lunes, 20 de julio de 2015

CORRIENDO ENTRE LOS PINOS

     —Muy bien, entonces… ¿te devuelvo ya?
     —Sí. —Ella volvió a mirar su reloj y asintió tajantemente—. Ya va siendo hora.
     Inés Gaceo subió al asiento de copiloto del Peugeot Crossover de su novio. La luz volvió a encenderse cuando Aitor Gomis abrió la puerta del conductor y se acomodó tras el volante. Bajo el espejo interior, adornado con una parodia de cuerda de un muñeco vudú; la hora relucía en el salpicadero: las once y veintiún minutos.
     —Joer —gruñó él, metiendo la llave en el contacto—. No sé por qué coño tenemos que seguir volviéndonos tan pronto.
     Ella refunfuñó, pero por poco tiempo.
      —Ya lo sabes —le susurró al oído, sonriendo—. Para poder seguir juntos.
     Antes de que encendiese el coche, le hundió los labios en el cuello, presionando la aorta con precisión vampírica. Pero su objetivo no era abrirla para atiborrarse de sangre; para eso bastaban los tres cubatas que ya llevaba encima.
     Él se rió por lo bajo, antes de liberarse y devolverle el beso. En contraste con la carne dura y fría de Aitor, Inés se rió cuando él empezó a succionar la carne blanda y tibia de su garganta.
     —Para. —Lo apartó de un manotazo—. Que me vas a dejar marca.
     Aitor obedeció, poniendo por fin el Peugeot en marcha.
     —¿Cuánto seguirás así, tía? —dijo mientras hacía marcha atrás hasta dejar su hueco.
     —Quién sabe… puede que en dos años. Te llevo a casa, digo que acabo de conoc…
     —Sí, sí, lo que digas.  —–Giraba el volante con habilidad mientras hablaba, hasta encarar por fin la avenida Azorín—. Esto no va a colar tanto tiempo.
     —Bueno, mientras cuele lo de que estoy en Alicante con mis amigas.
    Él bufó y pisó el acelerador. Atrás quedaban tanto la Copa Cabana (la nueva y única discoteca propiamente dicha de Ibi) como el propio pueblo. Pasaron como una exhalación bajo la silenciosa A-7, como un pez rozando con su aleta dorsal el vientre de una ballena dormida, tomando la cuarta salida a la izquierda. Hacia Tibi, cabeza de puente hasta casa de ella, en la urbanización Bon Aire.
     —Sigo pensando… que deberías hablarlo con tu padre. No será…
     —Calla y conduce. Tú no sabes cómo es.
     —No me hables así, bonita.
      —¿Cómo entonces? ¡Por favor, señor conductor, que si no llego a casa a mi hora me van a regañar! –replicó en falsete.
     Aitor, por un momento, le dirigió una mirada feroz, que pretendía ser fulminante… y los dos rompieron a reír. Sí, así era su relación; fuerte en su inestabilidad, necesitada del mismo apoyo por ambas partes para mantenerse encauzada.
     Se habían conocido hacía apenas siete meses en una fiesta de cumpleaños en Castalla, encontrándose tal para cual pese a sus muchas diferencias. Él vivía en Ibi, tenía veintiún años y trabajaba de cajero y reponedor en la tienda-quiosco de su padre. Al mismo tiempo, estudiaba un módulo de electricista. Inés, por su parte, tenía sólo diecisiete años, estaba a punto de terminar el Bachillerato y le gustaba la idea de estudiar para maestra. Y, como el argumento de una película melodramática, el obstáculo para su relación no lo supuso la distancia, sino la familia de ella; más en concreto su padre, Miguel. Un rígido patrullero de la Guardia Civil de San Vicente; orgulloso de su forma de criar bien a su hija: que no tomase drogas, que hiciese los deberes, que estuviese en casa pronto y que no se acercase ni a quinientos metros de un chico, especialmente si iba maquillada y con falda. Una forma de no acabar con el corazón roto y trabajando de puta, le dijo alguna vez en un arrebato de sinceridad.
     La solución (muy original) al problema fue verse en secreto. Un par de veces por semana (alguna más si lo permitían sus agendas), un paseo por el pueblo de él, un momento íntimo en su dormitorio de la casa familiar y un rato bebiendo y bailando en la discoteca; manteniendo el contacto entre semana mediante una serie de discretas y cortas misiva en el cifrado mensaje de los enamorados (y de los mensajes por teléfono móvil); una vía que su padre, por muy ogro que fuese, todavía no osaba invadir. Después él la dejaba en la puerta de su casa, donde su padre sabía que acababa la noche, fiándose de ella lo bastante (eso decía, al menos) para no esperarla. Mientras no se asomase esperando ver a Claudia o a María y se encontrase con el desconocido coche de un chico mayor que ella, no tendrían problemas. Y es que, aunque Inés estaba segura de que no era ni tan severo ni chalado como para darle una paliza (de niña era aficionado a palmadas en el culo que llamaba correctivos) sí podía estar segura de que su habitación podría convertirse en calabozo durante un período de tiempo muy largo.
     En cuestión de minutos, que pasaron frente a sus ojos con la ligereza de su corta melena castaña puesta al viento, pasaron el puente de Tibi, un pueblo pequeño y antiguo sumido puntualmente en un sueño que parecía durar ya cincuenta años. De allí se metieron en el primero de los surcos en la tierra cavados a base de rueda empujada a motor que, por suerte, Aitor había aprendido a seguir como las líneas sobre la palma de su mano. Empezaba un descenso a otro mundo, alrededor del cual los bancales subían a su alrededor como montañas, cubiertos de almendros y alguna casa aislada. 
     Una escena que podía ser preciosa de día aunque careciese de todo brillo: allí todos los colores eran opacos; el marrón de la tierra, las copas de los pinos, el azul del cielo violado por alguna nube. Sin embargo, en aquel momento, la única luz en aquella parte del mundo eran ellos. Las hogueras de las dos poblaciones, la pequeña y la diminuta, habían quedado atrás, envueltas por la noche como una cortina de humo y dejando las luces delanteras y traseras de su coche como una vela que atraía todos los ojos, como los de las polillas que los seguían con la insistencia de buitres.
     —Lo que podemos hacer… —propuso ella, hablando despacio para no romperle la concentración—. Es, el próximo día, ir a otra parte. Si quieres, podríamos ir a Alicante de verdad.
     —Bueno… —masculló él—. Así no estarías engañando a tu padre, ¿no?
     Ella se rió por lo bajo.
     Un cruce más y dejaron atrás las tierras trabajadas por el hombre. Frente a ellos, sólo veinte kilómetros hasta la urbanización, apenas quince minutos por aquel camino esbelto y sinuoso que se doblaba entre dos alturas. Inés tragó saliva, hundiendo el trasero en su asiento y apoyando las manos sobre sus rodillas. Para ella empezaba la parte más dura del trayecto, y si aunque había recorrido aquella ruta docenas de veces, seguía pareciéndole siniestra, en especial de noche.
     A su derecha, el monte subía como una cuesta eterna enterrada por los pinos, entrelazando sus ramas; manos grises y delgadas hasta lo imposible cubiertas por miles de dedos verdes. Un presagio de miles de cuerpos bajando indiferentes sobre ellos, aplastándolos bajo pies de madera.
     Sin embargo, la inquietud que pudiesen producir los árboles de arriba se quedaba en nada al mirar hacia abajo, a la izquierda. Por suerte, en aquella parte Inés nunca conducía y, como solía ir en el asiento delantero, estaba a salvo de la mortífera tentación de asomarse por la ventana.
     El efecto de bastedad, de continuidad, era incomparable al bajar el desnivel. Allí sólo se veían las copas, conformando una pradera sobre zancos lista para recibir al que se echase sobre ella, aunque fuese al coste de quedar machacado contra el suelo.
     Por algún motivo, aquel momento le hacía pensar en una versión terrestre de La Sirenita con ella de protagonista, recorriendo la larga oscuridad de la garganta de la guarida de la bruja. Y, allá abajo, en el fondo, los sirenos malditos que no pagaron el precio de los poderes prohibidos; de cuerpos largos y grises que emitían mudos gritos de angustia por bocas informes mientras una corriente pasajera los mecía. Y, aunque en la noche los únicos ojos que parecían mirarles sin tapujos eran las estrellas desperdigadas en el cielo, náufragos fugitivos de la radiación lumínica, era imposible no mirar hacia esa bresca sin pensar que algo, entre las ramas, les miraba.
     Inés respiró sonoramente, sintiendo su cuerpo caliente por el alcohol, mirando a Aitor.
     —Igual podría… podremos hacerlo de otro modo. Les digo a mis padres que te he conocido y que sólo somos amigos, de momento. Para que la cosa parezca más gradual.
     —¿Para qué se vayan acostumbrando a mí hasta cogerme cariño?
     —Ja, ja. Bueno, si fueses un gato…
     —Es una buena idea.
     —¿Sí? –Ella le dirigió una mirada pasmada.
     —Sí. –La miró un instante, antes de volver su atención a la carretera—. Así, si tu pa…
     Dejó de hablar, tensando la mandíbula tanto como sus manos. Inés, sorprendida por su reacción, se volvió hacia delante. Sus ojos se dilataron tanto como los de su novio.
     Algo había caído frente al coche; algo que parecía caído del cielo. Era imposible saber qué era porque dio contra el suelo muy rápido, no pareciendo más que un borrón gris. Un borrón muy grande.
     —¡Pa…!
      Aitor ya pisaba a fondo el freno; las ruedas se hincaron en el suelo, levantando polvo y grava hasta pararse. Antes, sin embargo, la pareja notó que el coche se elevaba unos centímetros, aupado por algo bajo las ruedas delanteras.
     Los dos se mantuvieron inmóviles, en silencio y con la vista al frente, esperando algo. Un golpe sobre el capó, un miembro alargado en busca de algo a lo que aferrarse, un gemido de dolor. En el reloj digital, los minutos pasaron. Fuera, sin embargo, no cambió nada.
     —Le… —Aitor dobló el cuello hacia Inés, con pánico en sus ojos—. ¿Le he… dado? ¿Sabes…?
     —Creo que no –se limitó a decir ella, incapaz de mover nada salvo la boca—. Creo que el coche le ha rozado… pero ya había parado.
     —Oh, Dios… Dios… ¡Mierda!
      Estampó el canto de su mano derecha contra el volante, llevándoselo luego a los labios con un gemido.
     —¿Qué era? —preguntó al reponerse del golpe—. ¿Lo has visto, Inés? Un animal, un perro… o…
     —No estoy segura –reconoció—. Parecía muy grande, pero… No, no me ha parecido una persona.
     Los dos volvieron a mirar la pantalla del limpiaparabrisas, los faros abriendo un escenario vacío en la carretera desierta.
      Aitor accionó su cinturón de seguridad, doblándose para llegar cómodamente a la manija de su puerta.
     —Aitor, ¿qué…?
     —Bajo un momento… a ver qué es.
     Ella le agarró por el codo, reteniéndole con la puerta ya abierta.
     —Te acompaño. Así, si hay que hacer…
     —No, tranquila. —Le colocó las manos sobre los hombros con aparente afán tranquilizador; en realidad presionó hacia abajo, devolviéndola al asiento—. Voy a ver qué es. Si está vivo o puedo ayudarlo… o si no, apartarlo para pasar sin proble…
     Aitor fue perdiendo la voz a medida que se separaba de ella, cerrando por fin la puerta, con el motor en marcha.
     Erguida en su asiento, respirando sonoramente y apretando sus manos, Inés miró a su derecha; donde la cuesta era una desigual pared de tierra y rocas sobre la que subían los árboles. Una buena rampa si alguien quería suicidarse saltando en monopatín o bicicleta, aunque tenía sus dudas sobre lo intencionado y humano del accidentado.
     De ahí devolvió su atención a Aitor, que entraba en el radio luminoso de los faros por la izquierda. Al ver su cara, no pudo evitar parpadear, sintiéndose engañada.
     Aitor había abierto la boca y fruncido el ceño, no con temor o asco por las consecuencias del choque. Estaba confundido; mirando, cabizbajo y con los brazos en jarra, el cuerpo… lo que fuese que casi habían aplastado las ruedas delanteras.
     —Ait… —Al comprender que no le oiría, Inés bajó su ventanilla—. ¿Aitor, qué pasa? ¿Por qué pones esa…?
     Él, todavía con los brazos en los costados, empezó a agacharse, desapareciendo bajo el capó.
     —Es muy raro, Inés. No…
     La voz de Aitor se perdió; algo, una especie de gruñido la absorbió. Y justo después… la visión de Inés se oscureció.
     —¿Pero qué…?
     La chica saltó en su asiento hacia adelante, rebotando de vuelta cuando su cinturón la retuvo. Con un gemido de frustración lo soltó, volviendo hacia adelante.
     —Ah… —Se llevó una dubitativa mano al mentón, perdiendo todo pensamiento coherente mientras el sonido del dolor escapaba entre sus labios.
     Una capa de oscuridad había cubierto el cristal; una capa de consistencia líquida. En los bordes podían reconocerse los goterones gruesos cayendo. Y no fue, hasta el segundo siguiente, que Inés lo reconoció. Parecía…
     No, no puede ser.
     Su mano abrió su puerta; en ese momento algo en su cabeza, una voz que hablaba no con voz sino con ideas la animó a pasar al asiento del conductor y acelerar. El coche seguía en marcha. Y, en ese momento lo pensó; en toda película de terror donde un chorro de sangre cubría por completo un coche, la chica que se quedaba sola a la intemperie acababa muerta; y de un modo nada agradable, además.
     Pero, se dijo así misma, eso no era una película, y su novio la necesitaba.
     Aterrizó en el suelo con inestabilidad, una inoportuna extensión de lo que había sido simple inseguridad física; como la mayoría de chicas de su edad, no era muy alta, llegándole a Aitor, que media algo más de metro setenta, por el pecho. Por eso, lo que no había sabido hacer Dios, lo había arreglado con unos botines de tacón alto de Adolfo Domínguez, que ahora se le antojaban tan seguros como zancos para niños.
    Pero la urgencia es una maestra eficaz a la hora de corregir inconvenientes, y al siguiente paso ya doblaba la esquina del parachoques del Peugeot.
       Un nuevo movimiento fugaz, una mancha grisácea pasó frente a sus ojos… e Inés retrocedió, cayendo de culo frente a los faros encendidos. Cegada como si fuese pleno día y estuviese cara al sol, interpuso su brazo derecho ante la luz traidora. Al recuperar la vista se sobresaltó, retrocediendo como si hubiese aterrizado sobre una sartén llena de aceite hirviendo. A los pies del Peugeot, sólo había tierra removida… y una amplia mancha de sangre. Ni rastro de Aitor ni de lo que fuera que les había hecho parar.
     Entonces lo oyó; un objeto pesado rebotando sobre el techo del Peugeot, aunque no con bastante fuerza como para aplastarlo o reventar sus cristales. Inés intentó ver qué era, pero la luz la mantenía en la ignorancia… parcial. No fue capaz de ver qué era, pero sí lo que había hecho.
     A dos metros de los faros, Aitor colgaba cabeza abajo en el aire. Reconoció su cabeza, enmarcada por sus dos brazos inertes; el pelo castaño de punta, la barba rala de su barbilla, incluso el destello dorado del aro en su oreja izquierda, desplazado a la derecha por la inversión del cuerpo. Y, aunque los rastros de sangre que bajaban por su grueso cuello no dejaban dudas sobre su estado, había sido capaz de conservar la expresión aterrada en el rostro.
     El aire dejó sus pulmones mientras sus ojos se irritaban; Inés sintió ganas de llorar mientras la visión del cuerpo inerte de su novio la invitaba al desmayo como el vaivén de un péndulo hipnotizador. Pero no hubo lágrima, ni desvanecimiento, ni vomito. No había tiempo para eso.
     Sin apartar los ojos pese a los ardientes faros y aunque habría sido más útil bajar el brazo, Inés empezó a arrastrarse hacia atrás con las piernas, ayudándose de su mano izquierda. La grava le arañaba la cara interior de la mano y las piernas y notaba la arenilla pegarse a su ropa y piel, atraída por el sudor, pero no le importaba. Algo le decía que, si le daba la espalda, se arrepentiría.
      Recorrió metro y medio escaso hasta, por fin, decidirse a levantarse. Y, entonces, fue capaz de ver algo.
     Tanto su novio como la figura que lo sostenía se habían mantenido en el mismo sitio. Se dio cuenta de que a Aitor le habían causado la muerte gruesos pinchos de los que ahora pendía su cuerpo. A la altura de su pecho, podía ver su camisa (blanca a rayas) perforada y empapada en sangre. Y hundiéndose en torno a ella, las grandes púas blancas parecidas sospechosamente a dientes; dientes demasiado grandes para cualquier boca en que pensase
     Inés tomó aire, luego se tapó la boca. Empezó a retroceder, pisando despacio con sus tacones.
     No pasa nada, se decía. Ya tiene algo que comer. No vendrá…
      No sabría por qué su ojo derecho dejó escapar una segunda lágrima en aquel momento, si por haber pensado en Aitor como un simple fiambre… o por ver aquella cabeza imposible sacudirse, lanzándolo hacia el bancal por donde vino. El cuerpo voló como un avión de papel y aterrizó como una naranja madura.
      Inés se volvió y empezó a correr, sintiendo por un momento que perseguía a su sombra, aquella versión plana y desproporcionada de ella extendida por las luces. Sus cuatro primeros pasos fueron rápidos y acertados, aunque las piedras del camino se lo ponían difícil. Acabaría besando el suelo, pensó.
     Fue entonces cuando volvió a oír el coche sacudirse y un impacto seco contra el suelo. El asesino de su novio había bajado a por el segundo plato.
     Inés sintió por un instante la tentación de girar la cabeza y ver; ver a aquel engendro recortado contra los dos faros. Pero no perdió aquel valioso tiempo, esencialmente porque entendió que no hacía falta. Primero le bastó oírle andar, pisando con lentos y largos pasos el mismo duro suelo. No corría, ni parecía muy rápido, pero recorría mucha distancia en poco tiempo; en cuatro segundos debió reducir la distancia a ella en menos de un metro. Aquello le bastó para saber que era muy grande. Y, para salir definitivamente de dudas, las mismas luces desplegaron como una capa de crudo sobre su sombra otra figura de oscuridad mucho mayor, que la cubrió sin dejar rastro, engulléndola. Una metáfora de lo que pensaba hacer con su cuerpo real.
      Inés apretó el paso, pasando a correr. Un traspié casi la lanzó de cabeza hacia adelante, haciéndole morderse el labio inferior mientras gemía, frustrada. Era inútil. Era demasiado rápido. En línea recta, y con aquel calzado…
     Se detuvo sólo un momento, el justo para pasar de Sirenita a Cenicienta. Corrió, abandonando los dos botines, comprendiendo al momento que había cambiado el aceite ardiendo por el fuego; sus pies eran blandos, sus medias se desgarraban, y el suelo era duro. Casi le parecía oír el crujido de sus dedos al caer como hojas secas entre las piedra salientes…
     No servía de nada, seguía teniéndolo detrás. A sus pisadas se había unido ahora su respiración, larga, pesada, húmeda…
      Inés se fue apartando hacia la izquierda, hasta el borde de la carretera. Allí las piedras, marginadas por los coches, eran más gordas; una de ellas rodó bajo su maltratado pie derecho como una pelota de tenis. El espartín le llegaba a las rodillas, haciéndole cosquillas con hojas de alambre.
     Allí estaba, el mar de pinos. La caída, de al menos siete metros, no era vertical, sino en una pendiente muy acusada. Si tenía cuidado podría llegar a los árboles sin matarse o quedar lisiada, y con suerte…
      Un seco resoplido, acompañado de una pisada, la animó a dar el paso adelante.
     De correr la maratón pasó a una rayuela; dando pasos largos y calculados para pisar la tierra, arañando piedras y sacudiendo arbustos sin tropezar, caerse o provocar desprendimientos. Inés apretaba los labios, conteniendo los gritos de dolor, por miedo a acabar mordiéndose la lengua.
     Fue una bajada rápida, apenas le llevó un minuto. Llegó al suelo dando bandazos, extendiendo los brazos para equilibrarse, pateando sus pies semidescalzos para librarse de aquellas ascuas frías. Le dolían de verdad, sentía que las piedras habían destrozado sus falanges. Y, al mismo tiempo, sentía el dolor ganando fuerza en su costado, hinchándose como un globo; calientes punzadas cardíacas en su pecho y el sabor a sangre en la garganta. Mucho tiempo así y no llegaría lejos. Pero…
     El campaneo de piedrecillas rodando la alcanzó. ¿Derribadas por ella?
      No. A los escombros pequeños siguió un golpe parecido al de una azada traspasando el suelo compacto como una capa de escarcha.
      Inés, doblada sobre sus rodillas, jadeó un par de veces, llenando sus pulmones de aire antes de continuar su marcha. Rozó un arbusto grande, un espino negro o una aliaga, que le cubrió el costado derecho de arañazos abiertos. Gimió, pero no le hizo más caso. Los arañazos que la perseguían eran de lejos mucho peores que los que llevaba.
     Al llegar a los pinos, sintió como si acabase de pisar dentro de una bañera templada. La pinaza, en la que se hundió hasta los talones, era fresca y reconfortante, un bálsamo para sus maltratados pies. Inés se tomó la libertad de aligerar un poco el paso, disfrutando del momento de alivio. Era como hundirse, pisando un pantano de arenas movedizas en el que se sumergiría con gusto, a cambio de dejar atrás…
     Otro estallido de tierra, todavía en la pared, pero más cerca, la devolvió a la realidad: la imaginación no podría rescatarla.
      Inés cobró consciencia de la trampa de su planteamiento: con los pies tan hundidos le iba a costar el doble correr, y ya estaba exhausta. Además empezaba la parte más difícil de su escapatoria: la carrera de circuito, a través de los árboles.
     Los pinos carrascos que sembraban las faldas de la sierra del Maigmó, eran tan altos como esbeltos; fáciles de tirar si al viento le diese por soplar como al lobo de los tres cerditos. Pero para una chica joven y delgada como ella, no eran diferentes a pilares de cemento; estacas colosales que se plantaban frente a ella… a oscuras.
     Empezó a levantar las piernas, simulando pisar dentro de neumáticos; un juego que había en un parque de su infancia. Sin embargo, un gemido en su garganta reveló el error de su idea: las mismas agujas secas que antes la aliviaron ahora la herían, atravesando sus medias desgarradas y piel desollada como clavos oxidados. Un recuerdo de lo importante que es elegir calzado para el campo.
     Optó por dejar de correr y empezar a trotar. La pinaza amortiguaba sus castigados pies, y le daba tiempo de sobra para esquivar los obstáculos. Fue capaz así de cruzar dos veces el hueco entre dos pinos vecinos y apartarse a la derecha cuando un grueso y solitario tronco se le plantó delante. Inés lo esquivó, rozando otro árbol que reavivó el dolor en sus cortes y pasando a la derecha de un árbol joven. Entonces, sin embargo, se estampó contra un árbol más viejo.
      —Joder…
     La chica se apartó, frotándose en un intento mutuo de desprenderse del dolor y los restos de corteza, antes de dar otros dos brincos… y, ya exhausta, seguir alejándose a pie.
      No sabía cuánto se había sumergido ya en el abismo de los pinos, así que, al pasar junto a un ejemplar que la doblaba en anchura, se situó tras él, apoyada de espaldas y, respirando arduamente, escuchó. Le pareció demasiado silencioso. Algunos grillos cantaban, un aullido que le pareció el de un búho hizo eco y un murmullo remoto, quizás el de una carretera, revoloteó en sus tímpanos...
     Eso era. Parecía que estaba perdida, pero aquel era terreno civilizado. Aunque lejos y difíciles de encontrar como los videoclubs aquellos días, en aquellas laderas en tinieblas había gente. Chalets, incluida alguna cabaña de madera, rodeada por una cerca con un timbre para enterarse de las visitas (eso si no tenían un perro grande y cabrón deseando que le alegrasen el día). Sólo tenía que buscar alguna, un destello en aquel túnel a oscuras, y llegar…
     Inés contuvo la respiración apretando su espalda contra su improvisado refugio. Todavía seguía detrás de ella, lejos; quizás al principio del pinar… pero allí. Oía sus terribles pasos aplastando las agujas de pino, sus dedos arañando los troncos como un ciego leyendo braille, desprendiendo la corteza como pintura vieja entre crujidos de huesos al partirse. Vistos con luz, estaba segura, aquellos árboles lucirían arañazos salidos de una película de Freddy Krueger.
     Recordando sus días pasados de niña que iba a ballet, Inés se apoyó en el suelo con la punta de sus pies. Amagó un grito; si no tenía nada roto sus dedos estarían tan llenos de cardenales que iban a parecer patas de cangrejo hervidas. Pero, al menos, seguía sin llegar. Tenía su oportunidad.
     Tomó aire una última vez. Luego corrió.
     Hizo crujir últimos restos de la alfombra de pino, esquivó los dos últimos pinos en su camino y volvió a pisar en firme. A su alrededor saltaba un enjambre de piedrecillas como langostas, a medida que las ondulaciones del terreno crecían, acercándose hacia ella.
     No tenía ni idea de cuánto corrió a través del camino más o menos lineal entre desniveles. Masas de tierra aglutinada con piedras crecían a su alrededor como si se hundiese en el cauce seco de un río. Un par de veces atravesó un seto natural, volviendo a sentir el dolor del roce de las espinas. Jadeaba, notaba ardor en sus ojos (habría empezado a ver una neblina gris oscureciéndole la vista, si tuviese luz) y sentía su garganta arder, abrasada por la mezcla de esfuerzo y viento frío. ¿Y sus pies? Se puede llorar por lo roto, pero no por lo arruinado.
     Cuando por fin paró, otro grupo de pinos, más disperso, ascendía por una loma, una fila de descomunales banderines que marcaban la meta de su circuito. A su alrededor el terreno volvía a agitarse, coronado por jaras, lentiscos, romeros y otras plantas imposibles de reconocer de noche.
     Inés avanzó, arrastrando despacio sus pies con los dientes apretados, hasta reconocer el contorno romo de una roca. Se sentó sobre ella, jadeando sin disimulo y con ganas de llorar. Y gritar.
     Se sentía derrotada. El dolor de los pies había ido perdiendo importancia frente al conjunto de su cuerpo, a media que los saltos y envestidas habían aflojado sus articulaciones y azotado sus huesos. Sentía frío; el sudor se secaba en cada milímetro de su piel. El mero hecho de respirar le suponía un suplicio. Pero, al menos, estaba a salvo. Hacía ya rato que no oía ningún sonido tras ella; ni respiraciones ni pisadas, ni piedras arrastradas ni ramas partirse.
     Inés esperó, sintiendo el pulso que comprimía sus venas relajarse, antes de volver a levantarse. Le seguían doliendo los pies, pero mientras no tuviese que correr…
     Un ruido, un crujido a unos veinte metros frente a ella, la distrajo. Era un hueco bajo un desnivel, unos metros a su derecha, formado por dos montones de tierra recubierta de maleza.
     En pie, Inés hizo amago de retroceder, pero se contuvo. En vez de eso, empezó a respirar lentamente, inhalando larga y silenciosamente por la nariz, notando su piel erizarse y su corazón volviendo a correr. Pero no se movió. Aquella cosa la perseguía. Y el sonido venía de delante.
     Dobló el cuello, sobresaltada por un crujido tras un pino. Unos segundos después, a su izquierda, tan cerca que podría tocar a su autor de alargar la mano, el espartín empezó a vibrar, movido por una forma invisible, hasta perderse en un susurro.
     Durante varios minutos, cruzando los brazos sobre el pecho en un intento por contener el frío, el sonido pululó dando vueltas a su alrededor; siempre débiles, pequeños crujidos allí o allá. No se veía al autor, que cada vez dudaba más fuese el enorme monstruo que había matado a Aitor, forzándola a perderse en la espesura. A menos que quisiese confundirla, asustarla y enloquecerla para tirársele por detrás mientras chillaba o corría a ciegas…
     Inés apretó los dientes, notándolos chirriar, casi agrietarse… y se calmó al instante. Acababa de acordarse de dónde estaba. Dudo un momento sobre cómo afrontarlo. Por fin, apretando los puños y cerrando los párpados, echó la cabeza hacia atrás y gritó:
     —¡Ya vale! ¡Silencio, todo!
     El efecto fue inmediato, el perímetro a su alrededor enmudeció de inmediato, barrido por la onda de voz. Las alimañas, temerosas del hombre por naturaleza, decidieron volverse tan discretas como ella. Arañas, serpientes, conejos, zorros, jabalíes… Todos se callaron; callaron o huyeron, dejándola en paz.
     Inés, pasados lo que parecieron cinco minutos en aquella paz absoluta, volvía a sonreír, feliz por su pequeña victoria. Quién sabía; igual el eco de su grito llegaba a alguna casa, una cuya luz no pudiese ver, y alguien (a poder ser escopeta en mano) acudía en su ayuda.
     Oyó otro sonido y, esta vez, sintió su espina dorsal erizarse como su vello. Este, ahora sí, venía de detrás. Y no era un único murmullo o un simple pedazo de madera al partirse. Era una serie, una batería de impactos sucesivos como la marcha de un tambor, acompañados de crujidos en la tierra o los arbustos. Los reconoció al segundo; la forma que tenía su perseguidor de dejar su sello en el terreno por el que pasaba, marcándolo como su camino. ¡Propiedad privada, ay del que se cruce con ella!
     Inés se volvió por completo, mirando a derecha e izquierda, intentando ver algo. De donde llegaba el sonido había pocos pinos, separados entre sí, y el terreno se allanaba. Algo tan grande debería verse, sin importar la oscuridad.
     Pero no consiguió localizarlo, mirase donde mirase. Las piedras rodaban, las ramas se partían, cada vez más fuerte y más cerca… pero no veía nada.
     Inés se agachó, apoyándose en la roca, preguntándose si sería otra mala jugada de sus sentidos o un animal más valiente. Ya lo había dejado atrás.
     Sintió ganas de morderse la lengua, por haber obviado lo más evidente de todo: no sabía nada de su enemigo, salvo quizás, que podía llevar un hombre en la boca como un perro una pelota y subirse de un salto al techo de un coche. ¿Tendría otros trucos? Ir saltando de árbol en árbol como Tarzán o volverse invisible…
     Con un quejido, más de resignación ante su ignorancia que de miedo, Inés empezó a moverse, siempre adelante, ahora caminando. Si quisiese correr sus pies la llevarían al suelo. Y allí estaría perdida.
     Se encaramó a uno de los salientes entre los pinos, moviéndose entre ellos mientras el sonido se acercaba. ¿Qué hacer? Correr era imposible, pero si se quedaba allí acabaría pillando igual. Sólo podía poner tierra de por medio. Debía pensar…
     Llegó a la base de un gran pino de gruesas raíces descubiertas. Este era el fin de aquel terraplén natural; a sus pies el suelo acababa. Al bajar, sujeta al árbol y a punto de doblarse sobre sus rodillas, comprobó que había resistido con firmeza la erosión, formando con sus raíces un amplio hueco en el borde de tierra…
     Inés interrumpió todas sus acciones; correr, respirar, pensar. Quizás, por fin, la solución le había llegado sola.
     La chica se agachó, metiéndose de espaldas en el hueco hasta sentir sus hombros presionados por las raíces. En ese momento se acuclilló, reduciendo aún más su presencia, intentando notar que llegaba a la tierra. En vano. Esta formaba una bóveda de escasos diez centímetros sobre ella, obligándola a permanecerse inclinada para caber. Si se asomaba al hueco, si la encontraba, no podría ni intentar correr.
     Inés dobló la cabeza hasta rozarse con el mentón las rodillas, entonces se tapó los ojos y la boca con las manos. Era lo único que podía hacer para mejorar su escondite.
     Mantuvo la postura, incómoda y forzada, notando su espalda resentirse por el esfuerzo y sus rodillas temblar, ansiosas por salir de allí sin importarles mucho todo lo que habían sufrido los pies. Sin poder ver, Inés sólo oía el eco de los pasos convertirse en golpes cercanos. Cada vez estaba más cerca.
     Cuando sonó como un golpe de platillos detrás de su oreja, contuvo la respiración. Dos golpes más y un corto rastro de tierra le cayó por encima. El sonido paró y ella se atrevió a mirar. Desde lo alto de su refugio cayó un poco más de tierra. Sus jadeos de perro grande reverberaban bajo tierra como un tren cruzando un puente, convirtiendo su refugio en una caja de resonancia donde ella se estremecía con cada exhalación.
     La chica tragó saliva, sintiendo un latido tan fuerte en su corazón que le pareció que iba a explotar. Lo tenía justo encima, seguramente rastreándola de algún modo. Y su pista le había llevado hasta allí.
     Inés volvió a taparse la cara, conteniendo la respiración y  encogiéndose todavía más, olvidando el dolor y la incomodidad, sintiendo sus vértebras crujir y sus huesos doblarse. Deseaba ser una tortuga o una cochinilla, que su cuerpo cambiase, se volviese irreconocible…
     Oyó otro impacto más violento todavía, que levantó el polvo en su madriguera como las chispas de una bengala… y la cosa volvió a ponerse en marcha, pero esta vez alejándose. El sonido, que parecía situado por delante de ella, iba reduciéndose, poco a poco, más y más, volviendo a ser un eco, luego un murmullo… y luego fue tragado por las montañas.
     Inés esperó sus buenos y largos diez minutos en silencio antes de atreverse a mover un dedo. No quería arriesgarse a cometer el mismo error. Por fin, lentamente, desplegó primero el brazo derecho hacia la entrada del hueco, sintiendo su espalda crujir como un puñado de quicos entre dos hileras de dientes. Empezó a gatear, notando sus miembros abotargados por la breve pausa, arañando la fresca tierra. Volvió a la oscura noche sin luna, con los pinos desplegándose ante ella… y ningún sonido atribuible a nada más grande que una rata.
     Se le presentaba un nuevo dilema. ¿Hacia dónde tirar? Creía que su perseguidor había seguido recto, pero no lo podía asegurar…
     Inés dio un solo paso al frente. Y lo oyó. El crujido de una rama seca tan grande como ella, partida como una cerilla. Delante de ella, frente a ella; en cualquier parte de aquella enormidad… pero muy cerca.
     Inés, con los brazos colgando y las rodillas inertes, gimió. Estaba exhausta. Quería llorar.  Pero las lágrimas son un privilegio de los vivos. El líquido que liberan los muertos es de otra clase, menos emocional. Y debía vivir para poder llorar.
     La chica se limitó a girar a su derecha, agitando las manos y subiendo las rodillas. La viva imagen del corredor a punto de fallecer de extenuación.
       En su cabeza, cegada por la oscuridad y el cansancio, el terreno era informe e indiferente, lo alto parecía bajo y lo encrespado, llano. No fue capaz de reconocer los casi dos metros que la separaban del suelo.
      Cuando Inés cayó, un segundo ante de perder el sentido, lloró por fin. Se decía a sí misma que la había cogido el monstruo.

     —Hola. Hola, ¿me oyes?
     Parpadeó, antes de atreverse a abrir los ojos. Los sentía pesados, turbios y muy doloridos. Su cuerpo estaba tan frío que no podía temblar, tan acartonado que casi no podía moverse. Al menos, ya no le dolía.
     Frente a ella, un hombre de unos treinta años, de frente ondulada, sonreía. Llevaba el uniforme verde de la guardia civil.
     —¿Qué…?
     Pese al entumecimiento y la sensación de debilidad, Inés intentó incorporarse. Se encontraba por encima del suelo, sobre algo duro, como una camilla. Una manta marrón le cubría el cuerpo. A su alrededor, los pinos seguían firmes como centinelas silenciosos. El cielo había adquirido el color azul grisáceo de las primeras horas del día.
     —¿Qué me ha…?
     —Ssssh. –El guardia le puso una mano en el hombro, animándola a seguir tumbada—. Tranquila, Inés. Tu padre denunció tu desaparición anoche. Acabamos de encontrarte.
     —¿Mi pa…?
     De pronto todo pasó por su cabeza; una película de terror rebobinada demasiado rápido para entender el argumento. Pero ella lo había vivido.
     Inés suspiró, doblando la cabeza. Al final, no había sido un sueño.
     El hombre habló por un transmisor, luego se volvió hacia ella.
     —Tu padre ya lo sabe. Hemos hecho un análisis preliminar; aparte de una ligera hipotermia y varios cortes, parece que estás bien. Pero… por si acaso, te llevaremos a un hospital. Y luego, tendremos que tomarte declaración.
     Ella dobló el cuerpo, quedando recostada; el guardia se dispuso a volver a indicarle que no se moviese, pero se contuvo.
      —Parece que te perdiste en el bosque… —Se quitó la gorra, rascándose el pelo moreno y rizado—. ¿Qué te pasó; perdiste el conocimiento y te caíste entre los arbustos?
     Aunque sonreía, su expresión se agrió al ver la de ella.
      —Mi novio… se llama Aitor Gomis… —logró articular, a medida que recordaba—. Dios… eso lo mató…
     —¿Ibas con alguien? –Se rascó el cuello; de allí pasó al mentón—. Tendrás que decirlo en la declaración. De momento, no nos consta nada…
     Era verdad; eso su padre no lo sabía. Pero, ¿y los de él?
     —Puede que esté muerto –adelantó al guardia civil—. A… algo nos ata…
     Pero el hombre no la oía. Le había dado la espalda, comentando algo por su transmisor. Poco a poco se alejó hasta convertirse en otra mancha oscura en el paisaje.
      Aprovechando el descuido de su vigilante, Inés se bajó de la camilla, conservando la cálida envoltura de la manta. Mantuvo sus ojos sobre sus pies, comprobando que, en efecto, el dolor la había dejado. Pensó, en aquel momento, que debían haberle dado algún calmante.
     Miró a su alrededor.  Tras ella, un ambulancia y un par de todoterrenos, ninguno de ellos vigilado. Se acercó a los vehículos; la curiosidad morbosa y necesaria a un tiempo por evaluar su estado la llevó hasta un retrovisor.
     No pudo evitar gruñir al verse envuelta por el grueso tejido, el conjunto de arañazos, maquillaje corrido en la cara y moretones por todo el cuerpo, adornados por la falda corta y su chaquetilla desgarradas y pendiendo a duras penas de su cuerpo; todo ello le daba el aspecto de una puta a la que su chulo hubiese dado una paliza.
      Inés tomó aire, expulsándolo a continuación como el humo de un cigarrillo. Se sentía arder por dentro, quemada por la rabia. Y el miedo. ¿Qué… qué diablos había pasado esa noche?
     La chica se apartó de su horrible retrato; por suerte sus ojos estaban demasiado agotados para llorar. Su respiración entrecortada, llena de gemidos, parecida a un sollozo, fue lo único que pudo aportar al coro del alba en el Maigmó.
     Aquel sonido…
     Lo detectó a la derecha de los vehículos, en uno de los salientes de tierra cubiertos de pinos. Un grupo de casi diez personas se alejaba en dirección noreste, de espaldas a ella. Vio que al menos cuatro llevaban el uniforme y la gorra verdes de la guardia civil; dos además tiraban de las correas de casi una docena de podencos de aspecto feroz. Perros de rastreo, se dijo.
     De la pena pasó a la incredulidad; estaban a menos de doscientos metros de ella, la habían atendido y dejado con un vigilante y seguían buscando. ¿Sabrían ya lo de Aitor?
     Inés se cubrió la boca con una mano para hacer bocina; pensó lo que iba a gritar… y no dijo nada.
     Pasaba algo raro. No sólo había miembros de la policía en aquel grupo. Vio también a hombres con uniforme caqui con estampado de camuflaje, ropa típicamente militar. Iban armados con largas armas que reconoció como fusiles automáticos; uno los había sustituido por una escopeta de cañones dobles.
     Sencillamente, no lo entendía. ¿Para qué aquel tipo de armas? En el Maigmó no había osos, lobos ni fieras salvajes, a lo sumo algún jabalí, zorro o perro salvaje…
      Cuando identificó a los miembros restantes de la partida de exploradores, la chica se sintió golpeada por escalofríos, retrocediendo instintivamente para no caer redonda al suelo.
     Eran al menos tres, rezagados del grupo, al menos dos metros por detrás de los demás. Estos iban cabizbajos, mirando al suelo, como buscando algo, y su equipo era más ligero. Uno se paró junto a un pino, señalándolo. Le sacó una foto con una cámara, antes de que un compañero se pusiese a rociar la superficie del árbol con un spray.
     Vestían largas batas blancas, como las de los médicos y los científicos de laboratorio.
     Presa de una repentina debilidad, Inés intentó llegar a la camilla, pero cayó de rodillas antes, cubriéndose, asfixiándose con la manta en un intento por contener el frío.
     Lo que pasó la otra noche, aquella cosa, lo que le atacó. ¿Qué era? ¿Qué podía ser? ¿Y por qué había policías, militares y científicos buscándola?

     Inés se separó de la realidad, absorbida por varias ideas que se sumaron a aquella e iniciaron una confusa danza giratoria en su mente. Ni siquiera oyó a su vigilante, que casi dejó caer su transmisor, dándose la vuelta hacia ella y corriendo, mientras le gritaba que no se separase de la camilla.   

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