viernes, 10 de julio de 2015

SENSACIONES ANCESTRALES

     Era de noche desde hacía un tiempo; una noche joven, especialmente siendo sábado. Todavía no eran ni las once menos cuarto… y, para su pesar, Darío Escavías Rendón ya podía darla por acabada parte.
     Era verano. Se notaba. Incluso con la noche cerrada, el calor era asfixiante; hasta incluso un espacio abierto como la plaza Zocodover, rodeado de sus centenarios edificios de cuatro plantas, entre los que despuntaba el conocido Arco de Sangre, con su reloj coronándolo todo como un ojo gigantesco que miraba a los transeuntes entre las terrazas y a él mismo. Con casi todos sus amigos y conocidos desperdigados por la península y el mundo, u ocupados en distintos trabajos nocturnos en locales no muy distintos a los que tenía en mente visitar, se había quedado solo a la espera de que la noche avanzara, de que se hiciera tarde, de que empezase el ambiente que le gustaba …
     No había pasado una hora desde que dejó su casa en la parte norte de aquella ciudad dividida, con la moderna ciudad arriba y su casco histórico abajo; con lo nuevo y lo ancestral separados entre sí por pocos callejones angostos, para dirigirse a la que, paradójicamente, era la parte con más vida nocturna. Era, sin embargo, todavía, demasiado pronto. Las discotecas aún no estaban llenas, los bares de copas no estaban los bastante animados. La gente no había empezado a salir a la calle, más allá de las parejas y familias que tomaban cafés o refrescos en las mesas al aire libre en las que él mismo había hecho un alto para beber un poco y refrescarse. Era una de las cosas que más temía Darío Escavías: aburrirse.
     Era la gran pega de un lugar con tanta tradición: a la larga, se queda obsoleto. Ofrece pocas oportunidades para aquellos que buscan evasión, más allá de la simple estimulación sensorial, del placer poco escrupuloso. Especialmente si, como Darío, con el paso de los años, se volvían cada vez más exigentes. Las discotecas, una vez se ha dejado atrás la prohibitiva minoría de edad, dejaban de ser emocionantes muy deprisa, pasando de la promesa de un paraíso de éxtasis a salas atestadas y ruidosas en las que la abundante compañía y el trasiego de bebidas y sustancias, lejos de favorecer el contacto, lo dificultaba. Beber hasta caer rendido, ya fuera en un bar o en la calle (práctica que inició con diecisiete años y que recordaba como volar sobre las nubes como el rey de los pájaros para luego estrellarse dolorosamente como un Ícaro que se acercó al Sol), con la cabeza dando tumbos y la luz abrasando sus retinas, ya no era una opción. El alcohol no era tan placentero; de hecho cada vez le resultaba más empalagoso. Las drogas, normalmente ofrecidas por algún amigo descarriado como un elixir, llevando las emociones más lejos de lo que la simple bebida podía lograr en miles de años (sin mediar un coma etílico), resultaron una espada de doble filo. Las visiones y sensaciones que proporcionaban eran gloriosas, casi divinas, pero demasiado pasajeras para amortizar su precio. Y las chicas, quizás el único lujo de la noche del que nunca se cansaria… Jovencitas animadas, ansiosas por exprimir al máximo su brillante pero efímera edad como velas que arden más a medida que se les acaba la cuerda. A los dieciocho años, era una experiencia triunfante, el dulce sabor de la conquista sobre cualquier traba, que acababa en una cama ajena y un recuerdo memorable, al menos hasta la siguiente conquista, que borraba cualquier apego pasado por nombres en papel, llevados muy lejos por el viento. A los diecinueve se tornó un pasatiempo que rompía la rutina los fines de semana. A los veinte seguís siendo interesante, pero había perdido la emoción; seguramente porque, aunque siempre encontrase chicas guapas, el procedimiento de hablar con ellas, beber un par de copas, salir a bailar y luego llevárselas a la cama, se convertía en rutina, y ésta, en aburrimiento. Ahora, a los veintiuno, era poco menos que un juego que se retoma cuando no se tiene otra cosa… Un par de veces había pensado en estabilizar su situación. Centrarse por completo en su carrera, buscarse novia estable, un trabajo. Una experiencia nueva, sin duda, posiblemente tan desconocida y aterradora como tirarse cuesta abajo en una bicicleta sin frenos. Pero no le convencía por completo. El precio de esa vida eran la responsabilidad y el deber. ¿Y se consideraba preparado y con suficientes ganas?
     No. Lo único que ahora quería Darío era disfrutar; tener experiencias nuevas, emocionantes, placenteras, del tipo que fuera. Algún día, quizás en unos años, saldría a viajar, a conocer el mundo; los misterios y gozos de los cinco continentes. Pero, por ahora, sólo podía intentar explotar al máximo el surtido más terrenal que ofrecía Toledo.
     Darío encendió un cigarro y le dio un par de caladas. Ya pasaban de las once. Buen momento para ponerse en marcha. Mientras exhalaba el humo, sus pies, casi independientes del resto de su consciencia, se pusieron en marcha, alejándose del centro del Arco de Sangre y de la mirada de su reloj, hacia la izquierda. Al callejón que conectaba aquella plaza, antiguo y nuevo corazón de la ciudad, remontando la moderna calzada de ladrillos grises de la calle de la Sillería, llena de comercios y tiendas; eso sí, con las persianas bajadas y las luces apagadas, como correspondía a ese día y esa hora. No era, sin embargo, aquella calle la que más el atraía, sino las múltiples ramificaciones por la que el río gris se desangraba; callejones pequeños y apartados, algunos sin salida y muchos desembocando en bares y pubs; lo que ahora buscaba, más animados revividos que una hora antes pero, desde luego, menos de lo que estarían una hora después.
     Tras su ascenso inicial, Darío se decidió por el primer callejón a su izquierda. Entonces lo sintió, tan fuerte que abrió involuntariamente los labios y dejó caer el cigarro. No sabía que fue; no, desde luego, el resto de transeuntes; alguna familia que volvía a casa por las calles del casco antiguo o algún joven buscando juerga como él. Tal vez fuese el aire, aunque entre aquellos callejones no corría la más mínima brisa y, como pudo comprobar, no parecía afectar al resto de ocasionales peatones que subían o bajaban.
     Sintió primero un cosquilleo llenar todo su cuerpo, paralizándole durante unos segundos, en que la sensación empezó a cambiar. Sin saber por qué, Dario empezó a sentir cómo la energía invisible le satisfacía. Se sentía poderoso. Pleno. Glorioso. Algo muy similar a lo que quería, a lo que buscaba.
     Sin embargo, sólo duró durante unos segundos, dejándolo frustrado. Entonces lo notó allí, flotando ante él, formando un rastro invisible hasta su fuente. Comprobó que, según se movía en derredor suyo, la sensación le estremecía como el paso de enjambres de hormigas. Motivado por la curiosidad, Darío volvió a la Sillería, sintiendo que el origen de aquel rastro divino estaba allí. De modo discreto pero ansioso, volvió a subir, deseoso de probar lo que la señal invisible prometía, esquivando a turistas y paseantes hasta que el camino se bifurcó. Cerrando los ojos y respirando con calma, confiando en su recién adquirido sexto sentido, orientó su cabeza primero a la derecha y luego a la izquierda. Así era. Sin pensarlo mucho siguió por la izquierda, hacia el angosto sendero acertadamente llamado calle Alfileritos.
     Alfileritos. Pensándolo bien, Darío se percató de lo apropiado del nombre. Difícilmente podría un callejón ser más estrecho. Allí dificilmente cabría un alfiler por muy “alfilerito” que fuera. La estrecha calzada de adoquines grises, tan distinta a la dejada en la calle anterior, encajonada entre aquellas viejas casas de ladrillo y mampostería con gruesas verjas de hierro en sus ventanas, sin otra vida que un residente solitario o algún coche usándola inadecuadamente como atajo, era una prueba del contraste de aquella ciudad vieja: dos calles juntas; una adaptada al, la otra ajena a él. Con todo, Darío debía agradecer que tuviese poco tránsito. No era del todo infrecuente que algún imbécil optara por aparcar allí, sin aceras y un solo sentido de ida o vuelta, poniendo el transito enormemente dificil a los demás. Por suerte no era el caso,  sin nadie que se extrañase viendo a un lobo hambriento olisquear la dulce presa, siguió cuesta arriba entre la luz que arrojaban las farolas de hierro desde las paredes.
     Así siguió hasta una nueva bifurcación y, para su sorpresa, comprobó que el origen del canto de sirena físico estaba justo en el centro: un enorme edificio medieval de apariencia caótica. Delante suyo, una torre circular de mampostería con un escudo labrado a media altura, haciendo fácil imaginar que era un simple brazo de un cuerpo mucho mayor;  rectangular y plagado de torres, el resto de ellas cuadradas, que lo dotaban de un solemne aspecto religioso. Darío lo reconoció, era la sede del Círculo de Arte y el Colegio Oficial Universitario. Un lugar alegre y docto…que como casi todo en el casco antiguo, tenía historia; una historia que muchos desearían olvidar. Pues Darío no estaba seguro, pero oyó decir una vez que fue sede del tribunal inquisitorial.
     El tribunal contra los delitos de fe. Pensándolo bien, tenía su gracia: en aquellos tiempos modernos a Toledo la llamaban la ciudad de las tres culturas, por haber sido lugar de convivencia de cristianos, musulmanes y judíos. ¿Y qué quedó de esa convivencia? Nada, en cuanto llegaron ellos. Sólo se podía dar las gracias por no haber conocido la Edad Media; en los oscuros siglos XV y XVI cuando aquellos demonios tras la cruz tuvieron su apogeo. Las premisas de su doctrina eran simples: adorar a Jesucristo como señor y salvador sin discusión ni discrepancia posible. A aquellas otras dos culturas sólo les deparaba la expulsión y el destierro o renegar de su fe, convirtiéndose a veces a la fuerza. Y, si aún así, seguían adorando a Alá o a Javé… las historias de tortura habían trascendido la simple realidad, convirtiéndose en leyendas. Y la plaza que había dejado atrás, repleta de locales hosteleros en los que lugareños y turistas se relajaban y reían, había sido testigo de la culminación del horror, aquellos atroces “autos de fe´”, en los que el reo era atado a un poste y quemado vivo con madera verde de quemar lento para alargar al máximo su agonía. Una forma de preparara sus almas para la condenación del infierno; y a la población, prevenida en caso de que estuviesen tentados de desviarse lo más mínimo de la ortodoxia católica.
     Largo tiempo hacía, sin embargo, que aquellos monjes perversos habían sido desterrados de la historia, dejando de recuerdo los conventos y edificios nobles en cuyos oscuros y enterrados sótanos practicaban sus atrocidades. Uno de los cuales, seguramente, era el centro cultural que veía., guiado por…
     Dejándose llevar, Darío empezó a recorrer con sus manos la superficie pétrea del edificio, buscando algún orificio entre sus centenarias piedras, guiándose por aquella sensación. Pasó brusca e inesperadamente; el hormigueo cobró una intensidad brusca, convirtiéndose en una descarga eléctrica que le sacudió de la cabeza a los pies, dejándole clavado al suelo mientras su mente, sumida en un infinito blanco, ardía, más allá de la razón, trasladándole muy lejos…
     Cuando por fin recobró la consciencia, Darío estaba en otra parte, muy distinta. Había pasado, inexplicablemente, a estar en un interior. Y de la noche, al día, como comprobó por el resplandor que se colaba desde estrechos ventanales enrejados en las paredes de piedra, que iluminar aquella especie de sótano, como dedujo por las escaleras que bajaban desde un extremo. Ya no había duda; estaba en la parte más honda de algún edificio del arco antiguo; posiblemente una iglesia o algo por el estilo. ¿Como llegó? Debió perder el sentido y ser llevado allí por algún religioso hasta que se recuperara. O quizás algún delincuente, aprovechando su fijación, le había dejado inconsciente de un golpe en la cabeza y le había secuestrado, trasladándole a aquel escondite, en el que había pasado inconsciente…
     Darío intentó moverse, pero no fue capaz. Estaba paralizado. No, no podía ser. De algún modo no tenía cuerpo. Estaba presente…como una mera conciencia, sólo capaz de moverse a su alrededor. Incapaz de comprender nada, el joven giró la cabeza a la derecha…
     A su espalda varios artefactos de madera de aspecto tosco y antiguo, se levantaban como maquinaria de un gimnasio primitivo; vigilados por monjes, como vio por sus tonsuras y largas sotanas blancas. Le dictaban algo a uno de ellos, aparentemente su superior, que tomaba notas en un gran libro en una esquina, y a los encargados de regir los artefactos, hombres completamente cubiertos de negro, incluido un capirote que les tapaba la cabeza por completo. A la izquierda, dos de aquellos hombres sostenían a una mujer joven, morena, de piel bronceada y bastante atractiva. A una señal de uno de los monjes, aquellos carceleros le arrancaron la ropa con violencia, dejándola con el torso desnudo, para asombro de Darío. Seguidamente, le dieron la vuelta y la inmovilizaron, atándole las manos a una especie de banco de madera. Uno de los encapuchados le pasó algo al otro, una especie de vara de madera gruesa. Éste, asiéndola con firmeza, se situó tras la chica y, con todas sus fuerzas, la descargó violentamente contra su espalda. El efecto del golpe produjo un verdadero concierto; la carne al restallar, una costilla al partirse y la chica chillando. Y a aquel golpe siguió otro y otro, que dibujaban sobre su piel caramelizada oscuras marcas y largas brechas, que salpicaban con sangre al golpeador y el suelo a su alrededor. Y mientras, el monje que supervisaba el proceso, se mantenía inmaculado tras ellos; la interrogaba, incitándola a confesar “haber realizado actos de fe morisca”. Y mientras la mujer, presa del pánico y el dolor, chillaba y se resistía, intentando escapar, su tormento seguía; la golpeaban con más fuerza, cada vez más y más. Al final, las fuerzas fallaron a la chica y se desplomó, aún sujeta por sus muñecas.
     Aquel silencio repentino le demostró a Darío que no estaba sola…en el dolor. Junto a ellos, otro monje, de espaldas a Darío, presenciaba, curioso, a uno de los oscuros encapuchados, éste un hombre enorme y fuerte, tirar de una cuerda, con la que hacía girar una polea que levantaba a una figura gimiente. Éste era un anciano de unos setenta años, de piel apergaminada, brazos esbeltos y una amplia barba blanca bajo su enorme nariz. Mientras el monje le tildaba de “falso converso”, el verdugo tiraba de la cuerda, que Darío vio atada a las manos a la espalda del indefenso anciano que, lógicamente, subía como un saco de cemento. Y, como también era lógico, se quejaba por el sistema le hacía daño. Emitiendo gemidos, demasiado dolorido para articular palabras, subía y subía, ante la tozuda insistencia del monje de blanco y la cruel indiferencia del torturador de negro. Cuando llegó a lo que debían ser algo más de tres metros, el monje hizo una señal al encapuchado. Soltó la cuerda, dejando caer a aquel hombre al suelo con un agónico grito de horror. Darío también sintió la tentación de gritar, de taparse los ojos con sus inexistentes manos ojos, pero no pudo… tuvo que ver aquel pálido cuerpo estrellarse con un sonoro chasquido que cortó su voz en seco. Al parecer, el impacto lo había matado, matado o dejado inconsciente; no sabría precisarlo. El anciano, de cara al suelo, yacía inmóvil y en silencio con una enorme brecha en la frente desde la que caía abundante sangre, que formaba un pequeño charco en el suelo.
      Y cuando el incrédulo joven pensó que ya no podría ver nada más, ni peor, oyó los gemidos de la nueva vuelta de tuerca a su espanto. A la derecha del viejo defenestrado, una figura pequeña y esbelta, de pelo negro y cuerpo consumido sobre un improvisado lecho de madera y metal, rodeado por cuatro cuerdas que rodeaban sus extremidades. El infame y archiconocido potro. Pero no era lo peor. Lo peor era que su ocupante era un muchacho, un chico que no debía tener ni catorce años…despatarrado, mientras otro de aquellos desalmados perros humanos, a las órdenes de su mano, hacia girar una manivela, que tensaba las cuerdas de sus brazos y piernas, haciéndole chillar como un roedor. Cada vez más y más tal, como pasó con su equivalente de más edad. Aquel infeliz debía padecer tanto dolor que le había paralizado hasta la lengua, incapaz de hablar, de confesar, aunque ello supusiese la hoguera. Y lo que era peor, sus torturadores no parecían dispuestos a ceder. El confiado monje ordenaba al obediente capirote. Darío incapaz de reaccionar, vio y oyó como la piel se estiraba , el cartílago chasqueaba, la carne se desgarraba y los huesos se rompían. Hasta él, sin ser una lumbrera, comprendía el terrible error de aquellos hombres. Aquel instrumento diabólico había sido diseñado para hacer sufrir a hombres; no estaba preparado para un cuerpo tan pequeño. Ni frágil. La tensión subió, la lengua quedó petrificada en un grito sin fín, y con un crujido, los miembros se separaron del torso, dejando una estela de piel y carne desgarrada, huesos tronchados y sangre. Los autores, por su parte, parecieron sorprenderse ante el inesperado resultado.
     A Darío le faltaba el aire. Sintió ganas de vomitar. No sabía cómo, pero debía haber viajado en el tiempo, hasta el tiempo de la Inquisición y atravesado los muros del edificio que tocaba momentos antes. Cómoy por qué, no lo sabía; como tampoco sabía qué hacer, aparte de presenciar las monstruosas torturas, los cuerpos mutilados, los gritos de dolor, la sangre…
     La sangre. Las pequeñas gotas que cayeron de los cortes en la piel de la muchacha, la sangría del destrozado craneo del anciano, la carnicería del muchacho en el potro. El oscuro fluído, como rubíes licuados, empezó a moverse, por asombroso que fuera, pues acababa de comprobar que el suelo de la sala era prácticamente plano; movido hasta el centro, donde empezó a confluir y desaparecer. Para asombro de Darío, la sangre se filtraba a través del suelo impermeable. No tardó en entenderlo. Había una losa que despuntaba entre las demás; una piedra cuadrada, algo más grande y más clara… Debía estar hueca debajo, como una trampilla. Aquella pesadilla pasada debía ser una señal para denunciar su existencia.
     Tan repentino como se fue, volvió. Respirando con agitación y sudando copiosamente, Darío reapareció ante el edificio, de nuevo en su cuerpo, de nuevo de noche. Debía haber vivido algún tipo de lo que llamaban “proyección astral”. Su espíritu había abandonado su cuerpo y atravesado las barreras del tiempo y el espacio para realizar la revelación. Allí dentro había algo. El origen de aquella sensación que, si tan placentera como ahora, ni podía esperar a probar en su plenitud. Aunque por otro lado, se enfrentaba a un serio problema. No tenía modo de alcanzar aquel sótano y, mucho menos, entrar en el edifico.
     Se dio cuenta entonces de que aquel misterioso reguero espiritual no se había desvanecido. Dejando que su extasiante influencia le moviese, Darío bordeó la construcción, con sus manos palpando la fría piedra en aquella tórrida noche… hasta dar con una de las ventanas; pequeño respiradero mejor dicho, que conectaban con el exterior. Parecía ser el origen de aquello. O mejor dicho, un par de piedras sobre el viejo y polvoriento enrejado.
     Darío alargó sus manos y notó que cedían al empuje. Con un pequeño desprendimiento y un leve repiqueteo, la vieja reja se hundió, casi arrastrándole de cabeza con ella. Primer problema resuelto.
     Tras retroceder, adquiriendo una pose más adecuada para moverse, Darío pasó los pies por el ventanuco y se dejó caer, aterrizando de pie, aunque no sin dolor. Aquello estaba más alto de lo que pensaba, y le planteaba un problema: aquel sótano reconvertido en almacén estaba lleno de muebles y demás material de conserva, muy grande o muy frágil para moverlo… y él no iba a llegar a la salida solo; por no mencionar que dudaba que el resto de puertas le dejasen pasar con tanta facilidad.
     Darío agitó la cabeza, desterrando aquellos pensamientos. Ya tendría tiempo de ver qué hacer cuando completase su búsqueda.
     La señal parecía haber parado, pero no el recuerdo. Recordaba más o menos la posición de la baldosa, en el centro de la sala, débilmente iluminada por la luz que se filtraba del exterior. Hacía ella caminó, arrodillándose. Golpeó el suelo, sólido como las piedras que lo componían, hasta dar con ella. Perfecta y disimuladamente colocada entre las demás, con un inconfundible sonido a hueco. Cómo levantarla, otro problema. De forma semiinconsciente, Darío empezó a palpar sus extremos, buscando un borde movible en el que hacer palanca. Y, sin embargo, ante la constante presión de sus dedos, ya fuera en respuesta a sus ansias o por accionar algún mecanismo de apertura secreto, el cuadrado se levantó, dejando bastante espacio para meter los dedos, lo que hizo sin demora, elevando la engañosamente ligera losa.
     Desveló un agujero también cuadrado, negro como boca de lobo. Se inclinó con cautela, preguntándose si podría ver el interior. Nada. Lo que si le llegó fue un olor repulsivo e intenso, mezcla de polvo enclaustrado durante años (siglos en aquel caso) y algo más fuerte y rancio. Recordó que allí caía la sangre de los condenados y que muy difícilmente habría sido limpiado alguna vez. Era más, lo más probable era que fuese un desagüe. Lo que tenía seguro era que, de noche y sólo, allí no iba a meterse de ningún modo.
     El nervioso Darío se incorporó, estirándose para bajar la trampilla. Sus pies, seguros tras el borde de piedra sus dedos temblorosos y cansados, lo agarraron.  En el momento en que la tocó, una ráfaga de viento, tan extraña por imposible como asombrosa por fuerte, le golpeó por detrás. Darió se precipitó hacia el agujero pie, la negrura bajo el sótano. Cayó con un grito, hacia lo más, mientras la losa caía sobre él con fuerza.
     Aterrizó de bruces, haciéndose daño, sin poder ver nada y comprendiendo que no iba a poder levantarse. Estaba en un espacio con paredes y techo sorprendentemente bajo, que apenas si le dejaba estar en cuclillas, como comprobó cuando su coronilla lo rozó. Y aquello no era lo peor. El espacio apestaba, una mezcla entre una cloaca saturada y matadero en verano, y su aire era viciado y denso, casi irrespirable. Seguramente, tendría poco oxígeno. Y, desde luego, con la trampilla cerrada, no iba a tener bastante para respirar en minutos.
     Aun consciente de que había metido, y nunca mejor dicho, la pata hasta el fondo, Darío no desesperó. En realidad, era muy fácil: sólo debía levantarse, presionar bajo la trampilla hasta levantarla y salir. Y si no salir, al menos podría respirar, y esperar hasta que llegase ayuda.
     Nervioso, buscó su encendedor en sus bolsillos, consiguiendo arrojar su ondulante llama agónica a su celda. Debía ser rápido. Aquel pequeño fuego gastaría su oxígeno más rápido, aunque no necesitase mucho. Y sin embargo, no pudo evitarlo; tan pronto como el débil  resplandor le devolvió la vista, Darío se entretuvo mirando al suelo.
     La piedra era del mismo color arena pálido de el resto del edificio, como tantas otras en el casco antiguo. Pero había perdido aquel color, reemplazado, enterrado bajo una dura costra color granate, casi negro, endurecida e incrustada por el tiempo. No lo dudó; aquello era sangre, , acumulada allí durante cientos de años, salida de mil heridas fruto del frenesí homicida de los inquisidores. Darío sintió un gran asco por estar allí, una vez supo qué había tocado.
     Y entonce, lo notó; unos pocos metros por delante. Primero un sonido leve, parecido a un mugido luego un perezoso arrastre y el pausado temblor de un cuerpo al respirar. No podía ser. Era imposible. Pero allí abajo, con él, había algo. Algo vivo.
     Asombrado, Darío dirigió hacia él su llama, queriendo ver de qué se trataba. Estaba tendido, siendo increíble que pudiese moverse; era tan alto como ancho aquel conducto. La llama murió deprisa, privando a Darío de muchos detalles. La forma vagamente antropomorfa, los gruesos y abotargados, lo que parecía una cabeza. Partes moldeadas de una masa principal, oscura y rasposa, de arriba abajo.
     Un ser que había dejado de ver pero no de oír, alargando uno de sus brazos.  El gozoso cosquilleo inundó su cuerpo, paralizándole más que el miedo que sentía.
     Darío era incapaz de explicarse qué era aquello; un ente cuajado de la la sangre de los torturados, algún organismo subterráneo que ante aquel flujo de alimento se había desarrollado hasta dimensiones grandiosas, sobreviviendo por los siglos. O un monstruo ancestral de nombre olvidado, oculto de todo y todos mientras se saciaba con los derramamientos de sangre producidos por los siglos.
     Y la señal que había guiado a Darío hasta allí provenía de eso, que atraía presas confundiendo sus mentes con oscuros deseos, desde el salvajismo del torturador al placer de un joven aburrido. Todo para aliviar la necesidad más antigua y primordial.
     Un estridente y sonoro rugido envió en oleadas su fétido aliento contra Darío, que terminó de perder la firmeza de su cuerpo, recostándose mientras perdía el control de sus esfínteres. Sabía muy bien cómo iba a acabar todo; qué pasaría ahora, mientras empezaba a arrastrarse en las tinieblas ante él.
     Darío sintió, deseó, que la oscuridad le llenase, lanzando un último y entrecortado grito a través de su garganta paralizada. Un peso le aplastó los tobillos, un cuerpo reptó sobre su pecho. Algo le rozó el cuello, dejándole una ultima sensación de despedida: la delicadeza de la carne siendo perforada.



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