que se ocultan estrechas callejuelas atestadas, me ha transmitido una sensación de desasosiego incomparable en mi viaje.  En contraste con otras ciudades por las que he pasado, ésta está anclada en otra época y habitada por gentes más antiguas aún que los ladrillos que constituyen sus hogares. No creo que haya muchos extranjeros, puede que incluso sea el único, y hay muy pocas señales de modernidad, considerando lo conflictivo de la región, lo que causa la agobiante idea de que podría morir aquí y nadie sabría jamás de mi destino. Sin embargo, no he venido aquí para asustarme ante lo desconocido. Además, después de todo, siguen siendo hombres y no dudo que se les podrá pagar.
    »No me explico cómo las sombrías calles,  adornadas en su mayoría con algún puesto de venta, por las que trasiegan los habitantes de la ciudad sin ni tan siquiera mirarme pueden conseguir que llegue a echar de menos la presencia de los moros de la zona costera. En contraste con sus prominentes rasgos árabes, las gentes de aquí poseen los rasgos finos y proporcionados que los berberiscos comparten con los pueblos mediterráneos e incluso de la Europa continental, con lo que, irónicamente, me siento más identificado con ellos pero, a la vez, la idea de estar en un lugar desconocido que hasta los rasgos de sus gentes me resultan extrañas, acrecienta mi sensación de soledad y desamparo.
     »He vagado hasta una especie de pequeña plaza, en la que he establecido contacto con un grupo de varones maduros que charlaban animadamente en un extremo. Al llamar su atención, me he topado con un nuevo e imprevisto escoyo: puede que sea capaz de comunicarme en árabe, pero he podido comprobar que los habitantes de esta ciudad parecen hablar, al menos entre ellos, uno de los múltiples e incomprensibles idiomas de los verdaderos berberiscos del Magreb. He tenido mis serias dudas sobre su capacidad para entenderme cuando, al saludarles para llamar su atención y presentarme formalmente, se me han quedado mirando, no tanto ofendidos por mi brusca interrupción como por haberlo hecho en mi imperfecto árabe. Sin embargo, mi suerte ha continuado, pues uno de los implicados, un caballero bajito de no menos de cincuenta años vestido con turbante y una larga prenda marrón similar a una chilaba se ha adelantado, preguntándome en árabe, aunque con dificultad, qué quería. Le he explicado, someramente, que me gustaría dirigirme a cierta región en las montañas, para lo que buscaba guías y suministros. Tras lo que me ha parecido una disculpa ante sus compañeros, se ha ofrecido a guiarme hasta quien podía darme lo que pido.
     »El anciano me ha conducido hasta un pequeño establecimiento a las afueras, parecido a una taberna, en el que un grupo de hombres, todos ellos adultos y visiblemente fuertes, de piel morena y pelos compuestos por bucles negros ensortijados, parecían esperar a sus puertas a que algo pasase. Tras unas palabras, tres de ellos se han incorporado y se me han acercado. Mi guía me los ha ido presentando: Ameqran, quien parece ser el líder, un hombre de unos cuarenta años, muy alto para la media de los norteafricanos y con una musculatura que sugiere descendencia de las antiguas castas guerreras de los pueblos asentados más al sur, en el desierto. Ekade, algo más viejo, es bastante menos corpulento pero igual de alto, y su rostro refleja la tesón que una vida dura proporciona a los que tienen la suerte de aguantarla lo bastante como para contarla. Por último Sifaw, aunque con su rostro cubierto por una larga barba tan negra como el carbón, resultó ser el más joven; no creo que alcance la treintena. Según ha hecho entender mi guía, estos amigos suyos solían trabajar transportando mercancías entre Ouarzazate y las ciudades vecinas, pero hacía algunos años la hostilidad entre los franceses y los pueblos de las montañas se había recrudecido, lo que había dificultado las condiciones para llegar a Marrakech y otros centros de la autoridad colonial tanto que su estilo de vida se había vuelto insostenible. Muchos se ganaban ahora la vida con el comercio local o emigrando en busca de nuevas oportunidades, mientras otros como ellos esperaban cualquier oportunidad que pudiesen encontrar… o que pudiese encontrarlos.
     »Con las limitaciones que mi idioma ofrece, he alabado ante mi singular traductor sus habilidades, sin duda útiles en mi empresa que, ya he confirmado, consiste en ser guiado y escoltado por los senderos del Atlas. La curiosidad innata en los berberiscos ha aflorado, interesándose por mi motivo para viajar por esos recónditos y peligrosos terrenos. He aquí cuando, sin pesarlo demasiado, he cometido el error de confesar lo que busco, lo que intenté con torpeza traducir. Al oírme pronunciar en mi burdo árabe garjalaoin, mi sabio acompañante se ha perturbado enormemente, profiriendo una serie de breves pero agudos alaridos que han puesto en alerta incluso a los ocasionales transeúntes ajenos a nuestra charla, tras lo cual ha hablado con los tres hombres, en cuyos rostros se ha reflejado el nerviosismo y el horror. Ha procedido, visiblemente excitado, a preguntarme el motivo por el que quería entrar en contacto con aquella gente, a los que, curiosamente, se ha referido varias veces en la pronunciación árabe sinlijja que creo se puede interpretar como lagarto. Para intentar tranquilizarle, le he dicho que tan solo siento curiosidad por ver las zonas en las que dichos bandidos atacan a los viajeros, y que la tarea de aquellos hombres se limitaría a conducirme hacia allí por la ruta más simple para, una vez se percibiese la cercanía al peligro, pudieran regresar y yo me encargaría de explorar el paraje. Me han mirado como un loco, hasta que he tenido que recurrir otra vez a mi reserva de francos para que se mostrasen más solícitos. Por desgracia, parece ser que en esta apartada ciudad la moneda extranjera se sigue viendo como algo de poco valor, pues al parecer entre ellos todavía recurren al rial, lo que me ha supuesto un encarecimiento de sus servicios, a razón de cien marcos por cabeza para mis acompañantes y cincuenta para mi amigo por sus, en principio, desinteresados servicios. Eso sí, me han asegurado que la partida puede tener lugar en cualquier momento de mi elección, incluido ese mismo día.

Con asombro, el profesor Soriano comprobó que las anotaciones sobre ese día se prolongaban varias páginas más, por lo que es posible que tuviese registrado el encuentro con aquellos “hombres lagarto” de los bereberes. Pasando por alto nuevas citas irrelevantes de su estancia en la ciudad, incluyendo comida, avituallamiento y búsqueda de alojamiento para lo que quedaba del día, no tardó en llegar a una nueva entrada de ese día que destacaba por sí misma:

»La conclusión de este día me ha resultado, como poco, contradictoria. Un terrible mito puede haber sido derribado para siempre.
     »Tras descansar un poco de esta agotadora jornada, he dejado la ciudad exactamente a las cinco de la tarde acompañado de mis tres guías, con Amekran y Ekade ante mí y el joven Sifaw cerrando la marcha, formación que mantuvimos durante todo el viaje, sin más equipaje que un par de cantimploras, mi reloj en mi muñeca, un revolver en mi bolsillo, mi sombrero en la cabeza y este diario. El sol ardía con tanta fuerza que parecía que el cielo estuviese en llamas, lo que se notaba especialmente allí, tan cerca del desierto y donde sólo hay rocas, sin más cobijo a una amigable sombra que el que ofrece alguno de los viejos castillos que encontramos en nuestro camino (en su día refugio de viajeros, ahora tristes ruinas). No sé cuánto tiempo anduve tras mis acompañantes, ataviados con turbantes y prendas ligeras y largas en un intento de minimizar el calor. Quizás lo que más me ha preocupado ha sido la certeza de que aquella ruta, cada vez más lejos del más insignificante lugar habitado, con aquel paisaje de picos y piedras marrones que no cambiaba ni lo más mínimo, era ciertamente lineal; un camino prefijado, que quizás acabase en unas ruinas en las que aquellos conductores supuestamente amigables me asaltarían, degollándome y abandonando mi cadáver para pudrirse; motivo por el que he preferido dejar en la ciudad el grueso de mi equipaje. Sin embargo, no sólo tengo la sensación de que incluso entre estos infieles berberiscos puede haber gente honrada, sino la extraña impresión de que, con cada paso que damos su temor es mayor, lo que me hace descartar esa posibilidad. Cada vez caminan más despacio, paseando su vista por los riscos y puntas de piedra a nuestro alrededor, como a la espera de un acontecimiento inminente.
    »No he tardado en entender el motivo. Alguien nos está vigilando. Son sutiles, hábiles; saben bien como esconderse de nuestra mirada. Pero me he dado cuenta. De forma casual, he podido entrever el lejano pero delator brillo de una mirada perdido en aquella roca sin brillo, seguido por el destello de una sombra fugaz, como un zorro al correr de vuelta a su madriguera. Y, cuanto más nos movemos, más patente se hace, más numerosas son las ágiles cabezas que nos otean en este paraje perdido y baldío, sin pájaros volando ni insectos que canten. Finalmente, los tres hombres se han detenido en una amplia zona entre montañas, frente a lo que queda de una de esas fortificaciones abandonadas. En ese momento, me han indicado con gestos que iban a dar media vuelta. Sifaw ya me había dado la espalda y tenía recorrido un buen trecho de la senda que nos había llevado hasta allá. Sus dos compañeros, muy nerviosos, intentaban imitarle, maniobrando sin importarles que yo estuviese en medio. No se lo reproché. Habían cumplido su parte y, además, tenían buenos motivos para estar nerviosos. De hecho, incluso era posible que, retirándose como lo hacían, no fuesen muy inteligentes.
     »Estábamos rodeados, ahora por completo. Aquellas alimañas, a las que bien hacían en llamar lagartos porque se aplastaban contra las rocas hasta quedar aplanados como los reptiles, clavaban sus ojos en nosotros, como buitres vigilando la llegada de un moribundo sobre el que caer. Lo que no debía olvidar era que aquellas gentes atacaban mediante emboscadas. Seguramente, bastaría ahora un movimiento en falso para que arrojasen sus mortíferas jabalinas rompemiembros contra nosotros, antes de arrastrarnos a un destino peor que la muerte.
     »Con cautela, me llevé la mano a mi chaqueta, notando mi revólver bajo la tela, un gesto que debió tranquilizarme. Pero no puede evitar pensar que no debía haber pasado desapercibido a la gente de las montañas. Ignoraba con cuánta gente habrían tratado en sus escaramuzas desde su existencia ancestral, y, por tanto, si conocerían el tipo de arma que llevaba conmigo; pero era más que posible que mi acción me delatase, demostrando que sabía que estaban allí, facilitando su ataque.
     »No sabría decir qué me hizo hacer aquello que, ahora que lo pienso, fue una verdadera locura.
   »Con empujones, me abrí paso ante los atemorizados y sorprendidos Ameqran y Ekade, hasta situarme junto al límite del camino, en su descenso al punto en que las distintas montañas confluían. Una vez allí, considerándome visible, lancé un grito con todas mis fuerzas, una liberación del miedo y el ansia todavía en mi interior, confiando en el efecto amplificador del paisaje. Seguidamente, me llevé las manos a la nuca, me dejé caer de rodillas y me incliné hacia adelante como si suplicase. Una clara señal de rendición y, quizás, una señal común a cualquier idioma, por muy complejo y primitivo que sea, de que mis intenciones eran pacíficas.
    »El efecto de mi actuación fue inmediato. Nuestros espías emergieron en masa de sus refugios, mostrándose sin temor ante nosotros y dejándonos perplejos a mí y a los otros dos hombres, que no habían logrado alejarse, inmóviles mientras los guerreros del pueblo maldito, de rostros aún desconfiados, descendían desde sus posiciones hacia nosotros, aún con sus armas en alto, listos para atacar. Así vi con detalle su impresionante aspecto.
     »En cuestión de rasgos faciales, eran exactamente iguales a mis acompañantes berberiscos y al resto de pueblos de esta raza en el Magreb, pero físicamente era ésta su única similitud. Aquellos hombres, pues pude apreciar que como cazadores de tribus remotas todos ellos eran hombres, eran extremadamente altos, con una media que debía de acercarse por poco a los dos metros de alto, y extremadamente delgados, con la poca carne que recubría sus huesos, eso sí, tan prieta y robusta como un látigo. A su vez, su piel presentaba una tonalidad ligeramente más oscura y brillante que la de mis acompañantes, sin llegar al moreno casi completo de las tribus del África negra, lo que sugería un origen mestizo cuya ascendencia requeriría de los más sabios expertos en estas gentes para esclarecerse. No menos llamativa era su indumentaria: sus cabezas, rapadas por completo, iban recubiertas por una extraña caperuza puntiaguda de piel de animal, que daba la sensación de ser un trozo de pellejo, recubierto de corto pelaje y anudado a su cabeza. Y su cuerpo, desde el pecho a la cintura, recubierto por una extraña prenda de una sola pieza, que sólo puedo describir como un pellejo de cabra curtido de color marrón claro como el del entorno en derredor, totalmente carente de pelo y sobre el que había trazado un curioso patrón, consistente en arcos invertidos alternos y  sucesivos imbricados entre sí; diseño que, todo hay que decirlo, recordaba al de la piel escamosa de los reptiles. Por lo demás, iban completamente desnudos, caminando descalzos sobre las ardientes rocas con una resistencia impresionante. Aquellos que llegaron hasta nosotros, aproximadamente una decena, lo hicieron con sumo cuidado, blandiendo sus lanzas, de una madera clara y muy finas con una longitud bastante inferior al metro, rematadas en lo que parecen puntas de piedra afilada, mientras que los que permanecían en la distancia mantenían bajos sus arcos. Una vez a nuestra altura, nos analizaron detenidamente, asegurándose de que, en efecto, no éramos una amenaza.
     »Tras unos minutos dando vueltas en torno nuestro con cautela, han inclinado sus armas y, mediante gestos, me han indicado que me levantara. Seguidamente han hablado en una lengua que no he sido capaz de entender, si bien a mis dos acompañantes bereberes sí parece resultarles familiar, tal vez por tratarse de alguna variante perdida o primitiva de su propio idioma. Para mi sorpresa, los dos asustados guías han empezado a intercambiar frases a plena voz hacia los hombres que, una vez han terminado de oír sus argumentos, han sonreído y han respondido en su propia lengua, antes de que uno de ellos particularmente alto y vigoroso que parecía ser el cabecilla se volviese, adentrándose a pie hacia el valle, acción imitada por sus iguales. Mientras, el desconcertado Ameqran ha logrado, en un árabe rudimentario y poco cultivado, resumirme la conclusión de ese encuentro en dos entrecortadas palabras: “amigos” e “invitados”.
     »Como para apoyar sus palabras, el líder, ya en el fondo del valle y con el resto de sus hombres detrás, a los que se unían los arqueros de posiciones elevadas, nos ha hecho señas con el brazo, invitándonos a seguirle. Yo no he podido resistirme y, sonriendo para mostrar mi conformidad, me he dirigido hacia él, mientras indicaba a los dos bereberes que me siguiesen mientras les daba a entender que sólo si querían. Tras unos momentos de intercambiar miradas nerviosas y veloces palabras entre ellos, quizás preguntándose qué pensaría su compañero Sifaw si volvía solo hasta la ciudad, han decidido seguirme, descendiendo al fondo del cruce de montañas, donde los sonrientes guerreros esperaban para mostrarnos el camino a su hogar. Para ello se han dirigido a un estrecho espacio entre dos de los picos que se alzaban desde el fondo del sendero, una estrecha grieta por la que sus cuerpos, esbeltos y gráciles, se han escurrido con agilidad como poco reptiliana, digna de una salamanquesa,  lo que me hace pensar, cada vez más, que tienen muy bien puesto su nombre. A nosotros, en cambio, nos ha costado horrores, teniendo que avanzar de lado, apretado, con mis dos amigos rezando y maldiciendo en su idioma, quizás pidiendo un milagro para que no nos atascasen. Por suerte, aunque el paso era difícil, hemos llegado al final sin demasiados inconvenientes, lo que me ha hecho preguntarme cómo harán para pasar por semejante entrada a las víctimas capturadas y heridas que tendrían que imitarnos en contra de su voluntad. 
     »Lo que me esperaba al otro lado ha sido una visión asombrosa. Una calzada, idéntica a la más moderna autopista de Europa pero enteramente de tierra, esculpida mediante alguna técnica desconocida, más perfecta que ninguna otra que recuerde, sin asomo de grietas o baches,  ascendía hasta otro hueco entre montañas, bastante más amplio, en cuyo centro, como en cualquier pequeño pueblo de mi patria, cruza un pequeño grupo de casas a sus lados. Casas de barro; por su color, seguramente hechas con la misma tierra del camino para llegar hasta ellas; no demasiadas pero sí muy grandes; lo bastante como para acoger a una población pequeña como sospecho debe ser esta. Y es que, desde las ventanas de sus tres plantas y en las calles a sus pies, han empezado a asomar el resto de habitantes. Mujeres y hombres, cargados con vasijas y platos o pieles y cuerpos de animales, que se quedaban frente a sus puertas mirándonos mientras los niños se asomaban desde las ventanas. He podido apreciar que mujeres y niños tienen el pelo crecido, de hecho ligeramente largo, pero todos los hombres lo llevan rapado, quizás por motivos religiosos o culturales. En cualquier caso, mientras se formaba un verdadero enjambre de caras morenas y sonrientes a nuestro paso, ya fuera a nuestro alrededor o sobre nuestras cabezas, nuestros guías, aún con sus amplias sonrisas que dudo hayan bajado en algún momento desde nuestro encuentro han seguido indicándonos a los tres que les sigamos. Indicaciones que hemos seguido hasta el final de la calzada, al borde de un pequeño precipicio por el que la quincena o veintena aproximada de guerreros, con sus armas colgadas, se han perdido. Al acercarme he podido comprobar que han bajado por otro camino, éste más rústico, hacia el que debe ser la fuente de la vida en este remoto rincón de las montañas del Atlas: un valle fértil y lleno de vida rodeado por picos; un verdadero oasis con un manantial rodeado de palmeras del que las mujeres sacan agua en cuencos de barro y los hombres vigilan el estado de una serie de canales que dan a pequeños surcos de trigo en el centro, alrededor del cual brotan maleza y malas hierbas para las cabras, guardadas en grandes pero rudimentarios establos. He visto que buena parte de esta tribu, todos con la misma indumentaria que nuestros anfitriones salvo por la extraña capucha (quizás un atuendo ceremonial para la suerte en la caza o la guerra),  trabajan en esta fértil extensión, que limita en su extremo más septentrional con una enorme y maciza formación rocosa, de superficie punzante y desordenada, junto a la que se levanta una gran casa, parecida a las otras pero mucho más ceremonial. Hasta allí nos han indicado que les siguiésemos, cosa que hemos hecho caminando en silencio, ajenos a los incontables hombres entre el trigo, mujeres ante el agua y niños con los animales, los cuales se quedaban también petrificados con una sonrisa en la boca al vernos pasar junto a ellos. Hemos terminado a las puertas de la casa señorial, en la que los hombres han quedado en fila junto a la entrada mientras su líder entraba, saliendo poco después acompañado por un anciano, idéntico a él y a todos los de su raza; reconocible como tal por su arrugada cara, los mechones de pelo encanecido de su barbilla y la larga vara que apoyaba en el suelo a modo de bastón.  Por lo demás, idéntica cabeza pelada y mismo atuendo labrado de piel de cabra. Tras unas breves palabras con el cabecilla de la partida, se ha puesto también a sonreír y nos ha dirigido unas breves palabras, tras lo cual ha vuelto dentro de su casa. Mis dos guías, nuevamente, han afirmado en su burdo árabe que nos ha pedido “pasar”, cosa que he hecho de muy buena gana.
     »Escribo esto en el gran dormitorio de la planta baja de este palacio en medio de la montaña, mientras mis intérpretes han asegurado que pretenden darnos “algo de comida”. Me doy cuenta de que los rumores sobre este pueblo, amigable y generoso, han sido tremendamente exagerados. No puedo evitar pensar que, quizás, simplemente reaccionaban con hostilidad hacia los forasteros que osaban atravesar sus tierras sin permiso, dándoles el posterior y denigrante apelativo de “bárbaros”. Puede incluso que su intención fuese inspirar temor en los mismos por considerarlos invasores susceptibles de pretender conquistar su hogar por la fuerza. Yo, por mi parte, no puedo evitar sentir simpatía por ellos, pues es lo que cualquier otra nación civilizada haría, como bien sé que ha hecho la mía unas cuantas veces en su historia, incluida contra los pueblos al norte de estas mismas montañas.

     Una nueva sorpresa para el lector del diario. Al parecer, aquella pobre población había sido víctima de los peores prejuicios que europeos y árabes pudiesen albergar hacia esas tribus, lo que, nuevamente, no hacía sino arrojar nuevas dudas sobre su ocaso. Por el momento, parecía que éste no había sido abrupto, como probaba la siguiente entrada del diario. Entrada que sorprendió al profesor, por estar escrita en una letra más trémula y descolocada; como si en ese punto un evidente nerviosismo se hubiese adueñado del escritor. Incapaz de resistir sus propias ganas de saber más, siguió leyendo.

Sábado 24 de marzo, 1919
     »No puedo hacer menos que maldecirme por idiota, habiéndome dejado arrastrar hacia la trampa que esos astutos malparidos me han tendido descaradamente, engatusándome con sus sonrisas de falso amigo y conducta dócil.

     El comienzo dejó a Soriano, como poco, estupefacto.

     »Tras habernos guiado a los tres al amplio recibidor, pude comprobar que celebraban las comidas formando un corro en el suelo presidido por el anciano de la tribu, a los pies de un elaborado mural en la pared que representa una especie de animal con la cola muy larga,.  Logré contar como unas ocho o nueve parejas con dos o tres hijos cada una.  Nos  han servido, a los tres, carne de cordero asada y sazonada con un variado surtido de especias color naranja y verde en platos de barro; de delicioso olor e inmejorable sabor, que hemos engullido hambrientos con las manos, mientras bebíamos agua de su manantial para calmar la sed que el picante producía. Recuerdo que me disponía  a señalar el curioso mural, que parecía representar algún tipo de adoración, con la esperanza de que el anciano dijese algo que pudiese entender por mediación de Ameqran y Ekade cuando, de repente y sin razón que entienda, he sentido un tremendo sueño adueñándose por completo de mí, sintiéndome incapaz de mantener los ojos abiertos mientras me sentía caer al suelo.
     »Me he despertado tirado en el suelo de una habitación cuadrada y relativamente pequeña, carente por completo de mobiliario ni objetos de ninguna clase, con la boca completamente seca  y cierto malestar en el estómago. Mientras me incorporaba, he podido apreciar un dato llamativo: aunque el grueso de mis posesiones, incluidos mi sombrero, reloj y esta libreta en la que escribo seguían junto a mí, en mi muñeca y en mi bolsillo, mis cantimploras y mi revolver habían desaparecido. Mientras me incorporaba, notando cierto dolor de cabeza que me ha hecho llevarme las manos a la frente, he recordado lo último que pasó y lo he entendido todo: aquella comida estaba drogada. Confiado en la simpática y generosa actitud de aquella tribu maldita, me comí aquel veneno junto a los dos desgraciados berberiscos que confiadamente me siguieron. Una vez dormido, me registraron y desposeyeron de todo lo que pudiese serles útil o peligroso, abandonándome junto a aquellas baratijas cuyas primitivas mentes no entendían. Aquello me permitió atisbar la respuesta a otro misterio ignoto: debían utilizar aquella misma desconocida y potente sustancia para llevar a sus rehenes cautivos a través de aquella grieta imposible, suministrándosela a la fuerza para, ya incapacitados, llevarlos a tirones y empujones por aquel acceso que sólo ellos parecían poder cruzar a sus anchas.
     »Cuando me desperté, comprobé pronto, por la oscuridad reinante, que aunque faltaba poco para amanecer, el sol aún no había salido. Lo pude comprobar porque aquella sala compensaba la falta de ocupación con dos aperturas evidentes: una era una puerta, en lo que no he tardado en identificar como el muro occidental de la sala, de madera maciza y sólidamente cerrada, aunque presenta un agujero de casi veinte centímetros en su base, cuyo fin, en principio irracional, no he tardado en imaginar: el hueco por el que el reo recibe su ración de comida, necesaria para que viva. La segunda, localizada frente a mí en lo que imagino es el muro meridional, es una ventana toscamente rectangular y no mucho más grande que el agujero bajo la puerta, cosa que tampoco importa mucho, pues está situada, por lo menos, a dos metros sobre mi cabeza y, según me ha parecido apreciar, a nivel del suelo, lo que sugiere que me encuentro en una especie de sótano u otro tipo de mazmorra subterránea. Sin embargo, el despertarme cautivo por motivos y fines inciertos no ha sido nada tras comprobar que lo que me ha sacado del sueño del narcótico ha sido un sonido muy particular, llegándome desde el exterior por la ventana: gritos aterrados llegando desde un lugar incierto y una distancia inapreciable, más allá del detalle de que su desdichado autor, que expresaba todo el terror y desesperación que un hombre a punto de sufrir una muerte horrible e inminente puede sentir, está muy cerca. He tardado unos minutos en reconocerlo, o creer reconocerlo, como a Ekade, cuyos gritos, que disimulaban casi por completo el débil arrastre de sus esfuerzos por soltarse (lo que me hace pensar que estaba inmovilizado), no lograban, sin embargo, cubrir otro sonido aún más cercano, el de varias decenas de voces emitiendo un prolongado monosílabo, una expresión de adoración clásica. Aquel desquiciante concierto se prolongó durante casi diez minutos, en los que la intensidad y fuerza con que Ekade chillaba alcanzó el límite de su garganta y su miedo. Después llegó el silencio y, minutos después, salió el sol y sólo puede oír el amigable y desentendido sonido de la gente caminando, charlando o trabajando fuera.
     »La estancia en esta maldita celda ha sido insoportable. Creo que debo agradecer tener este diario, porque creo que escribir es lo único que impide que esta insoportable incertidumbre sobre lo que me aguarda me vuelva loco. Y es que los gritos de Ekade me han hecho recordar una de las más llamativas habladurías que oí de estos “hombres lagarto”: que sus cautivos perecían en innombrables sacrificios rituales, lo que me hace temblar al pensar qué horror mi infortunado guía presenció antes del fin de su vida,  que puedo afrontar yo mismo dentro de poco y, a la vez, desear que el joven Sifaw, el único de nosotros lo bastante lúcido como para marcharse cuando esos demonios dieron sus primeras muestras de presencia, lograra ponerse a salvo, evitando caer apresado por los emboscadores que de lejos nos venían siguiendo.
    »Mi cautiverio se ha prolongado durante buena parte del día, destacando de él dos cosas. En primer lugar, la consideración de esos asesinos monstruosos para con sus objetos de sacrificio ha resultado loable, ya que por dos veces, una por la mañana y otra por la tarde, casi seis horas después, me han pasado por debajo de la puerta un par de cuencos, uno con una especie de gachas de trigo, bastante insípidas pero fáciles de tomar, y otro con agua que, una vez vacíos, he abandonado en un rincón de la sala. Estas muestras de cortesía no han hecho más que aumentar mi preocupación, ya que soy consciente de que este cautiverio no durará mucho. La ausencia total de objetos en la sala incluye el de una simple estera sobre la que poder dormir o un cubo para hacer mis necesidades, por lo que no creo que me dejen aquí mucho tiempo.  Eso sí, con la llegada del día he visto que la sala no está por completo desnuda, ya que sus paredes están cubiertas con murales.
     »A simple vista, parecían simples copias del que vi antes de desmoronarme. Sin embargo, aquí solo y sin más compañía que mi diario, he apreciado que no son exactamente iguales y que, al mirarlos con detenimiento, cuentan una historia.
     »El de la pared a mi izquierda (la de la puerta), ilustra a un grupo de personas con largas líneas representando sus extremidades y cuerpos y un simple círculo por cabeza; una visión tan básica como explícita de la raza del valle, colocados en una hilera horizontal en la base del muro para luego situarlos  ascendiendo, aún en fila, hacia arriba, por un espacio libre en torno al cual se alzan estrechas formas triangulares parecidas a pirámides. No me ha costado demasiado imaginar que representa la llegada de sus ancestros, en la prehistoria, a este lugar.
     »Frente a mí, en la pared más grande, una imagen aún más parecida a la que vi en el exterior. En ella ya aparecía representado su extraño ídolo, similar a un lagarto; no una sino hasta tres veces. De nuevo, en la base del muro, se ve al grupo de figuras caminando, esta vez ante la hilera puntiaguda de la cordillera, con cuyo perfil coincidía la, presumiblemente, oculta silueta del reptil, yaciendo perezoso sobre su larga cola. La siguiente imagen, situada justo sobre ésta, no puede ser más explícita: las figuras daban la espalda al reptil en lo que parecía un conato de huida; mientras éste, con su larga lengua, parecía atrapar a uno de los desventurados nómadas con la clara intención de llevarlo a sus fauces. Finalmente, en la parte alta de la pared, a unos dos metros, la imagen que reconocí como la que adornaba la casa; el reptil en actitud calmada, siendo adorado por las postradas figuras que devoraba sin piedad a sus pies.
    »La tercera pared, a mi derecha, mostraba otra imagen dividida. En la parte inferior, podía verse de nuevo a los altos y esqueléticos nativos en el extremo izquierdo, esta vez en actitud combativa, pues se les representaba arrojando lanzas y disparando flechas con arcos a un grupo de figuras, cuyo diseño me ha resultado irónico: eran seres asexuados, con una forma circular parecida a una boina en la cabeza, de la que descendía un cuerpo amplio y grueso como una prenda de cuerpo entero. Por increíble que fuera, parecía representar uno de los actos de pillaje que habían hecho trascender la existencia de estas gentes. Y, sobre esa imagen, el colofón final: nuevamente la gente del valle postrada ante el dios lagarto, frente al que aparecían también inclinados los cautivos de abajo, al parecer analizados con curiosidad por el gigantesco reptil.  
     »Aquello pareció resumir a grandes rasgos el modo de actuar de estas gentes, que sacrifican a extranjeros en un intento por aplacar a su reptilesca y voraz deidad. Una simple práctica supersticiosa y desfasada que, no obstante, ha cobrado su verdadera magnitud al mirar la imagen a mi espalda, debajo de la ventana, de trazos algo más suaves y envuelta en sombras, por lo que me ha costado más verla.
     »En ella se podía ver a una figura de vestimenta claramente árabe, con el turbante y chilaba que comparten moros y berberiscos, con los brazos en alto, destacando que tenía dibujadas las manos pero no el rostro, lo que sólo contribuía a incrementar la sensación de máximo miedo que parecía aquejarle. El motivo, al parecer, dos hileras de afilados cuchillos triangulares representados mediante unas líneas en zig—zag, una sobre su cabeza y otra a sus pies, que parecen dispuestas a cerrarse sobre él de un momento a otro.
     »Supongo que esa imagen representa el fin último de esta sala: hacer que los cautivos cobren consciencia de su destino inminente y que pierdan la esperanza, antes de ser sacrificados al dios lagarto. No puedo evitar preguntarme si el motivo de su alegría ante mi actuación sumisa el día de ayer se debió a que, quizás, pensaron que, aterrados ante su poder y la ira de su dios, habíamos venido hasta aquí por propia voluntad, como una ofrenda del resto de pueblos para prevenir sus asaltos.

    Aquellas revelaciones, tan asombrosas como atroces, provocaron que el académico casi pasase un par de detalles referentes al final de la entrada: por un lado, una interrupción evidente en la continuidad y, no menos importante, que la letra se volvía aún más trémula e ilegible.

     »He pasado el día temiendo lo que me espera; si ser degollado, empalado o quemado vivo por estos salvajes. Y, sin embargo, he podido comprobar que lo que me espera va a ser peor.
     »Un par de horas más tarde, cuando el sol empezaba a ponerse, la puerta de mi celda se ha abierto y dos de aquellos guerreros con sus capuchas y traje de piel, que simula a su escamoso demonio, han entrado, seguramente a buscarme. He pensado en levantarme, plantarles cara, correr, intentar escapar, pero el cansancio, los nervios y la sospecha de que la comida que me han dado incluía dosis diluidas de la misma droga sólo me han dejado incorporarme a trompicones.  Con una sonrisa de satisfacción, me han cogido por los brazos y, con mucha fuerza y ningún miramiento, me han arrastrado a través de varias escaleras hasta una planta alta, una especie de dormitorio, algo más pequeño del que ya he visto, donde me han echado al suelo, dejándome en compañía de dos o tres de sus mujeres. Éstas, tras comprobar que la puerta estaba debidamente cerrada, me han levantado y, sin que pudiese oponerme, me han atado las manos y los pies con  una burda cuerda de palmera, para luego arrancarme la ropa del pecho y descalzarme. Para acabar, me han dado de beber un pequeño vaso con agua que, no lo dudo, tenía más droga; y yo, sabiéndolo, he conseguido retener buena parte en mi boca, aunque sin evitar tragar un poco, antes de que me dejasen solo y encerrado, momento que he aprovechado para escupir. Su efecto ha sido inmediato, mareándome y dificultándome mantenerme lúcido, pero he conseguido sobreponerme, comprobando que, aunque el nudo en las piernas es lo bastante fuerte como para impedirme andar con normalidad, el de mis brazos es más sencillo, pudiendo extraer la libreta y anotar lo que he visto, que debe ser contado.
     »Unos diez minutos después de mi preparación, he empezado a oír, como esta mañana, los gritos aterrados de un berberisco, el pobre Amiqran, a punto de unirse a su amigo. Como mi estancia tenía una ventana abierta, detalle insignificante por ser demasiado alta para intentar escapar, he podido asomarme y ver todo lo que ocurría. Fuera el cielo empezaba oscurecerse, pero quedaba suficiente luz ambiental, amén de la que proporcionaban unas cuantas docenas de antorchas, para ver lo que pasaba con claridad.
     »Aquel cuyo único crimen ha sido acompañarme, ha sido arrastrado a través de ataduras muy parecidas a las mías por dos de los cazadores, que lo han llevado hasta la montaña que se levanta junto a la mansión, ocupando por completo el extremo norte del valle. Una vez delante, han dado un par de vueltas a la larga cuerda, rodeando con ella sus brazos y piernas, dejándole envuelto y postrado en el suelo. Esto me ha permitido apreciar una cosa en la que no me fijé al llegar: al principio de esa elevación, prácticamente a nivel del suelo, se abría, con una extensión de no menos de treinta metros, una cueva de apertura desigual y estrecha, de cuyos extremos, superior e inferior, colgaban incontables estalactitas y estalagmitas, como si fuese una boca abierta con dientes asomando en una desigual sonrisa. El sonido de los gritos de aquel pobre infeliz, tan parecidos a lo de su compañero, me han hecho recordar esta mañana, mi cautiverio en esa celda y me han sugerido lo inconcebible: la del hombre aterrado, suplicando por su vida, ante las dos hileras de zigzagueantes líneas ante él; la escena que evocaba la apertura de esa cueva.
     »Y mientras el pobre Amiqran se debatía por soltarse, a unos quince metros de él se concentraban las oscuras figuras de las gentes del valle; hombres, mujeres y niños por igual, poniéndose de rodillas para luego elevarse en una profunda y monótona ovación, tras la cual repetían la secuencia, con un círculo de hombres en su periferia iluminándolos con antorchas.
     »Tras comprobar con mi reloj  que el rito ha durado casi veinticinco minutos, tras los cuales los adoradores han quedado postrados y mi pobre guía ha gritado con todas sus fuerzas; ahora sí supe por qué.
     »Una forma larga y pálida ha empezado a asomar lentamente por la apertura, cada vez más y más, en dirección a la indefensa ofrenda. Con una longitud de al menos quince metros y el doble de diámetro de un hombre adulto, su forma de moverse, lenta y erguida, me ha sugerido un animal, una especie de gusano o una serpiente, pero a medida que salía he visto que no tiene cabeza ni ojos, por lo que su aspecto ha acabado recordándome más a un tentáculo. Tentáculo que, despertado de su letargo en lo profundo de la cueva por aquellos rezos, ha avanzado con débiles espasmos, buscando a tientas a su víctima para, una vez localizada, envolverse en tono a ella y arrastrarla de vuelta al interior como si nada. El último y desesperado grito de Amiqran se ha interrumpido desde lo más hondo de la cueva a la que el engendro lo llevaba, dejando tras de sí un fino rastro brillante como el de un caracol. 
     »Ha pasado casi media hora desde entonces. El grueso de esos diablos sigue ante esa cosa a la que ofrecen sacrificios, como queriendo comprobar si la ofrenda ha sido del gusto del monstruo. Pero unos cuantos han vuelto a la mansión. Les oigo cuchichear desde los pisos de debajo, e incluso uno de ellos parece haberse asomado a husmear por mi puerta. No sé cuánto tiempo estarán así, antes de que llegue mi turno. Por el momento, me ha dado tiempo a concluir mi diario.
     »Ocultaré esta libreta en esta sala, con la esperanza de que, si algún ejército civilizado tuviese a bien llegar hasta aquí, pueda encontrarla, dando fe de los horrores que he presenciado y las atrocidades que estos paganos realizan, pidiendo humildemente que sean erradicados, sin piedad, de la tierra, para siempre.
     »Teniente Manuel Isidro Pérez, del segundo batallón del cuadragésimo segundo Regimiento de Infantería”

     Aquella parecía ser la conclusión del relato, que adquiría tintes por encima de la mera percepción racional del profesor Soriano. O, mejor dicho, debería haber sido la conclusión, ya que el diario no acababa; había una nueva entrada en la hoja siguiente y páginas posteriores garabateadas por completo con la desesperada letra de su autor. Pasó al día siguiente, en el que tuvo que invertir casi una hora para descifrar la demencial caligrafía que el teniente Isidro había empleado en aquel apartado.

Domingo 25 de marzo, 1919
     »No puedo creerme que haya conseguido sobrevivir al horrible destino que aquellos salvajes me reservaban. Por desgracia, creo que he provocado un final aún peor.
     »Mientras la espera de mi muerte seguía, me he percatado de un sutil sonido que me ha acompañado desde mi llegada a estas montañas malditas. Mi reloj en mi muñeca, cuyo incesante tic—tac, como marcando la cercanía de mi sacrificio, ha ido cobrando poco a poco intensidad en mis oídos hasta volverse insoportable. Por ello, harto ya de su insufrible sonido, he acabado estampándolo contra la pared junto a la ventana para ver si se callaba. Lo he conseguido. El mecanismo que mueve las manecillas se ha roto y la esfera de cristal ha saltado en una decena de diminutos pedazos. Lo que me ha dado una idea insensata, como todas las surgidas como último recurso. He visto todos los pequeños fragmentos en el suelo, desparramados sin orden y sin forma, la mayoría del tamaño y consistencia de copos de nieve, un par de ellos más largos y anchos, lo bastante para conservar algo de filo. Sin tardar, por si se me iban las ganas de intentarlo o mis carceleros volvían, he cogido dos de esos cuchillos minúsculos, escondiéndolos en el hueco entre mis dedos, notando cómo se hundían contra mi piel al apretarlos para asegurarme que no los perdería. Unos minutos después, la puerta se ha abierto y esos dos bastardos sonrientes cubiertos con pellejos han vuelto a entrar. Con lo que creo ha sido falsa cortesía, me han cogido delicadamente y me han rodeado las muñecas con una segunda cuerda más larga, sin duda para llevarme con ellos a rastras como un animal. Yo he hecho mi papel sin resistirme.
     »No tardé mucho en acabar como mis pobres compañeros; tirado sobre una especie de depresión de roca, justo en el límite entre la tierra y las rocas de la montaña maldita; atado de brazos y piernas como una res, incapaz de moverme, mientras aquellos fanáticos entonaban sus cantos para llamar a la criatura de la cueva. Esta situación me permitió mirarla mejor.
     »A la luz de las antorchas, su color parecía más oscuro que el marrón pálido predomínate en la región, además de que su estructura no era igual. Docenas de pequeñas protrusiones, tan grandes como una oveja, asoman puntiagudas desde sus laterales, achatándose hacia los lados mientras la estructura parecía alargarse en su centro hacia arriba, como si fuese una cresta. Pensándolo bien, recordaba a la espina dorsal de los antiguos reptiles, los monstruosos dinosaurios de tiempos pasados y bestias aún más primitivas. No es de extrañar, pues, que estas gentes escogieran al lagarto para representar al monstruo de su interior, ansioso de carne humana, esperándole fuera.
    »Esa cueva, aún más contra natura, era tan larga como si fuese a dar la vuelta a la montaña y tan estrecha que sería imposible pasar por ella menos a rastras, lo que puede explicar el modo en que me han atado. He podido apreciar, sin embargo, que por detrás de las hileras de picos de roca como dientes de dentro, pese a la naturaleza desértica de todo el lugar, la humedad parece condensarse ahí dentro, pues apreciaba cómo gotas espesas de agua condensada hacían brillar su ondulado y protuberante interior, a la vez que las oigo fluir, acompañadas curiosamente por ráfagas de aire que parecen salir de su interior, de lo más profundo de la tierra; un aire denso y rancio salpicado de olor a podrido que conseguía cortar mi respiración cada vez que lo olía. Un recordatorio de lo que me esperaba si aquella cosa larga y ciega salía arrastrándose de su morada.
     »Sin perder más tiempo, me puse en marcha. Gritando y sacudiéndome como  había visto hacer a los dos bereberes; como debieron hacer todos los sacrificios previos desde siempre en un inútil intento por escapar; no por haber cedido al pánico que sentía ni mucho menos para dar a esos desgraciados la sensación de que su maldito ritual iba según lo trazado, sino para distraerles y que no se fijasen en lo que hacía. Con las débiles sacudidas de mi cuerpo, poco a poco, conseguí alargar, como las uñas de un gato, los pequeños pero afilados fragmentos de mi reloj entre mis dedos, inclinándolos cuanto pude hacia abajo para llegar a aquella maldita cuerda. Noté cómo se hincaban en el nudo, basto pero penetrable, y despacio, muy despacio, empecé a mover mis manos, adelante y atrás, intentando serrarlo antes de que fuera tarde, sacudiéndome sin parar para que no se diesen cuenta. No sabía entonces si estaba cortando la cuerda, pero lo que era seguro es que me estaba cortando yo. Noté el dolor al abrirse pequeños cortes en mi mano, separando, sin darme cuenta, los dedos, lo bastante para que uno de los dos trozos cayera. Apretando los dientes en una fingida expresión de frustración, cuando lo que intentaba era contener el dolor, continué la labor poniendo toda mi fuerza en la esquirla restante. Corté y corté, moviéndolo hacia abajo hasta sentir el dolor en mi muñeca. Y entonces, sujetándolo cuanto pude por si aún me hiciese falta, estiré con fuerza los brazos, notando cómo se deshacía el nudo, todavía alrededor de mis muñecas pero colgado de ellas. Dirigí una fugaz mirada a la tribu de los “lagartos” que, aún arrodillados, se habían quedado en completo silencio, asombrados. Habían visto lo que había hecho. Sin perder tiempo, me deshice del lazo y me dispuse a liberar también las piernas cuando, en mi forcejeo con la cuerda, giré en sentido contrario, quedando por unos momentos paralizado por el miedo.
     »Allí estaba, esa cosa larga, gruesa y blanca, con un bulto en su punta elevado como la cabeza de una serpiente, dirigiéndose hacia su presa habitual. He podido apreciar un par de nuevos detalles sobre sus características: en primer lugar, a la ausencia de cabeza y de sus partes propiamente dichas, habría que añadir la ausencia total de pelaje, escamas o cualquier tipo de piel animal convencional; además de que pude apreciar que brillaba a la danzante luz de las teas por estar recubierto por algún tipo de mucosidad translúcida. Como si fuese un gusano pálido, ciego y sin piel, sin más fin que comer.
     »A la parálisis inicial que me produjo, la visión del engendro, su movimiento y cercanía, cada vez mayor, me hizo reaccionar. Girando a mi derecha, rodé por el suelo aún con los brazos en las piernas, consiguiendo terminar de desenredar la cuerda de mis talones, justo a tiempo para ver aquella cosa horrible metamorfosearse.  De repente, el bulto a modo de cabeza calva por delante del de serpiente se ha partido en dos por sí mismo, dando lugar a dos apéndices independientes que se han extendido, en forma de uve como cintas, tanteando con movimientos espasmódicos y conscientes la piedra sobre la que he estaba segundos antes; antes de empezar a arrastrarse lentamente hacia mí.
     »Entonces me levanté por completo e intenté correr, sabiendo que sólo tenía delante la infranqueable barrera de adeptos del monstruo. Un par de altos y esbeltos guerreros portadores de antorchas ya se habían —de hecho— adelantado al frente de su gente y corrían hacia mí, dispuestos a detenerme y dejarme al alcance de aquel tentáculo. El primero cargó inclinando un poco su cuerpo para darme con el hombro, pretendiendo hacerme retroceder hasta quedar al alcance de las cintas que tanteaban el suelo. Yo, viéndolo venir, supe hacerme a un lado y golpearle con mi codo con toda la fuerza que he podido para impedir que se recobre. El segundo se ha detenido entonces frente a mí, soltando su antorcha y alargando los brazos como si fuese a envolverme con ellos en un abrazo. O tal vez lo habría hecho si, de improviso, un agudo chillido no hubiese preñado el aire, atrayendo su atención, la mía y la de todos los presentes; hombres, mujeres y niños.
     »El primer guerrero había sido alcanzado por el tentáculo. Sus dos extremos se habían enrollado en torno a su pecho como una tenaza para luego atraerlo al cuerpo principal, que lo ha rodeado como a un fardo, sustituyendo su grito por el chasquido de los huesos al partirse. Con su antorcha en el suelo, he podido ver su caperuza de piel desprendida de su cabeza, revelando un cráneo pelado y moreno, con un rostro desencajado. Antes de morir aplastado, ha quedado inmovilizado por el miedo absoluto, instantes antes de ser arrastrado, con fuerza pero infinita parsimonia, hacia la gruta de su carnívoro asesino.
     »Mientras veía cómo se perdía al otro lado de las fauces de piedra, me percaté de que, inconscientemente, he bajado mi guardia y mostrado mi retaguardia al enemigo que, sin embargo, no ha emprendido acción alguna. Al mirarles, he comprobado con asombro que todos ellos, mayores, jóvenes y mujeres seguían aún postrados; guerreros, con antorchas en pie, estaban inmovilizados, contemplando boquiabiertos y con ojos desorbitados la muerte de su camarada. No con frustración porque el sacrificio no concluyese como pretendían, sino más bien con el temor de que algo terrible estaba a punto de ocurrir inminentemente.
     »Y en efecto, minutos después de que fuese engullido, se produjo un terremoto. La tierra empezó a temblar, desgajando el suelo y sacudiéndonos como piedras dentro de un sonajero; al principio con tanta fuerza que temí salir despedido y caer partiéndome el cuello; luego con más suavidad. Mientras intentaba, a duras penas, mantener el equilibrio de pie, todos los fieles reaccionaron postrándose en el suelo en actitud de rezo, incluidos los portadores de antorchas; situación que, coincidiendo un momento de pausa del seísmo, aproveché para correr, bordeándolos y dejándolos atrás sin problemas mayores. Pensé, en principio, en correr hacia el otro extremo del valle; una gran distancia  pero salvable, especialmente aprovechando su distracción. Sin embargo, apenas me alejé un par de metros cuando un buen número de ellos, por no decir la mayoría, se incorporaron entre gritos de terror, corriendo a la fuga de su improvisado altar como una bandada de pájaros alzando el vuelo; hacia mí para mi consternación, mientras unos pocos, entre los que creí distinguir al anciano señor, permanecían inclinados, esperando a su destino. Debo decir que no creo que su actuación respondiese a un intento de ataque o a una repentina furia colectiva por alcanzarme para castigarme por lo ocurrido, sino que más bien parecían huir presos del pánico, lejos de la fuente del desastre y, como comprobé, me darían alcance y posiblemente me arrollarían y pisotearían como una estampida de bestias. A fin de evitarlo, me vi obligado a buscar refugio a la entrada de la mansión junto a la montaña de los sacrificios, aun consciente de que el seísmo pudiese destruirlo fácilmente junto al resto de edificios del poblado. Sin embargo, tras su portal podía plantar cara y huir en caso de derrumbe por igual. Así, a escasos pasos de la entrada, esperé, notando como el temblor volvía a cobrar intensidad hasta que, de improviso, un estruendo tan fuerte como mil truenos ha sacudido el cielo y ha hecho saltar la casa y todo lo que contenía, yo incluido, sobre sus débiles cimientos; temblor del que, milagrosamente, salí indemne junto al edificio. Mientras el polvo se asentaba y mis piernas recobraban su estabilidad, sin embargo, una serie de atroces sucesos acontecieron. Ha empezado con los terribles gritos de agonía de los pocos que quedaron, rápidamente silenciados por la mano de la muerte. Seguidamente, noté un nuevo temblor, algo más débil… y la oscuridad lo ha cubierto todo, impidiéndome ver durante unos segundos tras los cuales mi visión se restauró, junto al distante grito de las cabras en sus grandes rediles, aterradas por la presencia de algo que parece asustarlas más que ningún lobo hambriento. Luego, silencio y otro leve movimiento de tierra.
     »Sin poder contenerme, corrí hasta el piso superior, recuperé el diario y me oculté tras una cama.
     »No sé cuánto tiempo he pasado así, acurrucado muerto de miedo a la espera de que la causa de aquello se fuese; que el día llegase y disipase estos males. Debo culparme por mi imprudencia. La espera se ha hecho muy larga y el silencio del exterior absoluto. He creído, tontamente, que podría salir y huir.
    »Lo que me esperaba era un paisaje apocalíptico. La montaña junto a la mansión ha desaparecido, como llevada por Dios a los cielos, dejando sólo un enorme cráter que se hunde en la tierra. De los infelices que allí había, no han quedado ni las cenizas de sus antorchas. El valle, totalmente arrasado: las cosechas de trigo que vi al llegar estaban totalmente aplastadas como simples hierbajos bajo una bota, los canales para regarlo comprimidos por lo que debió ser un peso impresionante. Y los establos han quedado reducidos a palos esparcidos por el suelo, sin rastro alguno de sus ocupantes. Yo era, al parecer, el único ser aún con vida en aquel rincón del Atlas.
     »Confiado en esa falsa idea, me dirigí al camino que asciende al poblado principal y a su salida. He subido, confiado, el engañosamente visible camino, hasta llegar al nivel del pueblo, a la vez que escuchaba un sonido atenuado en la distancia, que no he dudado en identificar como gritos humanos. Un presagio de lo que me esperaba. Y debo decirlo, ni mi formación como oficial ni mi conocimiento de la fe cristiana me han preparado para aquella visión infernal.
     »Iluminado por antorchas, algunas caídas al suelo, las casas de adobe se prolongaban hacia el acceso al valle, la mayoría de ellas con sus tejados destrozados, derruidos tristemente a sus pies. Y, al final de la calzada, bloqueando toda salida y, peor aún, alzándose sobre las montañas circundantes como si no levantasen más que un palmo de altura, el cielo estrellado era ennegrecido por completo por una masa colosal que se estiraba desde las impotentes elevaciones hacia el principio del pueblo. La débil luz de las llamas no alcanzaba a iluminarlo, pero pude apreciar en su colosal estructura que parecía cubierto de placas espinosas que le daban a su estirado y rechoncho cuerpo un contorno erizado. Parecía posado sobre cuatro descomunales extremidades, a modo de patas, tan gruesas como los fuertes en ruinas que he vi en el camino, y abriéndose a los lados, dejando debajo el cuerpo y lo que debía ser la cabeza; enorme y achatada sin rasgos aparentes, inclinada sobre una de las casas de tejado arrancado y de la que salían los gritos de angustia de sus ocupantes, especialmente de las mujeres y niños, más agudos y estridentes. El silencio ha vuelto en un segundo y he apreciado un cruel detalle: sólo quedaba una casa indemne, con su techo en su sitio. Y aquella cosa, aquella montaña viviente, tras acabar con su último plato, ha elevado su amorfa cabeza en la noche, ha inclinado un poco una de sus patas y lo que sólo puedo describir como una garra gigantesca asomando del extremo de un dedo aún más gigantesco la ha destapado como quien retira la tapa de un frasco de conservas. La proa del imposible gigante ha vuelto a bajar y los gritos de sus víctimas han dado fe de su sustento. Después, de nuevo, el silencio. Ya no quedaban miembros de la hereje tribu del pueblo maldito que aquello pudiese engullir.
     »Hasta que, con un tenue sonido parecido a una brisa soplando, la descomunal cabeza se ha erguido y su morro plano se ha inclinado, quedando alineado conmigo. Yo, desde el extremo del barranco, me he quedado inmóvil conteniendo la respiración, igual que aquel monstruo imposible, que parecía mirar a una pulga desde su inmenso tamaño. Minimizando mis movimientos, mi respiración, mi parpadeo, incluso mi sudor, he esperado ansioso a que, al terminar de comer, se hiciese a un lado y se marchara, perdiéndose en la inmensidad de la cordillera en busca de nuevas presas. Pero no lo ha hecho; se ha quedado ahí, mirándome.
     »Conteniendo un grito, sólo he podido darme la vuelta, corriendo con todas mis fuerzas y sin mirar atrás de vuelta a la mansión, cruzando su umbral y arrojándome a la habitación más distante que he encontrado, uno de los dormitorios, lanzándome como un niño asustado detrás de la cama más alejada de la puerta.  
     »La noche, desde entonces, ha pasado despacio. Ignoro qué hora será, pero supongo que ya he entrado en el nuevo día. Me ha dado tiempo a escribir todo lo vivido esta noche de pesadilla, con los ojos doliéndome por la poca luz que la noche me ofrece, mientras espero algún vestigio de que puedo dejar el valle a salvo. Por ahora, no he notado más movimientos que indiquen que el coloso se acerca. Lo que sí que creo notar es un suave e intermitente murmullo de cierta intensidad, similar a una respiración, cuyo origen parece proceder del tejado de la casa. Sé que no debería. Pero ya lleva horas. Y aunque cansado, sigo aterrado y sin poder conciliar el sueño. La angustia e incertidumbre de esperar me van a volver loco. Por ello, en caso de que mis temores se confirmen y no pueda contarlo, espero que este texto quede como último testimonio de lo aquí acontecido.

     Al pie de la página, un último grupo de anotaciones; éstas hechas con una letra mucho más desordenada y apretada:

     »El sol empezaba a salir, o eso me pareció por el tiempo. Y sin embargo fuera está muy oscuro, como si algo tapase el sol. Temiendo  lo peor, he subido al tercer piso siguiendo ese sonido, volviendo a la sala donde me ataron y a la ventana…
     »¡Dios! Lo que he visto en el hueco no era el exterior. Era un ojo. Un colosal círculo amarillo con una raya negra en el centro tan ancha como mi brazo que, tras fijarse en mí, se ha contraído, volviéndose más estrecha, con expresión jubilosa. Y, al tiempo que el murmullo seguía, he notado que  el aire de la sala se volvía denso e irrespirable, ensuciado por el mismo hedor que salía de la cueva; el mismo hedor que ahora entra, me parece, por la ventana. Y justo después, otro sonido. Una especie de arañazo sobre mí, en el techo; suave y lento pero continuo. Ante mis ojos, se ha agrietado y polvo y cascotes han empezado a caerme encima.
     »He vuelto al dormitorio, tras la inútil cama, esperando que no me vea eso que es capaz de derribar una casa. El sonido no para; el arañar sobre el adobe que deshace poco a poco la casa. Oigo cómo cae bajo su avance. Veo caer volutas de polvo sobre mí.
     »Cada vez está más cerca. Se acerca.

     Así concluyó el testimonio del teniente Manuel Isidro Pérez, dejando a su lector desconcertado, sin más compañía en la oscura casa que las luces encendidas, la taza de café totalmente vacía y sus propios y voraces ojos enrojecidos por el esfuerzo.

     —Y esta es la historia —concluyó el profesor Soriano—. No me atrevo a hablar con nadie de esto o me podrían comer crudo. Es todo tan…
     —Increíble. Sí, es verdad. Cuesta mucho de creer. Y, sin embargo…
     En aquel angosto despacho, pequeño y cerrado a cal y canto, donde el calor era perpetuo y llenaba la vista de infinitas pilas de trabajos de varias páginas por corregir, tan altos como él mismo, carpetas de cartón para guardar tesis y expedientes y ficheros largo tiempo saturados, el aspirante a aventurero, hacinado en su asiento, compartía las conclusiones de su viaje con su colega y amigo Rodrigo López, especialista en religiones antiguas, quien le observaba con atención desde el otro lado de su basto escritorio, enclaustrado contra la estantería repleta de libros tras él.
     —Por supuesto, no creo que todo lo que dice el texto sea falso; lo sé, yo estuve allí —matizó Gonzalo, mirando con cierto desaire el librito negro—. Pero la idea de que un monstruo gigante se comiese a todo el pueblo…
     —¿Sabes? —señaló Rodrigo, interrumpiéndole—. No niego que esa conclusión resulte increíble. Y sin embargo… creo que puedo apreciar el… contexto real que la engloba.
     Su amigo le miró como creyendo haber oído la blasfemia definitiva.
     —¿Qué…?
     Antes de que pudiese terminar de decir nada, Rodrigo se había vuelto, echando un ojo hacia su biblioteca, de la que extrajo un par de tomos muy gruesos.
     —Dime, Gonzalo. ¿Qué sabes en realidad sobre los sacrificios humanos?
     Soriano suspiró con frustración. Le acababa de preguntar sobre un tema en el que nunca había profundizado intelectualmente.
     —Pues te diré que, tanto en la historia como en el folclore popular, se pueden encontrar dos tipos distintos —le ahorró el mal trago de su propia ignorancia, dejando ambos libros sobre la mesa—. Uno serían los ritos religiosos propiamente dichos, realizados para que los dioses hiciesen llover, diesen fuerza a los guerreros, fertilidad a la tierra y a las mujeres o para ahuyentar los males, ya fuese desterrando demonios o acojonando a los soldados enemigos. Y en este campo estarían incluidos todos los conocidos. Los sacrificios precolombinos, los hombres de mimbre celtas, los infanticidios de Cartago y ciertas prácticas de brujería de las tribus de África y Asia.
     —¿Y el segundo tipo? —se interesó Gonzalo, preguntándose dónde quería ir a parar.
     Rodrigo sonrió, abriendo uno de los libros y pasándoselo. En él pudo ver, casi a página completa, una fotografía de un bello cuadro cuya inscripción rezaba que era obra de Van Loo, en el que un guerrero volador se arrojaba, escudo y espada por delante, para proteger a una doncella desnuda sobre una roca frente al mar de una gigantesca bestia que asomaba su hambrienta cabeza por encima de las olas. Seguidamente, antes de ponerse a buscar algo en uno de sus cajones, Rodrigo le pasó el segundo libro, con una segunda foto de un segundo cuadro, éste realizado por Paolo Uccello, en el que un caballero con armadura, montando un blanco corcel, empalaba con su lanza la cabeza de un atroz dragón que se dirigía hacia una joven elegantemente vestida. Tras unos segundos de contemplar la escena, Rodrigo retiró el libro y le pasó lo que había buscado; una pequeña fotografía en blanco y negro que sorprendió sobremanera a Gonzalo: un gigantesco simio se alzaba imponente ante una mujer rubia atada  a un improvisado altar.
     —¿Reconoces las escenas? —quiso saber Rodrigo.
     Gonzalo asintió. Aun sin ser un experto en arte ni mitología, sabía suficiente para reconocerlos.
     —Claro. Perseo rescatando a Andrómeda del monstruo marino. San Jorge matando al dragón. Y King Kong…
     —La versión de 1933 —matizó Rodrigo.
     Gonzalo sonrió.
     —¿Y esto? ¿Qué tiene que ver con lo otro?
     Rodrigo entrecruzó sus manos.
     —Esto, amigo, es el otro tipo de sacrificio humano — indicó—. Prácticamente, todas las culturas, en todos los lugares, tienen alguna historia de esta índole: un monstruo feroz y enorme que arrasa con todos y todo a menos que se le ofrezcan sacrificios para aplacarle. Y luego, a modo de final feliz, le toca el turno a una guapa princesa que, en el último momento, es salvada por un valiente héroe. Una historia repetida, desde los griegos al séptimo arte, que es moderno. Y todas estas historias tienen su origen en raíces anteriores al monoteísmo.
     De repente, Gonzalo se sintió idiota. Acababa de darse cuenta de a qué se refería.
     —¿Sabes? —se dirigió a él su colega con franqueza—. Hace algún tiempo, desarrollé una curiosa teoría al respecto sobre el origen de los sacrificios humanos, que se remontaría a la prehistoria, antes de las primeras civilizaciones con lengua escrita. Creo que es posible que, en algún momento de la historia, los primeros asentamientos humanos estuviesen amenazados por una serie de especies de depredadores ancestrales. Grandes felinos y cánidos, cocodrilos de grandes dimensiones, quizás incluso algún vestigio superviviente de la era de los dinosaurios o hasta más antiguo todavía. Serían animales tan grandes, feroces y fuertes que estos hombres primitivos no podrían combatirlos ni alejarlos por sí mismos, por lo que la única forma de conseguir que la comunidad al completo estuviese a salvo, era ofrecerles periódicamente una presa, ya fuese en forma de carne que pudiesen comer, un animal vivo para que lo mataran o, en casos extremos… un miembro de la comunidad. Posteriormente, con el estancamiento de estas técnicas y el progreso de la humanidad, esos animales se fueron haciendo cada vez más escasos, más viejos y más acomodados, mientras que los humanos tenían mejores armas y conocimientos, permitiéndoles al fin expulsarlos de sus hogares e incluso matarlos, llevándolos hasta la extinción. Luego fueron incorporados a la historia de estos pueblos como monstruos y bestias míticas y la práctica del sacrificio se transfirió a dioses insustanciales, puede que como un intento para alejar el fantasma de esos monstruos o como simple ceremonia para rememorar la victoria.
     —De modo que, según eso, ese dios lagarto del Atlas…
     —Puede que fuese uno de los últimos de esos seres míticos, más antiguo que el hombre y, desde luego, el último de su género. Ese pueblo, aislado y asustado, nunca evolucionó, nunca tuvo poder para plantarle cara, así que se sometieron por completo a él. Le alimentaban.
     »Me ha llamado la atención una cosa de esa historia; que el monstruo arrasó el poblado en cuanto se comió a uno de ellos. Es posible que ese ser asociase el sabor de determinada sangre, el olor de un determinado grupo humano próximo entre sí, con lo que comía. Por eso sacrificaban a forasteros, y siempre en pequeñas cantidades. Sabía que eran comida, pero no percibía más en las inmediaciones y se mantenía en letargo. Lo que ocurrió fue que, si era tan grande como todos creían, una vez probó la carne de uno de ellos, cobró consciencia de que estaba rodeado de comida y se limitó a engullirla. Y, cuando ese pobre desgraciado cometió el horror de cruzarse en su camino… simplemente cambió de presa.
     —Entonces… crees que algo de eso pudo ser…
     Rodrigo negó con la cabeza.
     —Yo no creo nada. Es más, como tú mismo has dicho, creo que será mejor que esta historia no salga de aquí.
     —Y esa criatura… ¿Qué crees que pasó con ella?
     Rodrigo suspiró.

     —Quién sabe. Quizás busco otra madriguera y volvió a una hibernación sin fin, o de siglos. Quizás no pudo encontrar más presas y murió de hambre, y su esqueleto esté ahora tostándose al sol en algún valle recóndito. Quizá sigue vagando por las montañas del Atlas, devorando a gente solitaria, sin llamar la atención. En cualquier caso, la preocupación sería otra. Si una criatura como esa no sólo pasó tanto tiempo desapercibida, sino que logró llegar a nuestros días… ¿Podría haber más monstruos de leyenda como él, en otros rincones perdidos del mundo?

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