LA REALIDAD SIMULTÁNEA-1º Parte
Eran en torno a las nueve y cuarto cuando Vanesa Vera Murcia terminó de
darle la vuelta a las hamburguesas, antes de levantar la sartén del fuego y
servirlas en los platos. A las nueve y veinte, en el exterior de invierno,
parecía que fuese medianoche, lo que traía consigo la promesa de una nueva
noche helada.
Con resignación, cogió los dos platos y los llevó hasta la mesa servida
en el vecino comedor.
—¡Ya está, Mónica! ¡Ven a cenar!
Sobre la mesa de madera, tres vasos vacíos con cuchillos, tenedores y
servilletas a juego, reposando frente a una fuente de ensalada, una botella de
agua, un bote de mostaza y otro de kétchup. A la cabecera, su marido engullía
despreocupadamente un pepito de ternera. Sólo quedaba su hija, encerrada en su
cuarto.
—Cariño, la cena— insistió la madre, levantando la voz mientras servía
los platos en su sitio.
—Déjala— la interrumpió Tono, limpiándose las comisuras—. Estará con el
ordenador. Ya sabes… que últimamente…
La mujer asintió, resignadamente. Sí, era verdad. No podía ignorar su
situación actual; como persona era perfectamente consciente de aquello. Pero,
obviamente, su deber como madre era velar por la salud de su hija.
—Puede que no me haya oído— comentó a su marido, antes de alejarse de él—.
Tendrá… la música alta o algo así.
Con paso acelerado, Vanesa pasó al pasillo, hacia al entrada, donde Mónica
tenía su habitación. Aquello no le
transmitió buenas vibraciones: aquel corredor actuaba casi siempre como
amplificador natural, incluso a un volumen bajo mínimo… y ahora, estaba en
completo silencio.
—Mónica —se paró delante de la puerta, dándole un par de golpes con los
nudillos—. Cielo… la cena ya está. Tienes hamburguesa…
El tono de su voz fue bajando poco a poco, presa de una repentina y
extraña impresión de incorrección. No recibió respuesta. No salía ningún sonido
del dormitorio. Había, simple y llanamente, demasiado silencio.
—Cielo, vamos, que se va a enfriar. Luego, si quieres, podemos hablar
de…
Dejándose llevar por sus instintos, Vanesa agarró la manija y la bajó,
aun sabiendo que a Mónica aquella intrusión no iba a gustarle en absoluto. La
puerta cedió. Pero no se abrió. Había algo haciendo tope.
—Mónica… ¡Mónica! —no quería hacerlo, pero acabó gritando—. ¿Qué haces?
Venga, abre la…
Dejándose de remilgos, le propinó un fuerte golpe de palma con la
esperanza de que cediese un poco. No sólo no lo consiguió, sino que le dolió
todo el brazo.
—Vane, ¿qué estás…? —la voz de Tono llegó desde el comedor, seguida de
pasos pesados; su silueta no tardó en traspasar el umbral del comedor.
—Mónica — habló con calma, aunque con el rostro tomado por la
preocupación—. Se ha encerrado.
La decepción se dibujó por un instante en el rostro del consorte. Tono
suspiró.
—Mónica —llamó él a gritos, pegándose contra la puerta—. Sabemos que lo
estás pasando mal, pero, por favor, no puedes quedarte todo el día en tu
cuarto. Vamos, tienes que comer algo. Si no, te vas a poner mala y…
Sin respuesta; o estaba dormida o haciéndose la sorda. Pero conocían a
su hija y a sus diecisiete años, por más rabietas que hubiese tenido, nunca
había sido una tumba. Y, desde luego, aquello no era una rabieta.
—Mónica… —repitió su padre, esta vez comprendiendo que, como se temía su
esposa, algo no iba bien—. Escúchame bien, lo digo en serio, quiero que abras
esta puerta. ¡Ahora!
El grito fue alto y claro. Desde el otro lado de la puerta no hubo
ninguna respuesta.
Tono propinó un fuerte puñetazo a la puerta, haciéndola temblar en sus
goznes.
—¡Joder, abre la puta puerta… ya!
Ningún sonido ni respuesta.
Aquello fue más de lo que la paciencia de ambos padres aguantó. El
hombre intentó, como su esposa, luchar con el picaporte, para luego, una vez
comprendió que la causa del bloqueo era un obstáculo interno, cargar contra la
puerta.
—¡Cariño, o abres ahora… o te vas a acordar!
El último aviso estuvo tan falto de respuesta como los anteriores
intentos por establecer contacto. La mujer, nerviosa, se cubrió la boca con las
manos, intentando contener las lágrimas de puro miedo, mientras dejaba hueco a
las feroces embestidas de su marido. Y Antonio Alcaraz Cano era un hombre
grande donde los hubiese; un armario con brazos y piernas que descargaba toda
su fuerza, movido por una inestable mezcla de temor y furia, contra la entrada
a un cuarto que, poco a poco, se rendía al ariete.
Tras casi siete impactos, los bordes se astillaron y saltaron, la puerta
se entreabrió y la cómoda, cargada de cajones con camisetas, pantalones y ropa
interior coronada por pequeñas cajas de bisutería, adornos para el pelo,
maquillajes y un pequeño espejo, se desplomó. Sólo bastó una brisa para que la
puerta se abriese por fin.
La furia del hombre se
desvaneció al poner un pie dentro del dormitorio. Sus ojos se abrieron y su
piel empalideció. Su esposa, tras él, bajó lentamente las manos, abrió mucho la
boca y, finalmente, lloró.
—¡Mi hija! No…
Sin poder contenerse, Verónica se desplomó, mientras Tono se lanzaba
hacia la cama, en un intento de incorporar a su único ocupante. Pero era tarde;
con el rostro compungido, sólo pudo retroceder junto a su esposa y desplomarse
a su lado, fundiéndose con ella en un largo abrazo que, lejos de buscar
animarla, sirvió para que compartiesen su dolor común. Todo ello ante la
penetrante mirada de la tercera presencia en la habitación.
Mónica Alcaraz Vera se hallaba semierguida en el borde de su cama,
mirando a sus padres con ojos perdidos y su largo pelo negro cayéndole alboroto
sobre la cabeza. Había conseguido anudar un largo cinturón adornado con
pedrería, que le gustaba llevar cuando salía de fiesta, a la lámpara del techo;
de tal modo que había conseguido que resistiese el peso de su cuerpo; robusto
pero que siempre fue ligero y estilizado.
Ante ella, sus padres, descompuestos, lloraban. A sus pies, la sábana de
la cama se veía arrugada, por efecto de sus últimos pataleos en vida. A su
derecha, las persianas bajadas, como para asegurar que no hubiese ningún
testigo, ni siquiera la luz de la tarde, que la sorprendiese en un momento tan
íntimo. Y a la izquierda, brillando sobre su escritorio, la pantalla de su
ordenador crepitaba intermitentemente; como llorando de algún modo la pérdida
de su dueña.
Kevin Wheeler pegó otro trago de la botella de whisky. Con aquel, ya se
había chupado tres cuartas partes del contenido. Y, si bien empezaba a sentir
su cuerpo cada vez más entumecido y su consciencia cada vez más nublada, no
conseguía sentirse más motivado. Con una leve risotada, más fruto de su
incipiente borrachera que porque acabase de encontrarle la gracia a algo de lo
que se disponía a hacer, dejó que la botella rodase desde sus dedos, haciéndose
añicos contra el suelo.
—¿Hola? ¿Sigues ahí, Kevin?
La voz de su mejor amigo, Russel Talbot, le alcanzó como una flecha y la
sintió como tal, consiguiendo que irguiese su endeble cuello y abriese los ojos,
listo para responder.
—Digo que qué pasa. Hace un rato que no te oigo y… bueno, no sabía si…
El aludido se inclinó sobre la mesa para que se le oyera mejor.
—Sí, Russ, sigo aquí —susurró; seguro no obstante de que le oía—. Estoy…
terminando de pensármelo.
—Pero vas a hacerlo, ¿no? —preguntó Russ, con voz temblorosa—. ¿Verdad?
Kevin se incorporó, dejando vagar su atención por el soleado interior de
su casa. Por el techo, suelo y paredes de madera, tan fríos como debieran serlo
los de un mausoleo, con la luz matinal filtrándose por las ventanas y haciendo
brillar el césped del jardín. Y, con todo, aquella bucólica estampa no le
inspiraba nada.
Se frotó el mentón un momento, antes de volver con Russel.
—Pues, ¿sabes qué? Creo que sí. Pero… aún… no sé, necesito… convencerme
más.
Russel lanzó un prolongado suspiro, como dándole a entender que ese tema
ya estaba zanjado.
—Creí que ya lo habíamos hablado. Ya te
lo he dicho todo. Creía que lo tenías decidido.
Kevin martilleó un par de veces la superficie de la mesa con sus diez
dedos alternativamente.
—¿Y… ella? ¿Podría hablar con ella ahora?
Russel volvió a suspirar.
—Ya te lo dije. A ella la podrás ver cuando todo esté hecho. No… puede
hablarte como lo estoy haciendo yo ahora.
La mirada vidriosa de Kevin se apartó hasta la esquina opuesta del
mueble. Allí, rodeada por un arco de plata, Amy, con su precioso pelo rubio y
sus brillantes ojos verdes, con la cara ensanchada por una sonrisa, rodeaba a
su “yo” de hacía medio año; un yo más enérgico, vigoroso, alegre… vivo. Casi se
rió al pensarlo. Y, mientras lo hacía, dos lágrimas resbalaron desde el borde
de sus ojos.
—¿Da… mucho miedo esto, Russ?
—No tanto. Bueno… al principio un poco —admitió su amigo con timidez—.
Yo… Dios, al principio ni lo hubiese pensado. Ni en broma. Pero pensé en lo que
ofrecía. En lo que podía conseguir. Y después, di el salto… y no he estado
mejor en mi vida.
—¿Me dolerá?
Russel volvió a reírse.
—Es como vacunarse… un pinchacito a cambio de dormir más tranquilo.
Pero, claro, aquí es más grande porque lo que te espera es más grande.
Kevin se rió. Desde el otro lado, Russel le imitó.
—Entonces, Russ… ¿Cuándo podré volver a verla?
—Pronto, Kevin —fue la opaca respuesta de su amigo—. Una vez se ha
hecho, hay algunas cosas que hacer, puro trámite, pero… no tardarás mucho.
Kevin suspiró.
—Muy bien. Entonces, voy a hacerlo. Ahora.
Bajó la mirada al suelo, sintiendo cómo Russel asentía. Seguidamente,
estiró la mano, agarrando la foto de la joven y feliz pareja, tan distante y
desconocida para él ahora, y la miró detenidamente.
Amy, cariño, allá voy. Y, esta vez, no
volveremos a separarnos nunca.
Kevin Wheeler dejó la enmarcación con delicadeza delante de él. Su hueco
en la mano fue ocupado por un objeto más pesado.
Con los ojos cerrados y respirando profundamente, un último intento por
despejar sus malos pensamientos, alzó su viejo Colt 44, bajó el percutor… y
sintió como la frialdad del cañón imprimía un círculo a la altura de su sien
derecha.
Mientras, frente a él, el rostro de Russel Talbot no perdía detalle
desde la pantalla del ordenador. Sonreía.
Eiji Misawa estiró cuanto pudo su espalda, sintiendo el dolor en sus
vértebras. Con un crujido, el dolor de las horas revisando datos en la oficina
se esfumó por fin. Ya había terminado de trabajar, ahora tocaba descansar. Y no
había mejor lugar que allí. Sin las aglomeraciones del metro, ni las multitudes
de Nagoya, sin el estrambótico y caótico concierto de motores y voces que
recorría las calles de todo Tokio como el hormigueo de un pie al dormirse.
En su lugar, se encontraba en aquel amplio y exclusivísimo adosado, por
no llamarlo palacio. No, ya que no era como los castillos de tejado triangular
y paredes blancas del viejo Japón; aquel era un santuario a la última. Ni
siquiera tenía tejado, permitiendo apreciar la belleza del cielo nocturno, sólo
débilmente roto por el brillo de los focos. El suelo, cubierto de baldosas
oscuras, se bifurcaba en varias direcciones; ya fuese el salón de mullidos
asientos donde relajarse con una copa llena de los coloridos líquidos del
mueble—bar; la sala de baile, donde viejos y nuevos amigos se conocían al ritmo
de sus huesos al girar e inclinarse (tan distinto a la protocolaria maniobra de
mostrar respeto en forma de reverencia; práctica a la que, de algún modo, Eiji
atribuía la culpa de su dolor de espalda) o, incluso disfrutar un rato de la
piscina climatizada, cuyas aguas, siempre suaves y cálidas, acogían a cualquier
convaleciente aunque estuviese vestido.
Mientras subía las escaleras principales, de color basalto destacado por
el césped colorado de cerezos que impregnaban el aire con su fragancia, Eiji no
pudo evitar fijarse en uno de los ocupantes del recinto. Una mujer madura, de
cuarenta al menos pero aún bastante atractiva, con una larguísima melena
recogida en un cola de caballo y un vestido de licra negro y ajustado que
envolvía su cuerpo entre el esternón y las rodillas como haría una escayola
sobre un hueso roto. La mujer siguió su camino, fuese el que fuese, pasando de
largo del joven, sin saludarle siquiera. Tanto le daba a Eiji en realidad. No
la conocía de nada. Eso era una de las pocas cosas que aún no le gustaban de
aquel sitio, que le hacían… sentirse inseguro, cada vez que estaba allí. Casi
siempre, no conocía a más de la mitad de los presentes; cosa que podía
cambiarse con una charla trivial, pero que dado su carácter introvertido, no
solía hacer. Era lo malo de aquel sitio: al ser para todos, no era de nadie y
no se tenía ni idea de a quién podía encontrarse.
A medida que pasaba del exterior al interior, el ambiente se iba
animando. Tras las cuatro paredes de aluminio blanco, la música cogía ritmo y,
mirase donde mirase, grupos de amigos se arremolinaban para charlar, beber y
divertirse en general. Él, mientras, como un vigía de costa, oteaba el
horizonte en busca de un rostro conocido entre la…
—¡Eiji!
Miró hacia la izquierda, a la entrada al bar.
—¡Sho! —corrió al encuentro de su amigo, estrechándole el brazo mientras
sonreía con efusividad—¿Qué hay? ¿Cómo ha ido la cosa?
Sho Utsumi, su gran amigo desde que iban a segundo grado, se encogió de
hombros.
—Bien, la verdad; no puedo quejarme —dijo con resignación, pasándose el
pulgar sobre el labio superior, como para peinar su fino bigote—. El trabajo en
la planta de basuras va bien. Pero en casa…
Inclinó el rostro abatido. Mientras, su amigo cedió a la risa.
—No me digas: Naoko sigue igual de cabezota, ¿verdad? —era irrefutable;
nunca creyó que él fuese a casarse, y menos aún con una mujer de armas tomar.
—Se come mi sueldo, Eiji —se limitó a decir—. Todo. Como si fuese
insaciable.
Eiji le pasó un brazo sobre los hombros y le palmeó suavemente la
espalda.
—Vamos, vamos —le animó—. Lo que necesitas es beber un poco. Verás como
eso te anima.
Sho se irguió, asintió como un niño que hubiese recibido un regalo
sorpresa y se dejó guiar hacia las profundidades de la mansión.
Mientras, a una distancia inabarcable de millones de kilómetros,
reducida a apenas veinte centímetros de un cristal a otro, la visión de los dos
grotescos muñecos cambiando de cuarto provocó un ligero picor en los ojos de
Eiji. Se levantó las gafas y se los frotó suavemente, antes de volver a centrar
su atención. La iluminación era mala; reducida a una lámpara de flexo junto a
la mesa de aquel cuarto, sellado como la tumba de un faraón, pero que servía
para ver la pantalla. Y mientras, Eiji se enderezó, notando como los castigados
músculos de su espalda le pinchaban como un millar de alfileres.
Era una lástima,
se dijo a sí mismo, que las cosas, donde
él estaba, no fueran tan sencillas.
Imitando sin éxito la acción que su yo
digital había concluido hacía ya varios minutos, se inclinó un poco más, a fin
de no perder detalles. Siempre era divertido oír a Sho llorar la pérdida que le
supuso sacrificar su libertad de soltero.
El día amaneció gris, no del todo discordante con el siempre errático
período de entre estaciones, pero perfecto para acompañar a los dolientes,
congregados frente a aquel verdadero patio de cruces. El servicio religioso fue
breve, dando paso a la procesión de coches, particularmente lentos y calmados;
encabezados por el padre, con el luto esculpido en la cara como si esta fuese
de cera, y su esposa, a su lado, cabizbaja y con un pañuelo cada vez más
saturado de lágrimas, a modo de velo. El cortejo acompañó el ataúd con los
restos de la hija, sobrina, prima y amiga hasta su lugar de reposo; marcado
para siempre con una gruesa losa de granito gris sobre la que se había
esculpido un modesto ángel. Su epitafio, simple pero directo: LLORADA POR
SIEMPRE POR QUIENES TUVIERON LA SUERTE DE CONOCERLA.
El féretro bajó para que su ocupante recibiese el descanso eterno, por
fin otorgado tras el destierro del estúpido tabú que la habría hecho sepultar
boca abajo, besando por siempre la tierra y dándole la espalda al cielo. Ya
había bastante dolor fuera; tanto que, en un gesto hasta cierto punto inusual,
las clases de 1º de Bachillerato Humanístico habían sido suspendidas por completo,
a fin de que los numerosos amigos de Mónica Alcaraz Vera pudiesen dar el último y
sentido adiós a su amiga.
Todos estaban allí, sintiendo como uno solo, unidos por aquel profundo e
insondable lazo que es el dolor. Estaba Encarnación Miralles, totalmente
deshecha en lágrimas. Estaba Juan Vicente Verdú, otrora sonriente y bromista
con sus ropas alegres y pelo en punta, ahora reemplazados por el traje de paño
oscuro, el peinado de lado y las lágrimas contenidas. Estaba Romualdo
Gutiérrez, cuyo rostro latino, habitualmente impasible y orgulloso, se veía
sutilmente maquillado por sus gafas oscuras, deseoso de mantener sus
sentimientos desterrados de la mirada pública. Lidia Sánchez, Juan Pérez,
Carlos Rivero, María de las Nieves Vera, Ricardo Santiago, Ana Rodríguez; así
hasta los veintitrés que lloraban porque ahora eran veintidós; situación que ya
no cambiaría aunque su grupo se incrementase en ciento y uno.
Todos estaban allí. Paro había uno diferente a los demás. Iba vestido de
negro como ellos, sí. Estaba a las puertas de la mayoría de edad, también. Era
miembro de aquella peculiar congregación. Y lloraba. Todo como los demás. Pero
su dolor era distinto.
Marcos Ruíz Soler no quería ser visto por sus compañeros en aquella
situación, por eso estaba al margen, separado unos metros de la colección de
oscuros cuerpos plañideros, mientras las coronas de flores parecían querer
reemplazar la tierra como material de sepultura. Él lloraba de verdad, más que
ninguno de ellos. Para él no era sólo la pérdida de lo cotidiano, un rostro
familiar que se iba, una amiga que no volvería jamás. No. Para él era otro tipo
de pérdida.
Porque Marcos había querido a Mónica de verdad. La había amado de todas
las formas conocidas; romántica, platónica, literal. Algo en su cabello negro o
en su preciosa cara ovalada le había robado los suspiros y encandilado con el
deseo; ansiando quererla y que ella le quisiese a él más que ninguna otra cosa.
Pasaba las noches dando vuelta en la cama, soñando con que por fin estarían
juntos, los sitios a donde irían cogidos de la mano, las casas donde vivirían,
las camas donde harían el amor, el nombre que pondrían a sus hijos…
Y ahora, con los ojos abiertos separados por el torrente de lágrimas, el
sueño llegaba a su fin. Aquello era lo peor. Haberla perdido sin haber podido
hablar con ella. Sin haber podido decirle lo que sentía. La tortura perfecta de
no poder saber jamás si lo que había sentido habría podido realizarse en el
mundo o quedar reducido a sueños intensos, pañuelos amargos y ropa interior
manchada.
El padre dirigió unas últimas palabras de despedida a los asistentes,
que sentaron como un jarro de agua fría a través de los infinitos orificios en
las ropas. Alguno, incluso, llegó a mirar al cielo, pensando que había empezado
a llover de verdad. Después, los porteadores procedieron a bajar aquel bivalvo
de madera preñado para que recibiese sepultura y descanso eterno en un oscuro y
silencioso lecho de cemento cubierta de granito.
Con un suspiro de resignación, Marcos apartó la vista un instante,
recordando cómo empezó todo. Cómo se inició el desplome de fichas de dominó que
desembocó en aquella pérdida.
En los jóvenes, las emociones, como los cuerpos, maduran paso a paso;
evolucionando de un puñado de tierra y agua en niñez y adolescencia hasta que
adquieren consistencia, esculpida y labrada cuando su dueño madura. Marcos no
sabría decir, en realidad, cuándo empezaron a aflorar sus sentimientos por
Mónica; ya sabía en primaria, cuando tenían cinco años, que era una chica
divertida, bastante más osada que la mayoría de sus compañeros masculinos y lo
bastante cabezota para destacar. Alguien que queda en el recuerdo;
especialmente si se sigue a su lado, como fue el caso.
Fueron juntos a la ESO. Posteriormente, a bachillerato. Muchas
experiencias pasaron juntos. Exámenes, excursiones, fiestas, visitas al cine,
las tiendas, los bares… y, en algún momento de aquella amalgama de encuentros
alumbradas por bombillas de colores, algo hizo que Marcos empezase a querer a
Mónica. Y él quería creer que era mutuo. Pero él era tímido, un estudiante
vulgar y sin atributos destacables que poco reclamo ofrecía para una chica tan
enérgica, lanzada y sabedora de su belleza; no se habría atrevido a dar la
cara, a enfrentarse al rechazo y el ridículo. Prefirió guardar silencio y dejar
que el tiempo pasase, con la esperanza de que, tarde o temprano, el destino le
sonriera…
Fue, haría como medio año, durante el verano, donde una incógnita
imprevista arruinó el perfecto desarrollo de su calculada ecuación. Su nombre,
José Alejandro. José Alejandro… no se acordaba de más. Alto, corpulento,
temerario; alguien a quien no le asustaba decir lo que quería… ni cogerlo. Hijo
de un ingeniero industrial, había conseguido trabajo en un taller, donde
dedicaba largas horas a poner a punto una Honda roja y pesada, con la que luego
se paseaba por las calles a toda velocidad, como si el viento fuese su
copiloto. Coincidieron una vez, por casualidad, en un bar. Hombre alegre y
optimista, no tardó en conocerlos a todos, y
poner sus ojos en Mónica… La atracción fue inmediata.
Se pasaron el resto del verano siendo inseparables, viajando en el
particular dos plazas para visitar la playa donde se bañaban, las casas
paternas para comer y dormir y, por supuesto, los espacios apartados y
privados… donde buscaban intimidad. Y Marcos, impotente, veía como una larga y
candente espina se hundía en su corazón, cada vez más poco a poco. Viéndoles
sonreír uno junto a otro, sus manos entrelazadas, sus labios recorriéndose como
un perro siguiendo un rastro oculto. Y luego los detalles… ella prefería
contárselo a sus amigas. Pero, de un modo u otro, llegaban a sus oídos. Y en
esos días, sólo podía sonreír, disfrutando de la compañía de los demás hasta la
noche, cuando convertía sus sábanas en el pañuelo con el que secar sus
lágrimas.
La pareja, que había seguido junta hasta entonces con el beneplácito
general de sus allegados, tuvo, sin embargo, un final abrupto hacía escasas
semanas, como un adulto que lleva a un niño a una feria para, en el momento
álgido de su diversión, decirle que toca marcharse.
Era sábado por la noche. Tarde; pasadas las dos. La pareja iba a
reunirse con unos amigos de él, en un exclusivo
bar cerca de las afueras. Él tenía prisa. Aceleró a fondo, más de lo
habitual, según diría ella. Y entonces… el impacto, el estruendo, el breve
vuelo que concluyó con su cuerpo girando sobre el asfalto como centrifugado y
el casco haciendo reverberar su cerebro como un timbal en medio de un concierto
de percusión. Cuando la conmocionada chica se incorporó, los detalles formaron,
poco a poco, una explicación en su aturdida mente: en su prisa, José Alejandro
se saltó un ceda el paso. El conductor del Chevrolet azul que pasaba en ese
momento no lo vio venir. La más de tonelada y media del coche pulverizó a la
moto… y a su piloto; librándose su acompañante de milagro. Con todo, quizás
tuvo suerte. No pudo verle. Su cuerpo machacado, enlatado en la moto comprimida
que parecía sangrar por si misma a través de las heridas en su carrocería
agrietada.
Los médicos concluyeron que su cuerpo estaba bien; milagrosamente sana.
Pero su mente había sufrido una transición demasiado brusca de asimilar. De la
felicidad al luto en un solo golpe, como un bloque de hielo al evaporarse en
seco. Todo su entorno se volcó con ella: sus padres le devolvían la atención
infantil desterrada con la independencia de la madurez, sus amigos y amigas se
ofrecían en todo lo poco que sus modestos recursos ofrecían. Pero el hablar con
psicólogos de sus sentimientos le hacía sentir frágil; las sonrisas de
pretendientes desconocidos la humillaban en público como forzándola a pasear
desnuda por las calles. Así, los intentos por cerrar la herida sólo la
agrandaron. Y todos los allegados, Marcos incluido, habían limitado su
intervencionismo, pensando que sería lo mejor para mejorar la situación. Ya no
importaba lo que sintiesen; sólo querían que Mónica volviese a ser la que era.
Y ahora… seguramente, pensó que así se podría reunir con su amado. Una
forma extrema, absurda y, hasta cierto punto,
inútil, de acabar con todo. Y, lo peor, irreversible en todos los
sentidos.
El servicio terminó, dejando bajo los pies de los sepultureros aquel
cofre cuyo tesoro no volvería a ser desenterrado jamás. La multitud de rostros
tristes, tras los últimos apretones de manos y muestras de condolencia de
rigor, empezó a alejarse, rota su cohesión como un castillo de arena al
mojarse. Y Marcos aprovechó para acercarse a ellos, con una clara idea en
mente.
—Eh, Encarni —procuró no levantar la voz, acelerando el paso hacia la
silueta enlutada al apreciar que no le había oído—. Encarni.
Por fin le oyó. Encarna Miralles, con su ondulada melena rubia cayéndole
sobre los hombros, le miró, con rostro pálido y ojos enrojecidos por las
lágrimas.
—Hola, Marcos —se limitó a decir, sin fuerza en la voz.
Él se acercó a ella, casi acoplándosele como una rémora. No quería que otros
le oyesen.
—Tú… ¿sabes algo de esto? ¿Por qué…?
Ninguno de los dos se detuvo, aunque la incredulidad y el horror se
ocuparon de exagerar sus facciones.
—No —se limitó a decir por lo bajo—. No sé por qué lo habrá hecho. A mí
no me dijo…
Marcos suspiró con pesar, consciente ahora que, de haber un motivo
oculto, Mónica se lo había llevado a la tumba. Encarni había sido, desde
segundo de la ESO, la mejor amiga de Mónica, y había sido testigo de su romance
con dulce alegría del mismo modo que él lo fue con amargo dolor.
En ese momento, ella entendió su postura y adoptó una pose más prudente,
bajando la vista al suelo, fingiendo evitar mirarle.
—¿Y sus padres? —susurró Marcos—. ¿Crees que a lo mejor… debería
preguntarles…?
Notó que ella le daba un ligero tirón en la mano; una forma poco sutil
de tocar la campanita. Él le miró a la cara. Negó despacio.
—No están para eso, ahora. Entiéndelo —razonó—. Además, lo que sea… la
policía se ocupará.
Otro planteamiento que lo zanjaba todo y no decía nada. Sin poder
contenerse, la cara de Marcos se curvó de ira, al tiempo que daba una patada al
suelo de cemento.
—¡Joder! –lo hizo más alto de lo que quería; algunas cabezas hicieron
gesto de volverse hacia él—. ¿Por qué…? Mierda, Encarni, ¿por qué ha hecho eso?
¿Por…?
No pudo evitar sentirse incómodo, bajando también la cabeza mientras
respiraba con dificultad, intentando contener las lágrimas. No hubo, eso sí, ningún
reproche. Después de todo, como con el fervor a Dios, el dolor es expresado por
cada uno a su modo.
—No pienses en eso —zanjó Encarni; refugiándose tras la indiferencia
cómo él hacía con la ira—. Sólo piensa que… en alguna parte, estará feliz.
Puede que con José Alejandro. Que sea feliz…
Su voz se interrumpió; fingió rascarse el lacrimal por un picor
repentino
—¿Qué…? —Marcos decidió salirse del tema del mejor modo que conocía—.
¿Qué harás esta tarde?
Encarni suspiró, hinchando sus carrillos y vaciándolos como un fuelle
hasta vaciarlos de aire.
—Pues… —miraba al cielo y al suelo, buscando inspiración lejos de la
vista que la acompañaba—. Repasar un poco, ver si tengo algo pendiente, ayudar
a mi madre a limpiar… y luego, supongo que meterme un rato en WorldWeb.
Marcos asintió, apretando el paso mientras dirigía un temeroso ojo al
cielo. Parecía que iba a llover.
—Muy bien. Yo… veré qué hago también.
Encarni sonrió por un momento, como queriendo transmitirle ánimo.
—¿Sabes? —dijo—. Deberías probarlo alguna vez. A ella… le encantaba.
Estuvo casi todo el trimestre pasado usándolo.
Marcos tomó aire, conteniendo la respiración unos segundos.
—Lo veré —se limitó a decir—. Lo veré.
Poco a poco, la solemne procesión concluyó su marcha sobre el
camposanto. Sobre ellos, el cielo gris se resistía a sumar sus lágrimas a las
ya derramadas.
Kevin Wheeler parpadeó. Una, dos, tres veces. Seguía en el salón, seguía
en su casa; ahora, eso sí, al parecer por la mañana.
Perfecto, me he quedado dormido. Demasiado
alcohol.
El veredicto le dejó satisfecho; ya sabía qué no hacer la próxima vez. Bostezó, estirándose sobre la silla
rodante, deseoso de recuperar la sensibilidad de su cuerpo. Entonces se dio
cuenta de que la pantalla del ordenador seguía encendida. Y en ella, la última
página que visitó seguía abierta. Aquello, por un instante, le ruborizó.
Mierda. Como haya dejado colgado a Russ…
Notándose de improviso caliente y húmedo a la vez, como si hubiese
estado sudando, se pasó una mano tibia por el rostro. Y, cuando el trayecto
frente—mentón quedó cubierto, la apartó, curiosamente extrañado, preguntándose
cómo podía estar mintiéndole su tacto.
Esperaba notar sus dedos como habiendo acariciado un cepillo con cerdas
de acero; tal era el estado de su rostro, pinchado por la incipiente barba que
un par de días dedicados al nihilismo le dejaba como recuerdo. Y, sin embargo,
lo que notó sobre y bajo sus labios era carne lisa y suave, sin un solo brote
fuera de lugar, como si estuviese recién afeitado. Y, que recordase, no había
tenido una cita con la maquinilla desde hacía días; ni ayer… ni hoy.
Se volvió, deseando asegurarse de que seguía donde creía estar. Las
paredes de su casa, marrones y lustrosas, brillaban tan glacialmente como el
día anterior. La cristalera seguía cerrada, separándole del patio esmeralda. Y,
tras él, los inmaculados muebles blancos esperaban ocupantes, delante de la
mesita de metacrilato sobre una alfombra de lana que imitaba la alpaca, delante
del televisor que…
En ese momento, un detalle sutil, destacado por un pequeño rectángulo de
plástico amarillo, llamó la atención de Kevin. Cuando lo apreció con detalle,
su boca se abrió como un cavernoso hangar listo para recibir un vuelo.
Extendido sobre el suelo de nogal a su espalda hasta salpicar el
principio de la alfombra, se apreciaba un pequeño rastro de gruesas manchas de
color negruzco, en las que destacaban pequeñas masas grisáceas en forma de
grumos salpicados por pequeñas partículas astilladas de color blanco. Si
tuviese perro, podía pensar que había derramado por accidente una lata de su
comida. Pero, lo viese como lo viese, aquello sólo le sugería una cosa.
Tiro en la cabeza… sesos y sangre
salpicando suelo y paredes junto al cráneo…
Exactamente lo último que pensó antes de apretar el gatillo.
Lo recordaba tan vívidamente… la botella de whisky que cayó, la foto con
Amy, la pistola… Sólo el marco de metal con las dos caras sonrientes seguía en
su sitio. Lo demás, desparecido como su incipiente barba.
Kevin se frotó con nerviosismo la parte posterior del cráneo. Seguía
como siempre, sin un solo pelo fuera de
sitio; sin sangre coagulada, sin restos de hueso, sin un… gran agujero en su
cabeza. Luego avanzó hacia los restos de masa encefálica, como queriendo
comprobar que también eran reales. Se inclinó hacia ellos, listo para tocarlos,
cuando algo le distrajo. Había ruido fuera; voces hablando, cosas pesadas dejadas
caer, pasos… atravesando el jardín. Había alguien en su propiedad.
—Enhorabuena. Al final lo has hecho. Sabía que tendrías cojones para
hacerlo.
La intervención le sobresaltó, forzándole a volverse.
—Tú…
No podía creérselo. Apoyado contra el borde de la mesa, Russel Talbot le
contemplaba, sonriente.
—¿Cómo…? —Kevin se sintió desfallecer, temiendo resbalar y acabar
dándose de dientes contra el suelo—. ¿Cómo has entrado aquí, Russ? ¿Qué ha
pasado?
Su amigo le sujetó por los hombros, impidiéndole caer al suelo, momentos
antes de estrecharle con fuerza la mano.
—Me alegro mucho, de verdad —le dijo, sonriendo ampliamente—. Tendrás
muchas preguntas, pero… ahora no podemos hablar. No pueden vernos aquí.
—¿Quiénes…?
A oídos de Kevin llegó el sonido de pasos en el porche, seguidos del
arañar de una llave en la cerradura.
—¡Vamos! —ordenó Russ, dándole la espalda—. Tenemos que irnos. Sígueme.
—¿A… adonde? —tan confuso como cualquier recién despertado, Kevin sólo
podía mirar con nerviosismo hacia la entrada de su casa—. ¿Y cómo vamos a salir
si…?
—Tranquilo —le indicó Russ, inclinado, tapando el ordenador con su
amplia espalda—. Saldremos de aquí… por donde he entrado yo.
Kevin sonrió por lo bajo. Tenía que ser un sueño, seguro. Era,
simplemente, demasiado raro.
Su sonrisa se ensanchó cuando Russ le agarró por la muñeca.
—¿Qué vas a hacer, teletransportarte?
—Mira, mejor así. Así te puedo llevar ya con ella.
—¿Con quién?
—Con ella. Con Amy.
La sonrisa de Kevin se borró, su ceño se frunció en señal de
incredulidad y su boca se abrió, reflejando indignación. Aquello era demasiado.
Quería saber qué estaba pasando. Quería una explicación. La exigía.
—¿Cómo, qué…?
No tuvo tiempo de formular la pregunta; agarrándole, Russ se lanzó hacia
el ordenador… y, surgido de la nada, una red de finas líneas, verdes, rojas y
azules, entremezcladas por algún proceso óptico que les hacía formar todos los
colores del arcoíris les rodeó, formando un túnel que se volvió blanco… como la luz cegadora que se precipitó sobre
ellos desde el final.
Pensando inicialmente que un tren iba a arrollarles de frente, Kevin
gritó. Y su voz se esfumó de su casa.
Cuando la puerta se abrió por fin, Kuttner y Miles avanzaron pesadamente
hacia el salón. Iban cargados con cubos de agua, botellas de desinfectante,
cepillos y estropajos. Envueltos en un hermético mono blanco, su trabajo era
limpiar el escenario de la acción, ahora que sus elementos principales habían
sido retirados; muy especialmente el aparatoso y engorroso cadáver del dueño.
Kuttner se inclinó, listo para empezar delante de la alfombra cuando, por
un momento, un zumbido le llamó la atención. Giró su cabeza.
—¿Cuánto tiempo va a seguir eso encendido? —preguntó, mirando al
ordenador.
Sobre él, Miles se inclinó de hombros.
—Supongo… que los polis mandarán a alguien luego, un informático o
alguien… a ver qué sacan.
Kuttner negó con pesadez, volviendo al trabajo.
—Y esa mierda virtual… ¿crees que pudo tener algo que ver con que ese
tío se volase los sesos?
Por unos minutos, Miles se rió estruendosamente; su mascarilla se agitó
como si la euforia fuese a desencajarle la cara, antes de recobrar la
compostura.
—La verdad, lo juro, espero que no —dijo a su compañero, mientras dejaba
un cubo en el suelo y echaba algo de amoníaco en su interior—. Porque mis hijos
están enganchados a ese juego de mierda y, si les digo que se lo voy a quitar
porque induce al suicidio…
Con resignación en los ojos, los dos limpiadores se dispusieron a
purificar el lugar, borrando las señales físicas de la tragedia.
Tras anunciar con un pesado grito su llegada a casa, Eiji Misawa se
descalzó y empezó a deshacer el nudo de su corbata mientras se dirigía a su
habitación. Su padre, gerente de una
tienda de complementos para el hogar, aparentemente no había llegado aún. A su
madre, cocinera en un restaurante en pleno centro de Toshima, no la esperaba
hasta mucho más tarde. Su triste panorama: su trabajo llevando las cuentas en
varios locales de la cadena Seiyu le daba para comer… pero no tanto para vivir,
no tanto para volar lejos de aquel nido donde ya llevaba la muy respetable
cifra de veintidós años. Ciertamente preferiría un lugar más íntimo que su
habitación; no es que se le pasase por la cabeza acabar siendo un hikikomori[1]…
pero, por el momento, no le hacía demasiado mal la compañía paterna,
sentimiento que sentía mutuo.
Cuando la puerta de su cuarto se cerró, ya había conseguido quitarse la
chaqueta y los pantalones; sólo quedaba desabotonar su camisa para quedarse en
paños menores. Dos minutos para ponerse algo más hogareño y ya podía iniciar un
nuevo y breve día en su otra vida.
El ordenador se encendió, la pantalla se iluminó y, tras algo menos de un
minuto, volvía a estar vestido de oficina, con sus gafas exageradamente grandes
y con bastantes kilos de más. Y, todo había que decirlo, uno de los grandes
éxitos de aquel programa era el parecido entre el burdo avatar y su equivalente
humano.
Se encontraba en el mismo sitio de ayer, la misma mansión atestada sin
techo, con su música machacona y su iluminación recargada. Una fiesta cutre sin
fin, un lugar curioso para relajarse, pero que se volvía anodino… si se
revisitaba suficientes veces.
Mientras colocaba sus verdaderas gafas en su sitio, Eiji se guió hacia dentro
de la casa para esperar a su amigo; había quedado con Sho el día anterior antes
de despedirse, usando aquel sitio como punto de encuentro previo a una opción
más… estimulante.
Eiji avanzó, entre el aleatorio flujo de hombres vestidos de etiqueta y
mujeres de sensuales vestidos; entre los que se intercalaba ocasionalmente un
adolescente con el pelo azul o rosa, deseando ver a un amigo. Y es que, si
aquel programa tenía un defecto que echar en cara era la ausencia de un
indicador de quién estaba o no activo.
Por fin, vio a una figura, de apariencia más bien parecida a la suya,
dirigirse hacia su avatar.
—Hola, Eiji —saludó Sho, reproduciendo un apretón de manos con el máximo
detalle que sus gráficos le permitían—. Perdona el retraso. ¿Me has estado
esperando mucho?
—No, tranquilo. En realidad, acabo de llegar hace cinco minutos y me he
enchufado ahora.
Su amigo se rió.
—Perfecto. Por cierto, antes de salir… he pensado que, si no te importa…
he venido acompañado.
Eiji frunció el ceño. Aquel cambio de plan era muy inusual y, en
consecuencia, algo muy raro.
—¿Por qué me va a importar? ¿Quién es?
—Una dama —reveló Sho impertérrito—. Que tú conoces.
A los dos lados de una pantalla, dos caras se inclinaron, asombradas
ante la revelación.
—Escucha —casi lamentaba que el recuadro de diálogo sobre su yo
virtualmente no pudiese imitar el tono que estaba insuflando a las palabras que
pensaba—. Sabes que soy tu amigo y sólo pienso lo mejor para ti. Así que… ¿en
qué demonios estás pensando?
Sho parecía sorprendido por el reproche.
—Eiji… ¿a qué te refieres?
—¿Cómo? —o estaba inusualmente ausente o haciéndose el tonto—. No sé si
lo sabes. Pero ponerle a tu mujer los cuernos por Internet ha acabado con
muchas relaciones reales.
Para su mayor asombro, Sho empezó a reírse con sonoras carcajadas.
—Ah, tranquilo. Por eso no te preocupes.
Eiji se mantuvo unos minutos en silencio, inmóvil, petrificado ante la
actitud de su amigo hasta que éste se volvió, haciendo señas con la mano hacia
alguien fuera de su vista. Y, seguidamente, una figura femenina empezó a caminar
hacia él. Iba vestida con lo que parecía un kimono rosa, en contraste con una
melena larga y suelta. Se detuvo junto a su acompañante masculino. Tal y como
Sho le previno, Eiji la reconoció. Y aquello, más que una sorpresa, le pareció
un milagro.
—Naoko —empezó, escribiendo con dedos erráticos—. Buenas noches. ¿Qué
haces tú por aquí?
La aludida rió tímidamente, cubriéndose pudorosamente la boca con su
mano enmangada para disimular el rubor en su rostro.
—Sho me habló acerca de esta página, de este juego… y pensé que podría
ser divertido. Hacía tiempo que no hacíamos nada juntos. Lo malo, claro está,
es que cualquiera puede verte aquí. Y…
Volvió a reírse hondamente, apurada por la falta de discreción ante
cualquiera que echase un ojo al interior de aquel pequeño mundo
Eiji se quedó boquiabierto, simplemente; gesto que, por suerte, su
réplica no podía imitar, al menos por sí misma. Aquella esposa, compradora
compulsiva, ama absoluta del hogar familiar, soberana implacable de las
relaciones conyugales, siempre vista como una mujer moderna e independiente que
paseaba alegremente por las calles atestadas con su perrito cogido corto de la
correa… ¿Podía ser la pudorosa y simpática mujer que se dejaba llevar por las
juergas privadas de los dos amigos?
—Bueno, me alegro de veros. A los dos —a Eiji le costaba expresarse;
aquella situación se le escapaba de las manos—. ¿Y cómo lo hacéis? ¿Estáis conectadosa
la vez desde dos ordenadores distintos?
Esta vez no hubo comunicación verbal; ambos avatares movieron su cabeza
al unísono con determinante y cómica negación.
—Estamos juntos — comunicó Sho, rodeando a Naoko por la cintura con la
mano—. Nos alternamos para escribir, para decir lo que queremos.
—Sí…
Ella soltó una rápida risita, contestada por un beso de su esposo en la
mejilla.
Eiji sonrió por lo bajo. Empezaba a sentirse incómodo. Y no podía evitar
preguntarse si merecía la pena seguir allí.
—Bueno —intervino Sho, soltando a su mujer —. Hemos venido a
divertirnos. ¿Tenías algo en mente, Eiji?
Hubo unos momentos de silencio, traducidos en que el tercero en
discordia adoptó una pose pensativa durante la cual no agregó ningún
comentario. No sabía qué decir.
—Pues… la verdad, no se me ocurre… —confesó, sin poder separar la vista
de la reconciliada pareja—. ¿A vosotros os apetece algo?
La pareja se miró por un par de instantes. Luego le miraron, con
sonrisas a juego.
—¿Pues, sabes qué? Se nos ha ocurrido algo que puede ser divertido.
Eiji les miró con suspicacia, inclinando su rostro en el mundo real.
—¿Qué es?
—Es una sorpresa —le respondieron al unísono—. ¿Vienes con nosotros?
Eiji no tuvo ocasión de responder. Una serie de comandos se activaron
por sí solos; un resplandor engulló la escena, cegándole durante unos segundos.
Se apartó durante la fracción de tiempo suficiente para ver cómo había cambiado
la escena.
La casa de la fiesta había desaparecido. En su lugar, un largo y
ondulante aro de hormigón, rodeado de altísimas gradas, con enormes focos iluminando
el centro y el rugido de los motores como música de fondo. Al verlo todo con
claridad, ambos Eijis sonrieron.
—¿Carreras de coches? —buscó con la mirada a sus acompañantes—. No sabía
que te gustasen. Ni a ti…
Se interrumpió a sí mismo, sorprendido al verles con su nueva
apariencia. Ambos ceñidos en relucientes monos de colores brillantes, con la
cremallera subida y un casco cubriéndoles el rostro.
—¿Vienes tú también? —le preguntó Sho—. Tienes el traje listo.
Y era cierto; el complemento había aparecido en su lista de entradas.
—Muchas gracias por el regalo —aceptó Eiji, pulsándolo.
Su clon digital se convirtió en un extraño astronauta rojo y dorado, con
el rostro tapado por la amplia visera de la protección.
—Muy bien – Sho se apartó de Naoko y dio una palmada—. Os echo una
carrera. Apuesto lo que quieras a que no podéis ganarme.
Eiji sonrió, preguntándose si imitando el gesto con el casco puesto, sus
amigos serían capaces de apreciarlo.
—Muy bien. Acepto el reto.
Un chasquido de dedos y la magia obró. Los tres aparecieron insetados en
tres estrechos bólidos de carreras, tras la gruesa franja de cuadrados blancos
y negros de salida. Un banderín rojo fue
agitado por una mano invisible y la competición empezó.
Básicamente, aquello era un “machaca-botones”, pulsando sin parar el
botón adecuado del teclado mientras se mantenía la vista fija en la pista, lo
que equivalía, a grandes rasgos, a teclear a ciegas. Una buena forma de
descargar adrenalina.
Eiji sonrió. Iba en cabeza… y la carrera iba a ser corta. Luego habría
más cosas que hacer. No en vano, el mundo de la red ofrecía un sinfín de
opciones a los refugiados en su seno.
Marcos se recostó sobre la cama, descansando un rato. Había ordenado su
cuarto, puesto su ropa a lavar y hecho la fregaza. Y, como una de las partes de
su “rutina para el olvido” había consistido en volcarse cuando pudiese en los
estudios, no tenía ninguna otra faena pendiente ese día. Ese día no había
habido clase, así que no tenía deberes. Tenía un examen de historia dentro de
dos días, y otro de latín el viernes. Pero había tiempo para eso. Ya se lo
tenía muy leído.
Sólo eran las cinco, pero su habitación, con las luces apagadas, estaba
sumida por completo en la oscura penumbra. Afuera, el tiempo no cambiaba.
Seguía gris, y a veces se oía el rugido de un trueno en la distancia, pero no
caía ni gota, como un niño amenazando con llorar si no recibe aquello que
quiere.
Tras estirarse por completo, quedó mirando al techo. No tenía nada que
hacer. Era pronto. Y no estaba demasiado cansado. Tal vez…
Sin nada mejor que hacer, retiró la silla de su mesita, se sentó y
encendió el ordenador. El software
tardó unos minutos en iniciarse, tras lo cual, la pantalla se encendió. Su
imagen, no pudo evitarlo, le sentó como un manotazo en la cara.
El salvapantallas representaba una imagen del verano pasado; una pequeña
concentración previa a la entrada de un concierto de verano. Todos aparecían
sonrientes en ella. Encarni en la esquina superior derecha, junto a Lore, una
amiga de otro instituto y Juan, el payaso de la clase; buen tío, que parecía
haber querido ir de seductor en el grupo… sin mucha suerte. En el centro,
abajo, como un enano empequeñecido por un círculo de gigantes, él mismo,
intentando sonreír mientras dejaba espacio a los demás, donde destacaban…
Mónica y José Alejandro, con los rostros pegados uno al otro, sonriendo a boca
abierta. Recordaba bien ese día; toda la mañana y toda la tarde al aire libre.
Se divirtieron mucho. Prometieron que, otro año, sería igual…
Sí, si hubiese otro año,
se dijo a sí mismo con sorna.
Tras unos segundos de espera, abrió su correo electrónico. Poca cosa.
Publicidad de una tienda de artículos de ocasión. Paula González quería saber
si estaba bien, después del funeral. Carlos Rivero se preguntaba si el horario
de clases se vería alterado por lo ocurrido, a lo que se sumó Rafael Hurtado,
preguntándose por los exámenes.
La vida seguía, concluyó Marcos. Hasta que vio un último mensaje, de
parte de Encarni.
Un enlace. A la página de WorldWeb.
Marcos no podía creerlo. Aún ni habían podido empezar el luto
propiamente dicho y ya tenían todos algo mejor en lo que mantener la cabeza
ocupada. Incluido aquel estúpido juego on—line.
Bueno, la verdad… no tengo nada mejor que
hacer. Y por probar…
Marcos pulsó el enlace; la página de presentación apareció ante él en el
acto. Una puerta metálica, similar a la entrada de unos grandes almacenes, pero
con un escenario verde, de colinas y parques de fondo, se presentó con un sol
radiante en el cielo. A su alrededor, varias figuras anoréxicas y macrocéfalas,
caricaturas de personas reales, se agrupaban en dos colas a los lados,
esperando para entrar. A la cabeza de la izquierda, una chica joven de piel
oscura y larga cola de caballo, vestida con una camiseta corta y minifalda,
sostenida por altos tacones blancos. A la derecha, en contraste, había un chico
con gafas de nieve, gorro de lana y ropa de esquí. Todas las posibilidades,
todas las edades, sexos y razas, cada una con su propio conjunto. Tales eran
las posibilidades que se le ofrecían.
Aquel curioso juego apareció hacía aproximadamente un año. Mitad Facebook,
mitad Los Simms (lo que era lo mismo; mitad red social, mitad juego
interactivo), aquel programa ofrecía la posibilidad de personalizar un
personaje a semejanza de su creador y, a través de él, interactuar con otros
usuarios conocidos o no (ofrecía, eso sí, la posibilidad de ampliar el círculo
de amistades) mientras se practicaban diferentes actividades de todo tipo; no
muy distintas de cualquier otro videojuego, eso sí. Deportes de equipo, de
montaña, esquí, escalada, carreras, artes marciales, tiro al blanco… las
opciones para entretenerse eran grandes. Eso sí, la verdadera particularidad de
aquel juego era que, más allá de hablar a través del grotesco muñequito,
novedad estaba en que no te limitabas a manejar una representación virtual de
ti mismo: las opciones de personalización iban más allá del aspecto. Datos
biológicos, biográficos, ideas, carácter… Antes de abrir la boca, podías saber
si aquella figura informe de la esquina era una top—model de sesenta kilos,
preocupada por las ballenas y el hambre en el mundo que aspiraba a casarse con
un deportista famoso o un obeso cincuentón dueño de una multinacional,
preocupado por el intervencionismo estatal en materia de contratación y deseoso
de que la izquierda no atisbase votos en las próximas elecciones ni en pintura.
A mucha gente eso le atraía; decían que era como en la vida real. Pero para
Marcos, la idea de poner tantos datos personales donde cualquier chalado podía
campar a sus anchas…
Su aparición, repentina y sin anunciar, se propagó como la pólvora casi
desde el primer momento. Cuando las primeras noticias, boca a boca, sobre
aquello se extendieron, se convirtió en un fenómeno. Muchos dejaban de salir a
hacer deporte o irse de compras sólo por pasear y ver gente porque,
simplemente, les resultaba más cómodo operar desde sus ordenadores, a través de
aquellos yos pixelados. No sólo era
gratuito y servía para jugar; los amigos podían hacer actividades juntos,
contactar con gente en la otra punta del planeta y, fuera de su concepción
inicial, intercambiar fotos y mensajes como en cualquier otra red social. Era
lo mejor de todo en un solo formato. El pasatiempo virtual definitivo.
Marcos dirigió con cuidado el cursor hacia la larga lámina bajo la
puerta, en la que podía leerse INICIAR SESIÓN.
Los espacios para que el usuario se identificase se desplegaron; en su
caso, un salto a través de un barranco. Así que bajó un poco más, hacia el
pequeño apartado que indicaba REGISTRARSE.
Un larguísimo cuestionario se desplegó ante sus ojos, incluyendo los
datos a incluir para cumplimentar el ingreso, en algunos de los cuales
destacaba un pequeño asterisco rojo que indicaba Inclusión obligatoria. Parecía que había detalles que podían
omitirse, pudiendo incluirse en la personalidad
del avatar cuando al usuario le viniese en gana.
Con detenimiento, Marcos recorrió las preguntas obligatorias: nombre,
sexo, fecha de nacimiento, dirección de correo electrónico… nada raro cuando se
rellenaba algo en Internet. Más raro le resultó, por otro lado, tener que
incluir su DNI, su domicilio, su peso, su altura y una foto suya. No podía
evitar pensar que, si alguien quisiese, aquel podía ser un verdadero campo
abonado para usurpadores de identidad y hackers de cuentas. Y, sin embargo,
aquella era una red a nivel mundial y, que se supiese, al menos en su corto
período de vida no había protagonizado ningún incidente o escándalo. Aunque, desde
luego, lo más raro fueron algunas preguntas de inclusión opcional: nombre de
los padres, nº de hermanos, nombre del mejor amigo. Pensamiento más frecuente.
Mayor sueño/deseo. Nombre de la persona a la que más se quiere…
¿Y a vosotros que os importa? Una
vez el último apartado de la marca carmesí estuvo relleno, pulsó la señal que
indicaba DEFINICIÓN DE AVATAR CONCLUIDA. Seguidamente, sobre una breve
palestra, apareció una informe figura antropomórfica que, mientras daba vueltas
como una pieza de exhibición, empezó a adquirir rasgos humanos frente a sus
ojos.
Cuando el proceso de moldeado de su embajador en WorldWeb terminó, la
figura quedó suspendida por un segundo en el aire para que pudiese verla bien, causándole
tanta impresión que sus latidos alcanzaron sus oídos. Aquello no era una
caricatura de una persona real. Era más bien una imagen reflejada por un espejo
deformante. Costaba de creer, pero se reconocía en aquel monigote virtual, que
llevaba su nombre, su cara y los datos personales de su vida. No en vano, se
supone la única intimidad allí se tenía entre los participantes. Como en la
vida real.
Una vez su yo de WorldWeb estuvo listo, tuvo que cubrir su desnudez
(aparecía tan sólo con una camiseta interior de tirantes y unos calzoncillos
blancos) con las ropas de su elección; optando por unos vaqueros y una camiseta
negra con un dibujo que evocaba el esqueleto de un dragón. Seguidamente, el
avatar empequeñeció, situándose ante la puerta principal, ahora vacía, sobre la
que vio desplegarse de la nada una pancarta blanca, iluminada por una lluvia de
confeti.
¡BIENVENIDO A WORLDWEB, EL MUNDO VIRTUAL DONDE LA DIVERSIÓN ES REAL!
Marcos sonrió; había que reconocer que la recepción que ofrecía a sus
novicios era cálida y agradable. Seguidamente, un recuadro, este de escritura,
apareció en la parte superior de la pantalla. Su contenido parecía evocar el
lema de un mal curso de autoayuda.
¡Ayúdanos a conocerte! Podemos
hacer que tu estancia aquí sea sensacional, pero no podemos decidir qué puedes
hacer. Así que dinos, ¿por dónde quieres empezar?
Una larga lista de opciones se desplegó. Salas de baile, salas de
fiestas, coliseo, circo, piscina olímpica, campo de fútbol… Más opciones de las
que podía imaginar. Tantas, que no sabía con cual bautizarse.
Tras una risita de rigor, se decidió por la cancha de baloncesto, uno de
los deportes que mejor se le daba; a ver si su talento real era igual al del
mundo de la red. Quizás fuese divertido. Quizás, después de todo, Mónica
hubiese tenido un buen motivo para que le gustase aquello. Mónica no fue la
última ni la primera.
De Queens había pasado a Europa, o algún sitio parecido; no tenía ni
idea de donde estaba salvo, evidentemente, delante de un castillo. Kevin se
sentía como uno de aquellos personajes de película cómica de tercera que
aparece viajando a otra era de improviso. Quería despertar, volver a su casa,
listo para otra miserable ración de comida rápida. Pero, evidentemente, no era
así.
Era enorme, quizá no tan alto como los rascacielos de Manhattan, pero sí
era, desde luego, mucho más imponente. Las murallas, de al menos cincuenta
metros de colosales bloques de granito, se extendían para rematar en cuatro
almenas coronadas por un tejado en punta, parecido a los de las ilustraciones
de los cuentos de hadas; todo ello alrededor de una altísima torre
cuadrangular, coronada por una boca abierta de pronunciados dientes de piedra.
Incluso tenía foso; una zanja de más de quince metros que daba a un anillo de
agua embalsada, limpia y brillante, en contraste con el inmundo lodazal
infestado de cocodrilos que se esperaba. Aunque poco importaba, ya que el
puente levadizo estaba bajado.
—Bueno, ya hemos llegado —Russ detenido de espaldas a él frente al
puente, se volvió, recuperando su atención—. ¿Qué te parece, colega?
—Vaya —a Kevin le resultaba difícil encontrar palabras para describir lo
inexplicable—. Es… pero, ¿cómo hemos ido a parar…?
Russ se rió, antes de acercársele y darle unas palmaditas en el hombro.
—¿Ya te has olvidado, Kevin? —dijo, mirándole a los ojos—. Ahora estás
en un sitio donde todo es posible. Cualquier cosa, por increíble que parezca,
se hace realidad. Por eso hiciste lo de anoche, ¿no?
Un nudo se le formó en la garganta al aludido, obligándole a asentir con
la cabeza.
—Perfecto —Russ le cogió por la muñeca, antes de ponerse en marcha hacia
el interior del castillo.
Caminaron, con paso firme pero tranquilo sobre el portón de madera,
sostenido por dos gruesas cadenas de hierro, conscientes de que, seguramente,
no cedería. Apenas les bastó un minuto para cruzar el arco que daba a la
entrada principal.
—¡Guau…!
La leche.
Era, simple y llanamente, mucho mejor que cualquier fantasía que pudiese
tener. Aquello no parecía la entrada de un castillo medieval, sino la recepción
de un hotel de cinco estrellas. La máxima expresión del lujo y la ostentación.
Una gigantesca alfombra roja, con bordados de oro representando motivos
florales, se extendía por el suelo de piedra, abarcándolo todo desde el puente
hasta una serie de entradas sin puertas, idénticas a la principal pero más
pequeñas, y unas enormes escaleras al fondo, que parecían subir a la torre
central. La luz, en lugar de venir de antorchas en las paredes y velas en
candelabros, procedía de elegantes lámparas de araña cubiertas de cristales que
(prueba suprema del triunfo de la tecnología) brillaban con luz eléctrica. Las
paredes, libres del peso del primitivo fuego, estaban atestadas de tapices que
representaban a caballeros con armadura batallando o a gigantescas bestias de
antaño sembrando estragos.
—Vaya… —a Kevin empezó a faltarle el aire, sintiéndose pequeño para
donde se encontraba—. Es… precioso.
Con una sonrisa, Russ asintió.
—Claro que lo es —le susurró al oído—. En WorldWeb todo es precioso.
Ven, te lo enseñaré un poco mejor.
Volvió a cogerle de la mano, llevándole a una entrada a la izquierda.
Kevin, como un sonámbulo, se dejó guiar; su vista, cautivada por las maravillas
que había encontrado en un segundo de ceguera.
Cuando pasaron bajo el arco, Kevin comprobó que, tal y como solía pasar
en el resto de recintos que había visto en aquel programa, no estaban solos
entre aquellos muros. Pudo ver, moviéndose por la sala en la que estaban, más
personas. La mayoría eran hombres y mujeres de mediana edad, no muy distintos de
ellos; vestidos, en su mayor parte con elegantes trajes que, si bien parecían
querer emular el entorno medieval del castillo, estaban dotados de muchos
detalles modernos, como los zapatos con cordones, los vestidos de tirantes o
los relojes de oro. Les veía aquí y allá, charlando y riendo entre ellos, con
vasos tubulares llenos de líquidos de colores en la mano. Y entre ellos, unas
figuras que destacaban: solían ser más bajos que la media, llegándoles a ellos
por los hombros, y su vestimenta consistía en calzas a rayas azules y
amarillas, un peto de caballero y un sombrero verde de cascabeles; como si en
aquel castillo se hubiese juntado a pajes, soldados y bufones en una misma
forma. Sin embargo, lo más llamativo era su ocupación… y sus rostros. Iban de
aquí para allá con modernas bandejas circulares de metal en el brazos derecho,
por lo que Kevin pensó que debían ser algún tipo de camareros o sirvientes de
aquel escenario. Sin embargo, mirase donde mirase (se cruzaron al menos con seis
en el trayecto previo a su entrada) nunca vio que llevasen nada en las
bandejas. Y, con todo, lo más llamativo eran sus caras: en el hueco bajo los
cascabeles, había tejida una especie de velo oscuro que impedía apreciar ningún
rasgo de la cara de debajo.
Aquellos personajes sin cara le llamaron demasiado a Kevin la atención.
—Oye, Russ… —le cogió del hombro para frenarle—. Esos de las bandejas…
¿Quiénes son?
Russ dobló ligeramente la cabeza, sin llegar a mirarle.
—Nadie. Sólo los nuevos. Deben estar un tiempo en el servicio antes de
poder disfrutar de todo esto por completo. Tú, de hecho, deberías unirte a
ellos antes de…
Russ dejó de hablar, al percibir el desconcierto que debía inundar la
mente de su amigo, aun sin verle. Finalmente, no pudo contenerse y rió.
—Es coña, tío —admitió—. Esos son sólo el servicio.
Lo que si notó plenamente fue el puñetazo que Kevin le propinó en el
hombro derecho.
—Capullo —musitó éste—. ¿Quiénes son? ¿Son también usuarios de…?
Kevin se calló, al percibir como Russ negaba con la cabeza, al tiempo
que se masajeaba la zona del impacto.
—No, no lo son. Son adornos… parte del programa, como el castillo.
Sirven para llevar la bebida.
—¿Qué bebida? Las bandejas están vacías.
Russ reaccionó caminando finalmente al interior de la estancia. Mientras
lo hacía, uno de los extraños camareros pasó por su lado. Sin hacer ni decir
nada, Russ extendió la mano sobre la bandeja vacía. Para asombro de Kevin, su
mano se cerró en torno a uno de aquellos vasos, repleto de un líquido amarillo pálido.
Russ se lo llevó a los labios y pegó un largo trago.
—Ah, margaritas —dijo al acabar—. Cuando quieras, ya sabes.
Kevin no dijo nada; se limitaba a admirar la nueva sala.
Era algún tipo de salón, casi tan grande como la recepción y no menos
lujoso. La pared del fondo estaba ocupada por una colosal chimenea
delicadamente esculpida, donde un fuerte fuego brotaba de unos leños;
obviamente con un fin más estético que térmico. Pudo ver cuatro grandes
alfombras, aparentemente hechas con piel
de tigre (pero al menos dos veces más
grandes que ningún felino que hubiese visto de esa especie) y rodeadas por
sofás de lujoso cuero rojo. A su alrededor, cabezas de ciervos, antílopes,
leones, rinocerontes y todas las fieras imaginables adornaban las paredes, bajo
las que se alineaban una exhibición completa de armaduras medievales, con todas
sus armas y accesorios posibles.
Y, aquí y allá, sentados en los sofás o junto a ellos, las personas se
congregaban, mientras aquellos bufonescos lacayos se paseaban entre ellos sin
rumbo fijo. Una pareja que destacaba por su contemporaneidad, un hombre peinado
hacia atrás vestido con un elegante esmoquin y su acompañante, una atractiva
mujer pelirroja con un largo vestido que parecía hecho de millones de minúsculos
diamantes, hicieron un gesto hacia los dos recién llegados.
—¡Ah, hola! —Russ les saludó con entusiasmo, antes de volverse hacia
Kevin, al que habló en susurros—. Esos de ahí son el señor Walter Damon y
señora. Fueron amigos míos cuando trabajaba en el medio oeste… una pareja
simpática. Les convencí de esto como a ti, hace un poco más de tiempo… y no les
he visto mucho desde entonces. Si no te importa…
—Claro, claro —Kevin no quería que le dejase; le aterraba estar solo en
aquel lugar, pero, por otra parte, no se sentía capaz de retenerle—. Haz lo que
quieras. Yo… me pasearé por aquí, a ver que…
Russ se cubrió un momento el mentón, mirándole detenidamente.
—Claro, es verdad —dijo tras su breve autorreflexión—. Se me olvidaba.
Hizo una seña a uno de los, en apariencia, ausentes criados, en la que
incluyó varias miradas hacia él. Seguidamente, le soltó. El hombrecillo del
gorro de cascabeles se detuvo junto a Kevin.
—Síguele —le indicó a Kevin imperativamente—. Te llevará… donde debes. Y
ahora, si no te importa…
Se despidieron con un asentimiento; Russ se dirigió hacia sus conocidos.
El criado emitió un gruñido y se puso en marcha, obligando a Kevin a salir en
su persecución.
Tras él, quedaron las risas.
—¡Un brindis! —propuso una voz masculina—. ¡Por la buena vida…!
—¡Salud!
A pesar de llevar la bandeja en una mano, su aparatosa vestimenta
carente de visión y su escasa estatura, aquellos malditos eran rápidos. Muy
rápidos. A Kevin le costaba seguirle a su ritmo normal, cruzando el arco de
regreso al recibidor.
—¡Por el amor!
—¡Salud!
Allí, para su asombro, el hombrecillo se dirigió hacia las escaleras,
hacia el piso superior. Tomando aire, el hombre se dispuso a no dejarse
rebasar.
—¡Y por CC!
—¡Salud!
Aquel fue el único término que Kevin no fue capaz de reconocer y, aunque
ya había dejado las voces de la celebración atrás, le dio la extraña impresión
de que aquel brindis fue el que tuvo la mayor carga de entusiasmo.
Como era de esperar, le perdió de vista, pero sus fuertes pisadas en los
peldaños eran fáciles de seguir. Sin dejarse amedrentar, Kevin subió dos tramos
de escalera, saltando sobre los grandes peldaños, hasta llegar al (supuso)
segundo piso. Allí vio al hombrecillo de la bandeja detenerse al principio de
un largo corredor con al menos una docena de puertas de madera cerradas a cada
lado. Se había parado junto a la primera de la derecha, señalándola con su mano
libre.
—Gra… gracias —consiguió
articular Kevin, falto de aliento, al llegar junto a él.
El bufoncillo emitió un sonido (quizás una risa satisfecha) y se marchó
por donde había venido, sin atisbo de cansancio en sus movimientos. El hombre,
por su parte, tocó la gruesa y arcaica puerta, comprobando con asombro que le
bastó apoyar un dedo para abrirla.
—¿Hola? —llamó tímidamente a su interior—. ¿Hay…?
Kevin calló, al ver lo que había al otro lado. Amplios ventanales,
débilmente cubiertos por enormes cortinas de seda, inundaban de un brillo blanquecino
el dormitorio. Una chimenea, a su
derecha, arrojaba su calidez hacia la cama, que ocupaba el centro de la
habitación a falta de más mobiliario. Una cama enorme, con patas de madera, que
llegaban hasta el techo, diseñadas a imagen de las columnas de antiguos templos
romanos. Un amplio colchón, cubierto por un edredón blanco que terminaba en un
largo almohadón blanco de plumas. Y, sentado en su lateral, había alguien.
—Ho… hola —saludó, mientras se acercaba despacio, curioso por ver quién
era.
Se detuvo en el acto, bajando la cara con vergüenza. Era una mujer,
rubia, de piel pálida cubierta por un fino camisón blanco por el que traslucían
las curvas de su cuerpo. No parecía haberse percatado de su entrada, mirando
como hechizada hacia la esquina opuesta del dormitorio.
—Lo… lo siento —no podía evitar el bochorno por su intrusión,
maldiciendo a Russel por aquella encerrona—. He debido equivo…
En ese momento, la mujer se volvió hacia él, silenciándolo en el acto.
—Tú…
La voz de Kevin murió en su conmocionada boca. El rostro de la mujer era
una máscara de indiferencia, como si creyese soñar. Luego, sus ojos se
estrecharon, escrutándole con cierta duda. Finalmente, sonrió.
—Kevin —se limitó a decir.
Sin poder contenerse, corrió hacia la cama y se lanzó sobre el colchón
hacia ella, que por un momento se apartó, temiendo que la sepultase bajo su
peso. Pero él se contuvo, limitándose a alargar una mano hacia su rostro.
—¿Amy?
La mano acarició su piel, tibia y suave. Era real. Tanto como lo era
hacía cuatro meses, cuando aquel accidente se la arrebató.
—Bueno, ha sido divertido. ¿No crees?
Eiji asintió.
—Desde luego. Tenemos que repetirlo más a menudo. Y Naoko… deberías
castigar a tu marido. Nunca me ha hablado de lo alucinante que eres.
Nuevamente, la aludida retrocedió, cubriéndose el rostro mientras reía
por lo bajo.
Había sido una tarde muy intensa. Después de las carreras habían jugado
al tenis, habían nadado en una piscina olímpica, habían navegado en un
catamarán y habían saltado en paracaídas. Incluso, como colofón final, habían
librado una batalla de espadas al estilo de los antiguos samuráis, en los que
los golpes de katana caían, cercenando miembros que no sangraban y provocando
risas como si a sus contrapartidas les hiciesen cosquillas. Un festival de
acción en el que el deseo de ganar el juego había convertido aquella emoción,
distante y simulada, en una experiencia real.
A la sombra de su lámpara, Eiji se vio forzado a interrumpir su
escritura en aquellos momentos finales varias veces. Le picaban los ojos tras
las lentes y le dolían los dedos de apretar botones.
—Nos alegra mucho que te haya gustado —dijo Sho, colocando una mano
afectiva sobre el hombro a Naoko—. Esperamos que no tardes en volver con
nosotros.
Eiji asintió, antes de instruir al avatar para que hiciese lo mismo.
—Por supuesto. Yo suele meterme en WorldWeb cada día después del
trabajo. Seguro que podremos…
Sus exhaustos dedos empezaron a aminorar el ritmo, al apreciar que su
amigo le indicaba con la mano que guardase silencio. Sonreía ampliamente, igual
que su mujer.
—Verás, Eiji… esto no es sencillo de explicar. Pero existe un modo de
estar aquí… para siempre… sin tener que preocuparse del trabajo ni… de nada
más.
Desde la silla de su cuarto, el espectador se rió. Parecía que a algunas
la influencia del juego les había afectado demasiado.
—¿Sho, de qué hablas? Hay que trabajar. Y comer, dormir, y ayudar a mis…
—Cómo te digo, amigo —continuó Sho, aparentemente ignorándole—. Este
mundo ofrece opciones más allá de las que crees. Y una de ellas… es la mejor de
todas.
Eiji se acercó, como para asegurarse de que sus cansados ojos no fuesen
a perderse lo que le iba a decir la pantalla.
—¿Y cuál es esa aplicación tan especial que dices?
—¿Estás sólo ahora? Es importante.
Aquella pregunta le intrigó aún más; se disponía a decir que sí cuando,
en el breve momento en que su atención se salió de la pantalla, oyó el sonido
de la puerta de su casa al abrirse y de su madre anunciando que acababa de
llegar.
—Bueno, mi madre acaba de llegar a casa. Pero espero que eso no…
La respuesta de Sho le cortó en seco.
—Entonces es mejor dejarlo para mañana. Créeme, es mejor que esto te lo
cuente cuando estés solo.
Eiji suspiró, frustrado y tenso. Ya era bastante que le pusiese en
ascuas para, ahora, dejarle así, con la miel en los labios.
—¿Si es tan importante, por qué esperar? ¿Y
por qué tanto secreto?
La pareja volvía a sonreír.
—Créeme, la espera valdrá la pena. Y además, seguro que estás cansado.
Eso no iba a discutirlo, reduciéndolo a la figurita asintiendo. Se
despidió de su amigo y esposa y apagó el ordenador. De allí, salió al pasillo,
en busca de su madre, a la que encontró en la pequeña cocina.
—Buenas tardes, mamá.
—Buena tardes, hijo.
Se inclinó para darle un beso a la bajita y rolliza mujer de cuarenta y
un años.
—¿Qué tal ha ido el trabajo, hijo?
—Bien, tranquila. Todo poner números en orden y demás. ¿Y a ti, mamá?
Ella asintió, dándole a entender que por el estilo.
—¿Vino tu padre antes?
Eiji se encogió de hombros.
—No estoy seguro. He estado entretenido en algo.
Ella le miró inquisitivamente.
—¿En qué?
—En jugar a un juego por ordenador para adultos… con Sho Utsumi y su
mujer.
[1] Apartarse, estar recluido;
termino japonés referido a jóvenes que se aíslan, llegando a vivir dentro de
sus habitaciones.
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