sábado, 4 de julio de 2015

LA ATRIBULADA CARRERA DE MICHAEL HIZOWSKY

     Hijo, para llegar a ser alguien en esta vida, lo único que necesitas es ser el mejor. ¿Me has entendido? El mejor. Da igual lo que seas. Desatascador de váteres, barredor de mierda, matador de cerdos o alcalde de Los Ángeles. Sé el mejor en lo que hagas, siempre.
     Mientras cruzaba la puerta de su apartamento en Wilshire Boulevard, Michael Hizowsky, cansado por aquel agotador día que por fin llegaba a su ocaso, no pudo evitar recordar aquellas palabras que su padre le había repetido hasta el empacho desde su niñez hasta su lecho de muerte. El constante recordatorio de que seguir adelante era la imposición obligatoria en la tierra de las oportunidades, además de recordarle que estaba donde estaba gracias a los esfuerzos de su familia. El viejo abuelo Hizowsky, huido de Rusia, trabajó como metalúrgico en el metro y los rascacielos de Nueva York, antes de trasladarse con su familia al oeste. Su propio padre; el, con el tiempo, también arrugado Peter, se había dejado la espalda y las manos cambiando cañerías y dejando cuartos de baño resplandecientes, como si aquellos receptores de culos fuesen de plata. Todo para que él, veterano actor a punto de rebasar los cincuenta pudiese disfrutar de la libertad y privilegios de los verdaderos americanos.
      Todo a cambio de ser el mejor en su trabajo. ¿Y lo era? Bueno, a Michael Hizowsky le gustaba pensar que sí. No podía negarse que, desde luego, se esforzaba para que así fuera. La prueba de ello, delante suya; lo primero que veía cada vez que entraba en su casa. En su momento, cuando empezó su carrera, motivo de orgullo. Fue su primera medalla. Pero ahora, al pensar en sus consecuencias, sólo conseguía quitarle las pocas fuerzas que le quedaban, como si lo que colgaba en la pared, delicadamente enmarcado y cubierto por un cristal reluciente, no fuese un cartel sino una lápida. Para algo llevaba su nombre. Sólo faltaba añadirle el día, mes y año de defunción.
     Mientras sobre el televisor, el reloj de pared anunciaba que ya eran las dos, Michael caminó con pies rastreros en dirección al cuarto de baño, dejando caer a su lado la bolsa llena de ropa sucia. Debería poner la colada, se dijo. Pero lo primero era lo primero. Por la mañana, a primera hora, tenía trabajo. Y estaba cansado. Necesitaba estar presentable al llegar al estudio. Y descansar. El ensayo había sido duro.
     Encendió la luz, se desvistió despacio, dejando su sudadera y sus pantalones de licra en el suelo, antes de meterse en la ducha y abrir gradualmente el grifo del agua caliente. Mientras aquella agua revitalizadora llovía sobre su piel, empezó a enjabonarse el cuerpo.
       Casi podía sentir como las innumerables salpicaduras de sangre seca de su pecho y brazos se perdían por el desagüe, limpiadas por la blanca espuma.

      Por fin se había acabado y, con ello, aquel horrible días en aquel horrible trabajo. Michael sabía bien que toda producción de bajo presupuesto estaba tremendamente limitada. ¿Pero tanto? No podía evitar sentir cómo le hervía la sangre. ¡¿Quién esperaba éxito con actrices como esa?!
      Mientras terminaba de quitarse de la cara los restos de maquillaje y sangre artificial con una toalla blanca que empezaba a vetear de salmón y oscuro, el malhadado psicópata regresó a su condición de hombre, entrando en el set de camerinos, mientras deseaba que aquel cuchillo de plástico fuese de acero y la hoja movible, fija. Rajar de verdad a aquella alarma antiincendios de silicona sería un favor para el mundo y las pantallas en particular. Mientras se dejaba caer sobre la silla, terminando de retocar su cara ante el espejo, no pudo evitar fijarse en el puñado de pliegos de papel, sujetos con grapas, amontonados delante. Con una sonrisa en la cara, dejó la toalla y la reemplazó por el primer pliego de la lista. Sonrió de oreja a oreja, sintiendo cómo le volvía el buen humor. Al menos Benny Kovac, su agente; especializado en futuras promesas, estrellas de la gran pantalla y reliquias necesitadas de una buena restauración como él, era eficiente en encontrarle qué hacer. Eso sí, respecto a la calidad del trabajo… Bueno, ese no era trabajo de él. Era de los inútiles del casting.
     Primer proyecto, dentro de dos días. Empresario opulento y majo en apariencia; cruel y ambicioso en la realidad. Se desmoronaba confesando el asesinato de su joven secretaria y amante cuando un ingenioso investigador descubre que guarda un anillo que la víctima empleaba para chantajearle. Serie televisiva, actores conocidos… para los fans de las series. Sólo dialogo, sin escenas de otro tipo. Él sería algo así como la estrella invitada. Trescientos dólares por salir.
     Michael suspiró, satisfecho. Por fin un trabajo sencillo, y sin tener que prepararse el personaje. Paso al siguiente; dentro de cinco días, necesario presentarse a un casting. Producción televisiva con director veterano en su campo. Un guarda forestal perturbado por la muerte de su hijo asesinaba a cuatro personas de una misma familia en una remota cabaña en los bosques de Wyoming antes de que una hija superviviente le pegase un tiro a bocajarro con una recortada. Sin escena de acción ni diálogo. Sólo salía, decía su frase y luego perseguía a su víctima. Quinientos cincuenta dólares.
     Michael suspiró. Casi pensó que tendría que trabajarse el guión. Paso al tercero; dentro de un mes, mismo tipo de personaje, misma situación, sueldo por el estilo… se deshizo de los dos guiones, decidiendo que lo único que haría sería presentarse al casting cuanto antes. Alguien con su reputación y su caché era un valor seguro en ese tipo de cintas, pero sabía que no podía permitirse dejar pasar el tiempo, que otro se le adelantase; lo malo de los proyectos poco ambiciosos y nada exigentes.
     Último guión; algo más grueso. Lo sopesó con más detenimiento, analizando su personaje con cuidado. Producción televisiva, otra vez. Una especie de versión doméstica de El silencio de los corderos de Demme. Un perturbado sin nombre ni cara ni diálogo, que se limitaba a acechar a chicas y a destriparlas, mientras el pánico aumentaba en la ciudad con cada nueva víctima…
     Michael sintió que el color volvía a su cara, mientras una delicada sonrisa le cruzaba la cara de mejilla a mejilla. Allí, la falta de presencia se compensaba con acción. Asaltos en primer plano a las chicas. En barrios traseros, en parkings desiertos... Escenas explícitas de los homicidios a golpe de cuchillo y del inicio de la evisceración…
      Michael cerró el guión, recordando con un silencio amargo pero delicioso que no podía escapar de su destino. Al menos, un reto. Ya había hecho papeles así antes, muchas veces. Pero con franqueza, empezaba a perder práctica.
     Echó un vistazo al reloj de su muñeca. Las cinco y diecisiete. Era temprano. Y estaba libre.
     Tendría tiempo de sobra para ensayar.

     Sunset Boulevard por la noche, especialmente un sábado como aquel, era un hervidero de caras animadas, de idas y venidas, normalmente de un estado de alegría y entusiasmo a un andar trémulo y un hablar entrecortado. En noches como aquella, si tenía que salir, Michael prefería coger la línea roja hasta Vermont y luego ir andando por Santa Mónica hasta Geneese Eve, donde estaba su destino predilecto. Además, el andar mucho contribuía a profundizar su respiración y a ensuciar de sudor su ropa, haciendo de su desgarbada apariencia, con una vieja gabardina raída y un gorro de lana, la de un verdadero vagabundo. Por no hablar de su irreconocible barriga, tan mullida como artificial. Intestinos de tela vaquera y algodón rodeados por un vientre de plástico que, como bien sabía, eran la mejor póliza de seguros ante lo que se disponía a hacer.
     Allí, en una de las múltiples callejuelas entre bulevares, había un local, conocido como La Batería Alegre. Restaurante, discoteca y sala de conciertos a partes iguales, fraccionado en función de la hora del día (o mejor dicho de la noche); un sitio agradable, aunque sin mucha clase, debía admitirlo, que siempre estaba lleno de amantes de la música ruidosa y del alcohol de buen sabor. Y, lo mejor de todo, contaba con un amplio aparcamiento; desierto salvo cuando alguno de los clientes, cansado de la juerga, necesitaba volver a casa en algo más fuerte que un par de cascadas piernas.
      Michael se internó en aquella colección de ataúdes cromados, se ocultó tras un Camaro rojo y encendió un cigarrillo, dejando que el humo se enrollara como un sedal en el cielo, mientras miraba al cielo a medio estrellar. Eran casi las tres menos cuarto. Y no sabía cuánto tiempo tendría que esperar.
     Paciencia, le solía decir su padre; hay que dar tiempo a  lo que necesitamos para que llegue.
     Y, si algo había aprendido Michael, en aquella profesión, era a ser muy paciente.
     Por fin, con el tercer pitillo reducido a mancha arrugada e incandescente contra el asfalto, apareció. Joven, de no más de veinticinco, alta y morena, con un bronceado de surfista, a juego con su vestido color verde lima en clara contraposición a sus inseguros tacones de aguja y su pequeño bolso blanco. Un par de veces perdió pie, y eso que podía verse a la legua que no iba demasiado pasada. Seguro que habría estado bailando, quizás intentando seducir a algún aspirante a Di Caprio de alguna versión barata y desconocida de Melrose Place, hasta tener los tobillos demasiado hinchados para andar recta. O correr.
     La joven se acercó a un Mercedes negro; Michael la vio levantar el llavero y los intermitentes parpadearon, saludando con su despertar el regreso de su ama. A menos de dos metros de él. La ocasión esperada estaba allí.
     Tomando aire en profundidad, intentando descansar sus agarrotados músculos y relajar la tensión que le oprimía la frente como un turbante sobreapretado —ritual que realizaba desde sus primeros castings—, Michael se levantó y empezó a andar.
     La muchacha no tardó mucho en verle; su alta y esbelta figura caminando con la decisión del soldado que va a tomar la colina, con su cara disimulada por las sombras y una barba de betún (un viejo truco que aprendió de los maquilladores).
     —Buena noches —la saludó, disimulando un poco la voz, a la vez que levantaba la mano izquierda.
     —Buenas noches… —le miró de arriba a abajo durante dos segundos, llegando a alguna conclusión que le dibujó una mueca de desagrado en la cara—. ¿Necesita algo, señor?
     Tal y como esperaba, pensaba que era un pordiosero buscando limosnas que beberse. No vio cómo se metía la mano derecha en el bolsillo de la gabardina.
     —¿Qué…?
    Era un reflejo rapidísimo; Michael pensaba que de segundo y medio como mucho, aunque nunca lo llegó a medir. Los ojos se abrieron, queriendo una certeza de lo que percibían, al unísono con la boca, pasando de mueca de desagrado a boca abierta de horror. Había visto el cuchillo.
     Dio un paso atrás mientras metía su mano en el bolso en busca de algo; una pistola, un spray de pimienta, o hasta su cartera en un desesperado intento por comprar su vida. Fuese lo que fuese, Michael no iba a esperar a averiguarlo. Aceleró; sus pies arañaron el asfalto, lanzándole hacia adelante de cabeza, lo que le hizo temer por un momento que fuese a besar el suelo. Aunque en forma, ya no estaba tan ágil.
     La mujer retrocedió, chocando contra un Mustang azul, mirándole con una pálida y paralizada expresión de miedo. Si había encontrado lo que buscaba, no importaba. Michael estaba sobre ella, sin darle tiempo a sacarlo.
     —Señor, por favor, haré lo que sea, pero no me haga da…
     Suplicó. En balde.
     Sin mediar palabra, con sus ojos clavados en sus negras retinas, Michael le hundió el cuchillo a la altura del estómago. La mujer se inclinó, paralizada por la mezcla de asombro y dolor, con la boca abierta esforzándose en lanzar un grito que la propia conmoción ahogaba. Con la mandíbula forzada, notando el calor de su interior derramarse sobre su mano, Michael retrocedió hasta donde dio de sí su brazo. Aquella parte era delicada. Con todas las fuerzas de que fue capaz, empujó el cuchillo hacia arriba. Mientras la conmocionada mujer, cada vez más pálida, se abría en canal, Michael se vio obligado a retroceder apuradamente. No sólo era lo repugnante de la acción, era el hecho de que, si un torrente de sangre se te vuelca encima, es casi imposible no mancharse, eso lo sabía mejor que la mayoría de sus espectadores. Y cuanto más limpio estuviese al acabar, mejor sería la vuelta a casa.
     Como un excremento de ave gigante, el manchurrón oscuro se expandió como una flor con docenas de pétalos por el suelo. Su dueña, cuyo rostro carente de vida seguía mostrando la incomprensión de su destino, cayó de espaldas contra el Mustang antes de deslizarse lentamente hasta quedar sobre su costado izquierdo, con la mirada perdida puesta en su asesino.
     Hora de acabar. Mientras forzaba su nerviosa respiración a relajarse para que sus excitados brazos dejasen de temblar, Michael volvió junto a la blanqueada mujer, evitando con pies de puntillas el charco (en la medida de lo posible) y se acuclilló junto a ella.
     Perdió el aire de sus pulmones, forzándose a tomarlo de nuevo. No pudo evitar apartar la cara, mientras sentía como una arcada le sacudía la garganta. Aquel olor. No sólo el de la sangre, empalagoso y pesado, asfixiante en una dosis tan brutalmente exagerada. Era el otro olor. El del cuerpo abierto: las vísceras perforadas, los intestinos desgarrados. El olor de la mierda, la peste de lo que nunca ha conocido ni debería conocer jamás el contacto con el aire fresco. Juntos, eran más que asfixiantes; bastarían para hacer vomitar a un cerdo con diarrea.
     Pero Michael Hizowsky no era tan blando. Consciente de que el tiempo se le echaba encima, se arrodilló sobre el cadáver y, en un único acto de entereza, agarró los bordes del cuerpo, calientes y pastosos al tacto, y los abrió hacia el exterior. Para acabar, sólo tuvo que alargar la mano derecha y meterla en la grieta, hasta notarlo. Era como meter la mano en un lagar en plena vendimia, notando como cada centímetro de su piel perdido en aquella negrura era recubierto por fluidos rezumantes, hasta cerrarse en un puñado de aquella pulpa podrida. Michael tragó saliva y tiró, añadiendo un nuevo y oscuro montón de interior al sucio exterior del parking. Su cuello volvió a sacudirse, forzándole a tragar con el amargo sabor de la bilis su última cena.
    Ya estaba hecho, y ni siquiera le iba a hacer falta cambiarse de ropa. Limpió como pudo su herramienta con sus propias manos, empapando aún más de sangre el vestido;  por desgracia, no iba a poder hacer lo mismo con el olor. De ahí que hubiese preferido esa caracterización. Y corrió hasta llegar a Fontaine, donde desanduvo por la nueva avenida hasta volver a Vermont. Le esperaba la vuelta al hogar, con la satisfacción del deber cumplido.

     —Muy bien, luces, cámara. ¡Acción!
     Vaya cliché, pensó sin poder evitarlo.
     Max Masters, el director, con gafas de montura redonda y jersey de cuello alto, barbudo y aparentando ser más viejo de lo que era en realidad, miraba trabajar la cámara y al técnico de sonido desde una silla plegable. Delante suya, en un aparcamiento nocturno debidamente iluminado, la primera víctima de Michael, de nombre Hannah, pelo rubio teñido, generoso escote mal disimulado bajo una camisa de secretaria, se acercaba sosteniendo su bolso con andares de pasarela. Sobre todo, una escena que desprendía cualquier cosa menos naturalidad. ¡Dios! ¿Cuándo se produjo aquel cambio en las protagonistas del género? ¿Qué había sido de Mia Farrow y Jamie Lee Curtis, que sabían gritar, que expresaban temor, sin estar exageradamente dotadas?
     —Muy bien, Mike, ahora entras tú.
     La señal comedida. Enfundado en aquel traje negro, más propio de un ladrón de casas o de un ninja de una producción barata de arte marciales, Michael entró en escena, paseándose deliberadamente delante de la cámara, que seguía con minuciosidad acosadora cada paso que daba. La chica, de forma inconsciente pero apreciable, desviaba el rabillo de ojo en la misma dirección.
     Michael sintió la tentación de parar, de denunciar aquella flagrante falta de profesionalidad. Pero sabía que no le escucharían, y prefería acabar cuanto antes.
     Se plantó delante de ella, notando como sus músculos se tensaban y su corazón se aceleraba; su piel sudando por algo más que el oscuro disfraz en el que estaba enfundado, al sentir la inyección  de adrenalina que acompañaba el recuerdo de aquella simulación.
     Levantó el atrezo. La mujer, como era predecible, chilló. Eso era lo que más odiaba. Siempre el chillido; ni espontáneo, ni natural. Cuando alguien te planta una hoja de ocho centímetros en la cara, ¿te pones a chillar como una debutante delante de una araña? No, la parálisis, el espanto, la sorpresa. Eso era lo real…
     Michael fue rápido y preciso. Asestó las cuchilladas con la rapidez de la experiencia y la precisión de un cirujano. Las bolsas de líquido estallaron y la camisa blanca se oscureció a la altura del pecho, el esternón y el estómago. Caía desde su cuerpo, viscosa, casi sin ensuciar. Era la única ventaja que tenían. Y mientras fingía morir, sacudiéndose con los ojos cerrados y vomitivos grititos, de actriz porno fingiendo un orgasmo, la mujer se dejó caer, despacio, primero de rodillas y luego de bruces.
     —¡Corten! —chilló Max, dando una palmada—. Toma buena. Pasemos a la escena de la mutilación.
     Michael se quedó de pie, inmóvil, en el oscuro parking desierto, mientras aquella fulana con pretensiones de artista se levantaba con indiferencia y se retiraba con petulancia; su sitio ocupado por un tosco muñeco de piel de goma y pelo de plástico. Había que mirarle a la cara para saber que era ella. Y claro estaba, esa no es la parte que iba a verse.
     —Vamos a pasar a lo siguiente en un minuto —berreaba aquel Coppola de la Ivy League[1] desde su trono de tela—. ¿Listo, Mike?
      El veterano maestro suspiró.
     —Por mí vale. Aunque creo que habría que repetir la escena —aseguró.
     —¿Y eso? —Michael no podía verlo, pero estaba seguro de que aquel don nadie estaría inclinado hacia adelante, con los brazos en jarra y mirándole con superioridad.
     —No es creíble —aseguró, volviéndose para mirarle—. Tantos gritos. Y la forma de caer al suelo… Se nota…
     —Sí señor; tiene razón —dijo.
     Mike se sintió, por un momento, esperanzado.
     —Y, siendo como es usted toda una autoridad en el género, valoro su opinión. Seguro que alguien de producción se lo dijo. ¿Pero… —el globo se pinchó— sabe qué? No tenemos recursos suficientes para ser perfeccionistas. Ya sabe, esta película no lo vale. Y, de todos modos, yo…
     Michael asintió, no tanto para darle la razón como para hacerle callar de modo discreto. Sabía qué venía ahora.
     Yo soy el director y se hará lo que yo diga.
     Prefería ahorrarse que le mandasen a la mierda, colocándose delante del maniquí, casi tapándolo con su cuerpo. Por encima de su hombro, un cámara cubría la escena lo mejor que podía.
     —Bien, toma veintitrés. El asesino destripa a su víctima. Luces… cámara… ¡Acción!
     La claqueta chasqueó y Michael inició su descenso hasta arrodillarse, sintiendo en todo momento el entrometido ojo de voyeur del objetivo sobre él. Era ofensivo, tratar con tanta ceremonia un vulgar muñeco relleno de pringue. Pero tenía que comer.
     Tomando aire, recordando lo que hizo, lo que olió, lo que sintió, extendió las manos hacia el traje ya rasgado, la herida ya trazada. Contuvo la respiración, forzándose a conservar el espíritu del momento, perdido cuando sus manos tocaron la apertura en el cuerpo. No era el calor y la suavidad de aquella joven carne, no, sino la frialdad del plástico para imitaciones anatómicas. No era el repulsivo olor de la muerte, sino la simple pesadez del plástico recalentado. Y el interior… demasiado líquido, demasiado inconsistente… Ni siquiera había modelo de órganos; era como un filete empapado y triturado hasta constituir una masa irreconocible.
     Michael se sintió enfermo, quedando paralizado por un segundo; más de lo que la escena requería. Se preguntó si aquel imbécil le miraría extrañado, listo para gritar corten. Pero, en vez de rendirse, sujetó aquel juguete sangriento con sus manos y lo extrajo de su envoltura.
     —Corten. Toma buena.
     Michael se levantó y se frotó la frente sudorosa con el dorso de la mano. El día había empezado y aún tenía que repetir la acción otras tres o cuatro veces. Cuatro víctimas más, en cuatro escenarios totalmente distintos. Cinco mujeres diferentes, fingiendo morir igual, con cinco efigies a su burda actuación sangrando por ellas.
     Al menos el primero ya estaba; ese era el peor. Él había mantenido el tipo y así seguiría hasta acabar el día.
      Sólo así era merecedor del título del mejor.

     De vuelta a su morada de veinte por veinticinco en Wilshire Michael, sin más ropa que una bata y con los ventanales abiertos de par en par, se encontraba echado en su sillón, repasando los últimos envíos de Benny. El jaleo de los coches, las risas y el bullicio que acompañaba al calor le hacía compañía como una nube de zánganos retorciendo sus cansados oídos. Pero para él no había descanso. Y el calor era peor que el ruido. Aun desnudo, libre de las ropas ajustadas, las capas de maquillaje, los chorros de líquido rojo.
     Cinco de nuevo, actuaciones pequeñas en la pequeña pantalla. Asesino por celos. Asesino por venganza. Asesino por locura. Secuestrador de niños…
     Michael se echó hacia atrás, sintiendo todo el peso de los años traducido en aquellas monótonas siete letras. ¿A eso habían caído él… y el cine? Siempre lo mismo, pero sin clase, sin estilo; imitándose de mala manera una y otra y otra vez. Al menos, viendo los salarios, podía permitirse saltarse uno o dos.
     Pasó al último título. Su corazón dio un vuelco.
     Era una adaptación de una novela. De terror. De hombre—lobo o algo así.
     Quizás, por fin, lo que llevaba tanto tiempo pidiendo. Una aparición estelar en una obra de fama, algo que le sirviese para seguir adelante. ¿Cuál era? ¿Algún re-make de Luna azul? ¿Víctimas de Koontz? ¿La hora del lobo de McCammon?
     Michael gruñó disgustado. Luna escarlata, de Jim Levin. No conocía la obra. Si el autor era conocido, no lo sabía. El título, desde luego, era del todo predecible.
     Michael empezó a pasar las páginas, centrándose en sus escenas. Diálogos flojos y salidas breves. Su verdadero papel (como no) era la caracterización. El monstruo. La bestia que mataba gente.
     Le llevó apenas veinte minutos terminar de repasarlo. Aunque de baja estopa, era una producción de más nivel. Y el sueldo era mayor. Le interesaba. Pero llevaba tanto tiempo haciendo de otros monstruos… Además, ese tipo de monstruo era completamente nuevo para él, lo que le exigiría un esfuerzo extra.
     Después de llamar a Benny, agradeciéndole su labor y poniendo especial interés en Luna escarlata, Michael salió a dar un paseo. Llegó hasta Maple Avenue, donde se detuvo en una tienda de disfraces. Se decidió por el disfraz de tigre. Careta de plástico, esquijama naranja a rayas, mitones acolchados. Pagó en efectivo. De allí, inició el regreso a casa, consciente de lo mucho que tenía que hacer. Se detuvo únicamente en unos ultramarinos, de donde salió con un par de botellas de Jack Daniels. De vuelta a su casa, le dio un largo trago a una de ellas, para calmar los nervios, mayormente. No bebió más, consciente de que tenía que trabajar. Para cuando dejó su casa, el traje rayado y los guantes se quedaron en el suelo del salón, como una alfombra de verdadero felino.

     Se había situado a la entrada del parque Griffith, no muy lejos de las cuevas de Bronson. Así, si todo iba bien, tendría la salida resuelta. Era bastante tarde, las once menos veinte. Y era miércoles. No creía que hubiese mucha gente en el exterior, disfrutando de la naturaleza nocturna. Aunque, en la hora y siete minutos que llevaba allí, toscamente agazapado entre arbustos, había tenido ocasión de ver a siete: una pareja, hombre y mujer, con ropa y pinta de hacer jogging; un hombre solitario con chaqueta; un padre con un niño y una niña pequeños y un anciano barbudo paseando con su bastón. Ninguna víctima que se adecuase a sus expectativas. Y no sabía cuánto más esperar…
     Veinte minutos después, casi a las once, cuando ya pensaba en cambiarse e irse, oyó las pisadas. Se asomó con cuidado, elevando la vista por encima de la mata. La vio descender por el sendero, seguramente de vuelta a su casa.
      Era una chica joven, quizás de dieciocho o veinte años, negra, enfundada en una sudadera gris y unos pantalones cortos, empapados en el mismo sudor que reflejaba las estrellas y la ciudad sobre su piel. Había corrido; aún corría de hecho, siguiendo el ritmo de un walkman y agitando los brazos en cada pisada. Era fuerte y sana, era evidente. Y estaba cansada.
     Sintiéndose metido en su papel como pocas veces en años, Michael esperó a que estuviese más cerca, a cuatro, tres metros. Entonces realizó su entrada, saltando delante de ella con los brazos extendidos, cortándole el paso como harían un novio sádico o un amigo perverso al grito de sorpresa. Pero él no dijo nada. Salvo, quizás, un entrecortado “Groagh”.
     El efecto fue inmediato; la chica, como era de esperar, se detuvo sorprendida, mirándole bien a la vez que retrocedía un par de pasos. Entonces se rió.
    Una broma, eso piensa que es, se dijo a sí mismo Michael. Y tenía razón. No podía evitar pensar que él, en su lugar, pensaría lo mismo. Estás haciendo deporte y, de repente, ves a un tipo cortarte el paso gruñendo, con los brazos extendidos como un oso. Un tipo vestido completamente de negro, con uno viejos vaqueros teñidos para la ocasión y un viejo jersey de lana que no deja ni un ápice de piel al aire. Y cuya única nota de color es una careta de tigre, con una goma como sujeción y dos agujeros circulares para los ojos.
     La mujer se rió, sujetándose un momento el pecho; sus blancos dientes destacaron en la noche como bombillas de neón, antes de dar un paso hacia él. Miró a sus ojos, seguramente buscando saber si era un conocido gastándole una inocentada o si aquel era un loco dispuesto a desnudarse para enseñarle un miembro flácido, arrugado y encogido por el frío. No lo había visto aún.
      Michael volvió a gruñir y se abalanzó sobre ella, acompañando su primer paso adelante con un zarpazo derecho. Cuando su puño cerrado cruzó el aire, la mujer lanzó un único y amortiguado chillido. Tres surcos oscuros entremezclados con desgarrados hilos grises surcaban su costado.
     Volvió a mirarle, esta vez con espanto en la mirada; seguramente dispuesta a preguntar qué le fallaba en la sesera, o a gritar. Michael no le dio tiempo a nada. Le propinó un nuevo puñetazo, lanzándola al suelo, con su mejilla derecha desgarrada hasta los dientes. En sus manos enguantadas, la sangre se resbalaba por los bordes afilados del cristal roto que sujetaba entre sus dedos.
     —¡Ah…! —la mujer se arrastró hacia adelante, mientras hacía amago de decir algo—. Ayu…
      Debía tener la boca seca, por eso no acertaba a gritar. Pero se estaba levantando, seguramente lista para correr hasta perderse en las tinieblas del parque. Y a pesar de que empezaba a sangrar copiosamente, sus heridas no eran muy profundas; y para nada graves. Si corría, no podría alcanzarla.
     Michael aceleró, situándose tras ella y, mientras se ponía a cuatro patas, le hincó la improvisada garra en la espalda, en el hueco de la cintura formado por la separación de la ropa húmeda. La mujer gritó, ahogándose con sus lágrimas, mientras Michael apretaba los dientes. Por precaución, había rellenado el espacio interdigital de los guantes con bolas arrugadas de viejos periódicos, pero seguía existiendo el riesgo de que aquellos filos dobles traspasasen el tejido y le hiriesen. Una sola mancha de su sangre sería un error, era consciente de ello.
     Extrajo deprisa la zarpa y le propinó un nuevo golpe con la mano opuesta, repitiendo la maniobra en un sentido y otro como espantando una avispa. La espalda de su presa parecía la pared de una celda con toda una vida de incontables reos registrada en días pasados. La mujer gritó por fin, un alarido largo y desesperado. En ese momento se dio la vuelta.
     Michael volvió al ataque, cortando con sus peculiares uñas sus abultados pechos. La mujer lanzaba manotazos al aire y se agitaba como rodeada de fuego; Michael conseguía evitar los golpes gracias a su posición erguida, si bien una patada perdida acertó a escapar a sus ojos, empotrándose contra su fibroso vientre.
     Michael, sorprendido por el impacto, dio un brinco, que lo separó un palmo de ella. Respiraba con pesadez, manteniendo el dolor como una chispa focalizada, con el fin de que no se extendiese Un poco más abajo, en sus genitales, y habría quedado incapacitado. Incluso podría haber perdido sus armas, y habría perdido un tiempo precioso recuperándolas, devolviéndolas a su posición; razón por la que ahora sus puños se apretaban instintivamente.
     La mujer se detuvo un momento, mirándole con la boca abierta, jadeando y aún presa del terror. Quizás pensaba que así podría librarse. Pero se equivocaba. Acababa de cometer un imperdonable error. Había enfurecido a su enemigo hasta rebasar el odio.
     Michael volvió sobre ella y reinició el castigo, subiendo hacia el cuello, la cara, la frente. Su oscura piel se abría en rojos surcos, como si estuviese pelando un huevo de pascua relleno de mermelada. Y gritaba. Ya no luchaba, limitándose a levantar sus manos, intentando proteger su cara de la lluvia de zarpazos que la laceraban y deformaban sin piedad.
     —¡Por favor! —logró gritar, implorando—. ¡Por favor, pare! ¿Quién… quién es? ¿Qué le he hecho? ¡Perdón! ¡Lo siento! ¡Pero, por favor, pare!
     Michael disminuyó su frenesí, sosteniendo sus puños encristalados (ahora dubitativos y temblorosos) sobre ella, respirando agitadamente y con los ojos fijos en su víctima.
      Maldita sea, aquella zorra lo había conseguido. Había encontrado el botón de apagado de aquel falso carnívoro.
     Por un momento, olvidó lo que era. Volvía a ser el hombre detrás de la máscara del monstruo, un hombre tranquilo y sencillo, cansado y envejecido, sin más deseo que mantener alto un listón demasiado bajo. Y, a sus pies, aquella mujer. Le estaba dando una paliza como no recordaba haberle dado a nadie. ¿Y por qué? No la conocía de nada. No sabía ni su nombre. Si era una persona mala o buena…
     Michael bajó la vista un momento. En el fondo, esa reacción era buena. En el plató, cubierto con la máscara y con sus dedos extendidos en garras falsas, podría haber puesto en duda su credibilidad, retrasado la toma y reducido su prestigio. Pero por otro lado, no podía perder mucho tiempo. La mujer le miraba, se habría dado cuenta de su duda. Si no actuaba, podría levantarse y correr… o se quedaría allí, sangrando sobre el camino, porque él se iría, dejándola…
     Su cerebro se puso en marcha, su inconsciente encontró la solución. Las imágenes danzaron en su cabeza, superponiendo, coloreando. En cuestión de segundos, la piel oscura se blanqueó, el cabello ondulado se volvió liso, el cuerpo robusto se ablandó. Michael reconoció a la mujer a sus pies.
     Miranda
     Con un gruñido regresó a su antiguo ser. Ya no era Michael Hizowsky, actor. Era un monstruo, un híbrido imposible y atroz de hombre y bestia y aquella era su presa. Las garras volvieron a caer, la carne volvió a abrirse. La moldeaba como un niño pintando un lienzo con sus gruesos dedos cubiertos de pintura roja. La boca de labios gruesos gritó, hasta que las cuerdas que la hacían vibrar fueron cortadas de cuajo. En su frenesí, la bestia llegó a sentir la tentación de probar aquella carne jugosa, delicadamente trabajada. Pero lo que quedaba en ella de hombre se lo impidió. No podía dejar más rastros que los imprescindibles.

     Por fin acabó. Evitando la sangre bajo sus botas, el hombre—tigre volvió tras los arbustos, de donde salió simplemente como hombre, algo más gordo, eso sí. Llevaba una sudadera y pantalones de licra largos, no muy distintos a los de la mujer que terminaba de desangrarse. Con sus deportivas, iría corriendo hacia el otro extremo del parque. Después de todo, alguien de su edad se mantenía al pie del cañón haciendo ejercicio. Luego volvería tranquilamente a casa. Y, de camino, en alguno de los incontables vertederos de Los Ángeles, California, podría deshacerse de aquella delatora y sospechosa segunda cara y de aquella botella rota manchada de rojo. Previo blanqueado con un chorro de lejía, por supuesto.

     NOCHE SANGRIENTA. El nombre maldito, pesadilla de muchos y tormento personal, siempre recibiéndole de vuelta a casa. Su visión bastó para que Michael soltase el aperitivo para la lavadora que llevaba entre los brazos, recordando que sentía los brazos desencajados y le dolían los pies de correr. Aún sí, con la luz encendida, se quedó mirándolo, fijamente.
     Un fondo negro con el nombre en letras rojas, simulando sangre. En el centro, un hombre joven, de pie, pulcramente afeitado y con el pelo engominado hacia atrás, vestido con chaqueta y pantalones de traje, miraba hacia el frente con expresión nerviosa. A sus pies, una chica joven, tendida, luciendo una camisa con el tirante izquierdo desgarrado, miraba en su misma dirección con ojos llenos de lágrimas. Y sobre ellos, enmarcado por una aureola neblinosa que dibujaba distintas siluetas demoníacas, un rostro gigantesco girado hacia la derecha, casi de perfil, pero vigilando por el rabillo de ojo al asustado par, con una mirada maliciosa y una sonrisa de superioridad en su pálido rostro, dejando entrever los dos colmillos afilados como agujas.
     Él, como era en 1974. Su encarnación, Magnus “Manny” Voight, rico heredero, galán y seductor empedernido y asesino. Vampiro. De más de quinientos años, en realidad. Había cambiado su morada en alguna región de nombre tan impronunciable como ficticio en Europa del este por Nueva York; durmiendo de día en un ático cerca de Broadway para salir por la noche a los bares, seducir mujeres hermosas y, después de dejarles seca la garganta, destrozar los cadáveres. Así lograba que pareciese obra de un maníaco y, de paso, impedía que hubiese competencia, que llamasen la  atención, lo que podría destaparle. El protagonista, detective novato de nombre Eddie Pendelton, investigaba el caso como si fuese obra de un vulgar asesino en serie, perdiendo tiempo y paciencia, con sus superiores, cuestionando su eficacia y dudando poco a poco de sus propias capacidades. Hasta que, por casualidad, interrumpió al sanguinario monstruo, que consigue escapar, dejando con vida a su víctima, Anna. Sin apellido, al menos que recordase en el guión. Una joven drogadicta forzada a prostituirse en las zonas de copas. Traumatizada y con la sombra del asesino deseoso de conservar el secreto pendiendo sobre sus sueños, se convierte en misión del policía protegerla hasta que, poco a poco, la mujer recobra la suficiente entereza para destapar el pastel. De hecho, al final, quien le atraviesa el corazón rebosante de sangre negra al villano vampírico es ella.
      Su primer gran papel. El mejor de su carrera sin duda. Era joven, lleno de talento y de ilusión, dispuesto a darlo todo de sí fuese en lo que fuese. Y lo consiguió. La mezcla de thriller y terror, combinando la intriga con escenas sanguinarias pero no sobrecargadas gustó. Fue considerada una de las películas más aterradoras del año. Y Michael Hizowsky sintió que había encontrado su lugar en el competitivo mundo del cine. El terror, siempre cambiante, siempre en evolución, deseoso de mejorar, de despojarse de los estereotipos pasados, necesitaba nuevos nombres. Y ahí estaba él. Y él, el nuevo Kardoff o Lugosi, respondió a su llamada.
     Fue una edad dorada. No dejaba de trabajar; no creía que pasase una sola semana en la siguiente década sin rodar. Casi siempre eran producciones sencillas, sí, pero de las que lucían con letras de un metro en la cartelera de los cines. Hizo de todo: vampiro, asesino, momia, zombi, científico loco, hechicero… papeles variopintos, pero con referencias suficientes para meterse en el personaje. El resto, tan simple como tirar del mantra familiar: Sé el mejor en lo que sea.
     Con el cambio de década, sin embargo, el sueño acabó. La hermosa pesadilla daba paso a una estremecedora realidad: su tiempo había pasado. Su rostro había quedado asociado a los horrores pasados, llenos de monstruos y espectros corpóreos y homicidas, a los que el público, atragantado, empachado, había llegado a aborrecer. Los veían como sombras oscuras de una época oscura, un ejemplo no de terror sino de decadencia, condenándolos a la década pasada. La hora del hombre acabó definitivamente, dando paso a la de los efectos especiales. Monstruos de metal y cables, animales sobredimensionados en pantallas, naves surcando mundos desconocidos poblados por horrores indescriptibles. Seguía habiendo trabajo para él, sí. La adrenalina, como toda droga, sigue teniendo adictos. Pero era en producciones de tercera, con efectos caseros, directores mediocres y guiones patéticos. El horror era predecible, el desarrollo lineal. Y el resto del reparto, sin más deseo que su momento de fama, cobrar y largarse, no estaban a la altura.
     Michael Hizowsky, de improviso, se topó con el estigma del actor, grabado a fuego en su frente: estaba etiquetado. Era un hombre de horror, sí, pero de un horror viejo, obsoleto y fracasado. El de monstruos hechos de maquillaje que corrían por bosques gimiendo, persiguiendo a jovencitas tontas que sólo sabían chillar hasta que tropezaban y morían. Y por más que lo intentaba, que intentaba salir del esquema, o de volver a la primera línea del género, siempre las mismas palabras:
     —Eres viejo. No sabes hacer otra cosa. Lo sentimos, pero no  encajas.
     Tenía gracia. El gran vampiro se había hecho viejo. Destino similar al del resto de sus compañeros en la fama. El detective Pendleton, del que sólo sabía que usaba el nombre profesional de Nicholas Canter, consiguió cierta fama haciendo de tipo duro que perseguía a narcos y ladrones por Miami en un deportivo con gafas de sol. Lo último que supo de él fue que murió a los treinta y dos años de sobredosis. La chica en cambio…
      Michael cerró los ojos, apretando los dientes, pensando que así su mente se fundiría a negro, pudiendo borrarla de su mente. Aunque sabía que no lo conseguiría.
     La conoció como Louis Clarence. Su verdadero nombre, Josephine Clerisseau. Veintiún años. El arte en las venas. Verdadero talento que era difícil de encontrar; más allá de su rostro de cuidadas facciones y esculpidas proporciones. Todo lo necesario para ser la siguiente Greta Garbo o Grace Kelly.  De hecho, ella siguió trabajando; eso lo sabía. Además, tuvo la suerte de quedar encasillada también, pero en una categoría más versátil que la suya: era la chica guapa y, ocasionalmente, lista. La vio en alguna comedia de universidades o familias de la clase alta. En dramas, especialmente relativos a amores rotos o familias destrozadas. Incluso volvió a salir de figurante en alguna película de terror, pero ya sin coincidir. Mantuvieron el contacto durante un tiempo, pero aquello que tenía en común, su amor por el trabajo, los acabó distanciando. Lo último que supo de ella fue que, con casi treinta películas a sus espaldas, se retiró, se casó y se fue a vivir con su marido a algún pueblecito perdido entre Wisconsin y Iowa para combinar el disfrute de la recién formada familia con la lasitud del campo. Aunque duro de reconocer, se alegraba por ella. Otras chicas igual de buenas acababan sus carreras en papeles que añadían a las dotes de actuación la apertura de piernas. Después de todo, él sabía bien que a veces hay que arrastrarse por el barro de la orilla para no ahogarse bajo el agua.
     Aquel fue uno de los baches en su vida. Quizás, con ella, si se hubiese lanzado, abandonando las sesiones de maquillaje y los rodajes entre tinieblas, hubiese sido feliz. No habría perdido ese último vínculo con el resto del mundo que supone el amor al prójimo.
     Recordaba cómo la conoció. Casi cinco años después de su salto al estrellato. Un día, a la salida de los estudios, la vio paseando por la calle. Parecía algo casual. Aunque no podía ignorar que le miraba, con mucho interés. Y, si bien Michael tenía un nombre en aquellos momentos, era consciente de que no tenía fans de ese tipo. Ni fue ni sería nunca como los cantantes modernos, necesitados de escoltas que mantengan a raya a las jaurías de devotas dispuestas a despedazarlos y a hacerse a sí mismas el amor con sus restos antes de comérselo como forma de conservarlos.
     Estuvo viéndola rondarle durante casi una semana, antes de decidirse a hablar con ella.
     —Buenas tardes, señorita. ¿Buscas algo? ¿O a alguien? hace tiempo que…
     —Sí —le interrumpió, plantándose delante de él—. Le buscaba a usted, señor Hizowsky.
     Se llamaba Miranda Collins. En aquellos momentos tenía veintiséis años, casi once menos que él. Trabajaba como peluquera, ocasionalmente contratada para los sets de Hollywood. Aseguró que le gustaban sus películas. Era, en sus propias palabras, su mayor fan.
     ¿Por qué demonios fue todo tan rápido? Quizás, con tiempo para recorrer el sendero de la pareja con calma, habría podido apreciar que tropezarían en cada bache y ella caería al suelo usándole a él de amortiguador. Seguramente, lo hizo por el propio miedo: no era tan fácil como parecía reconocerle en la calle, sin el maquillaje, las luces, el disfraz. Pero seguía siendo el hombre detrás del monstruo. Se ganaba la vida infundiendo terror. A cambio, fortuna y fama, ¿pero amor? ¿Cuántas mujeres pueden enamorarse de alguien que finge destripar a otras mujeres, devorar hombres, usar la sangre como quien se da sombra de ojos y que, además, debe dar la sensación de disfrutar haciéndolo? Si algo aprendió de su padre, aparte de buscar siempre ser el mejor, fue saber aprovechar las oportunidades.
     Sin embargo, su unión estaba maldita desde el primer día. Y esa maldición se llamaba Beverly Hills. Sí, en aquellos tiempos en que era alguien, nadie podía serlo sin unir su luz a la particular constelación del barrio de las estrellas. Una casa, grande y bonita, totalmente amueblada. Sólo el jardín, lleno de flores y arbustos, era más grande que aquella residencia en la que  maldecía vivir. Y su coche era un Cadillac color crema recién comprado. Y tenía piscina. Y un mueble—bar en el salón…
     Hizo falta casi una década para darse cuenta de que, seguramente, lo que atrajo a Miranda hacia él fue la idea de ocupar una casa como aquella. Disfrutar de un estilo de vida como el que podía ofrecerle… entonces.
     No pasaban mucho tiempo juntos, era verdad; los deberes profesionales de Michael tenían ese coste. No estaba con ella. Ni tuvieron hijos. Quizás entonces… Michael no pudo ver las señales de alarma, ya que su esposa parecía feliz. Salía por su cuenta, paseaba por los parques, salía de noche con sus viejas amigas (felices de que una de ellas hubiese conseguido un marido famoso) y hacía ejercicio; hasta tenía un entrenador personal. Y montaba fiestas en la casa, de aquellas que hacían parecer lo de Cielo Drive[2] una de sus actuaciones. Él, por supuesto, no solía estar presente. Llegaba demasiado cansado. Sólo podía saludar y retirarse, dejando tras de sí el sonido de taconazos prietos, vasos entrechocando y bocas riendo.
     El problema llegó cuando su carrera cambió de perspectiva. Cuando le sugirió a su mujer que tendrían que recortar gastos; quizás incluso trasladarse a una vivienda más modesta. Recordaba bien su reacción, casi le extrañó: sabía que no se lo tomaría a bien; por eso se esperaba gritos, insultos, maldiciones… pero se quedó muda. Muda, boquiabierta y muy pálida, mirándole con ojos negros de ciervo disecado y la boca torciéndose como la de la máscara de la tragedia. Casi parecía un maniquí de sus producciones, un fantasma de atrezo, si es que uno de aquellos muñecos podía transmitir semejante sensación de pérdida.
     El proceso fue breve. Al día siguiente hizo las maletas. Me voy unos días a ver a mi madre, dijo. No le llamó en tres días. De hecho, no volvieron a hablar jamás. Ni a verse. Su último contacto fue un sobre con los papeles del divorcio.
     Sintió el recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Sólo derramó una lágrima; sus párpados se ocuparon de cerrar el grifo. No quería llorar por eso. Ya que, curiosamente, la única forma de describir cómo se sentía era como si algo le hubiese extirpado el corazón del pecho. Casi (y aquello le hacía gracia, por eso le gustaba la alegoría) como si se lo hubiesen traspasado con una estaca.
     La compensación del proceso supuso su entrada definitiva en Wilshire. Y su carrera se resintió aún más. El cansado y maltratado Michael Hizowsky, ante equipos cada vez más inexpertos y torpes, sentía que su deber era darle a aquellos puñados de bosta el mínimo grado de distinción que su nombre merecía. Pero había perdido todo. Las ganas de actuar. El entusiasmo. La espontaneidad en sus partes. A veces olvidaba de improviso una línea del guión, cosa que, con lo reducido de sus diálogos, no le había pasado nunca hasta entonces. Se cansaba en los rodajes, moviéndose con su caracterización por terrenos planos y pistas de baile. Y, lo peor de todo, a veces su pulso fallaba: su mano temblaba al sujetar el arma, sus brazos se torcían al lanzar las garras, su voz se agitaba como unas maracas al emitir los escalofriantes gruñidos del monstruo hambriento.
     Supo entonces que estaba acabado. A menos que volviese a ser el mejor. Y sólo se le ocurrió una forma de lograrlo.
     La idea de los ensayos privados se le ocurrió por casualidad. Conducía su nuevo coche, un Toyota negro que aún conservaba en los días presentes. Decidió pasearse por la ciudad, como los protagonistas de las series hacía veinte años, con la idea de que Los Ángeles le inspirase. Y, debía reconocerlo, lo consiguió.
      Ya era por la tarde. Estaba, precisamente, en Sunset Boulevard, en dirección a Western Avenue. Una zona tremendamente estropeada. Muchas farolas estaban rotas, muchas aceras estaban cubiertas de restos de envoltorios y muchas esquinas tenían ojos. Y voz. Y cuerpo. Era una de las cosas que Michael debía agradecer: el tiempo no había conseguido extirpar aquel cáncer por completo; pero al menos lo había contenido, limitándolo a ciertas zonas donde todavía coleaba, aunque no como en los sesenta.
     Tuvo que pararse en un semáforo. Allí, la fulana de turno se le adelantó. Una chica bonita, algo delgada para su gusto, de piel morena, quizás latina, mal disimulada por los rizos teñidos de rubio que coronaban su cabeza. Recordaba, especialmente, el sostén fucsia, la falda corta y negra y los zapatos de tacón alto. Y, por supuesto, más joven que él. Desde hacía tiempo todas las mujeres le parecían más jóvenes de lo que él fue alguna vez.
     —Hola, guapo. Vaya, menudo coche llevas…
     Se inclinó hacia adelante, apoyándose sobre la ventanilla. Michael, forzado por las circunstancias a soportar el calor de junio, se vio forzado a subir el cristal, manteniendo a la mujer a raya. No quería verla, no quería oírla, ni olerla. Olor a sexo, olor a depravación, a callejón sin salida. El recuerdo de todo lo que intentaba olvidar.
     —Vaya, poco hablador —siguió su monólogo, gritando desde detrás de la ventana—. Seguro que eres un chico muy solitario…
     Michael apretó con fuerza el volante, sintiendo deseos de pisar a fondo el acelerador, saltarse el semáforo y dejarla atrás para que se estrellase contra el suelo. Aún se preguntaba por qué no lo hizo así.
     —Puedo hacerte un buen precio —se decidió por fin a ir al grano—. Lo pasarás como nunca… y barato. ¿Qué me dices?
     El hecho de apartar la mierda sin guantes le sentaba igual que esnifar pimienta, pero no podía soportarlo más.
     —Señorita —bajó la ventanilla; no tenía ganas de gritar—. Por favor, tengo cosas que hacer. No…
     —Vaya, me estás dando esquinazo, ¿verdad? —la chica retrocedió, tambaleándose sobre sus largos tacones.
     Michael se lo esperaba; había visto esa reacción otras veces. Siempre en mujeres La chica retrocedía desenfadada, sonriendo, en apariencia indiferente. Pero en sus ojos, el odio y el desprecio hacia quien rechazaba sus encantos refulgía. Lo que no se esperaba fue lo que hizo.
     —Mira —con la habilidad de un mago, el sostén bajó—. ¿Ves esto? —se sacudía, de forma intensa, intencionada, intentando atraer los rehusivos ojos de Michael—. ¿Cuántas veces te han ofrecido algo así, eh, carcamal?  Viejo tonto. Seguro que eres maricón. O eso o que las mujeres pasan de ti…
     Michael apretó los dientes hasta que sus muelas chirriaron. Ya no era sólo marcharse, dejar de oírla. Lo que quería era que se callara. Callarla. Bajarse del coche y abofetearla, ponerlo en marcha y hacer marcha atrás hasta arrollarla, aplastando su maldita cabeza contra la acera y reventando sus malditas ubres como melones maduros como tantas veces había visto en…
     Y entonces, en el preciso momento en que la luz verde se iluminó… La idea se le pasó por la cabeza. Fue un momento de pausa en el tiempo, dándole tiempo para dibujar el escenario.
     —Señorita… —se volvió hacia ella, hablando con calma—. Perdone, tenía otra cosa en la cabeza. ¿Cuánto… en qué consistiría esa oferta especial…?
     La mujer dejó de hablar y volvió a estar tapada. Cinco minutos después la tenía sentada a su lado en el coche. Ella se entusiasmó cuando supo que tenía casa y cama para realizar el servicio.

     Era una de esas novedades. La oferta de Benny llevaba un par de días en el aire, sin que Michael terminase de decidirse a cogerla o no. Era un papel nuevo para él. Y difícil.
     Sumo inquisidor, uno de esos sacerdotes medievales españoles locos, que bendecían con una mano mientras le apretaban a alguien las tuercas con la otra. Ese era su contradictorio papel: torturar hasta arrancar la piel y hacer gritar llevando una larga toga clerical; una idea tan diferente y complicada, la del monstruo humano, que se vio obligado a meter al personaje en su mente. Y a adaptar su casa para la ocasión.
     Michael nunca había sido un manitas excesivamente hábil. Pero, aun así, había llenado su casa con herramientas nuevas. Había martillos. Abrazaderas. Destornilladores. Punzones. Y hasta unas esposas. Nunca las había probado en realidad; el frío, duro roce de la manilla, de los eslabones, en torno a la piel, inmovilizándote por más fuerte que seas.
      La mujer se sorprendió al entrar en su casa, tanto por lo desordenado del apartamento como por saber que era famoso. Sus ojos se iluminaron, estaba seguro, cuando lo reconoció en el cartel del fondo. Pensaría que podría pagarle un extra, seguro; ya fuese por el servicio… o para que no se hiciese famosa pregonando su conquista. No le hizo tanta gracia, sin embargo, cuando la llevó al dormitorio y le pidió que se pusiese las esposas.
     —¿Estás loco? —inquirió mientas quedaba vestida sólo con un tanga negro—.Yo no hago cosas raras.
      Un poco de insistencia, acompañada por el seductor perfume de un abanico de billetes verdes, la persuadió. La chica quedó sobre la cama, de espaldas a él, con las manos esposadas y la cabeza baja. La puta esperando el castigo, debía pensar. Pero, a los ojos de Michael, era una escena preciosa. La encarnación de la penitente esperando su castigo.
     Cuando le metió el pañuelo en la boca, no tuvo tiempo de chillar. Intentó retorcerse cuando se la cargó al hombro como un cadáver camino de una tumba anónima, pero Michael era más fuerte de lo que había previsto. No le costó mucho, pues, descargarla en la bañera. Había decidido que era algo demasiado sucio para la cama.
     La escena no distó mucho de lo que vio durante el rodaje; como seguramente no distó mucho de la realidad: una mujer de piel morena y cabello (en origen) negro siendo maltratada por un hombre entrado en años, con alguna arruga y forzado al celibato.
     No pudo, eso sí, oírla gritar; quitarle el pañuelo de la boca era arriesgarse a llamar la atención de sus vecinos. Tuvo que conformarse con ver la aterrada expresión de sus ojos, sus dientes apretando la mordaza, el sudor bañando su piel, el sonido de su cuerpo al frotarse contra la bañera. Fue la primera vez y, en consecuencia, la peor.
     A Michael le costaba concentrarse en su trabajo. Coger la herramienta y llevarla sobre el cuerpo, hundir el metal en la carne, abrir la herida para que saliese la sangre. Estuvo a punto de vomitar, deseando quedarse sordo y ciego al oír el sonido ahogado que la mujer producía al recibir cada nuevo corte.
      Un par de veces se le ocurrió dejarlo donde estaba. Sabía que si la soltaba estaría igualmente jodido, pero sería menos grave. Se planteó, entonces, por qué lo hacía ¿Para mejorar sus actuaciones? ¿Por el bien de su acabada carrera? ¿O, más bien, porque estaba furioso? Aquella mujer le había insultado, ofendido, despreciado. Una vulgar puta, tratándole como si no fuese nada… igual que hizo otra mujer hacía mucho tiempo, acelerando su ruina.
      Aquello zanjó el debate. No le gustó acabar, pero lo hizo sin duda, sudores fríos ni temblores nerviosos. Al acabar, el único problema fue llegar a la playa sin que ningún surfista fumado y trasnochador le viese. Apenas doce horas después, lo encontraron sobre la arena. Pero, por suerte para él, en Los Ángeles siempre había habido suficientes lunáticos para que nadie sospechase de él. Y suficientes asesinatos grotescos de putas como para que uno más no marcase la diferencia.
     Al menos, Michael Hizowsky encontró la solución a sus problemas de inspiración.

     Otoño ya era una realidad. El frío se extendía por la ciudad del sol. Los días eran cada vez más cortos y las calles más oscuras. Con los turistas fuera y la gente en sus casas; los largos bulevares, siempre vivos, siempre ocupados, estaban cada vez más vacíos. Y, en los callejones más recónditos, las almas solitarias podían cobrar consciencia de lo poco que las quería el mundo.
     Una de ellas, arrastrando un carrito de la compra lleno de latas usadas, se abría paso entre la parte trasera de un par de almacenes, cerca de las afueras. Allí, entre cartones y plásticos, se alzaban improvisadas casetas, cuyos dueños se ahogaban en oscuro alcohol, como sustituto al fuego vitalizado que sus carnes dejaron de conocer hacía tiempo.
     Uno de ellos, particularmente sobrio, abandonó el nido como un pájaro ciego, dando tumbos con su andrajoso abrigo y su gorro de tela raído. En su avance, que tenía más de danza sonámbula que de caminar, golpeó el carrito, volcándolo.
     —Vaaaya… No sabes… cuanto lo siento —aseguró, intentando centrar la vista en su compadre, esforzándose por mantenerse en pie.
     —No… no pasa nada, tranquilo —dijo éste con una voz calmada y educada; todo lo contrario que la suya.
     El dueño del carrito se agachó para recoger las desperdigadas ganancias de la calle.
     —No, en serio… —el borracho se apresuró a arrimar el hombro—. Déjame ayudarte.
     El remordimiento otorgó agilidad y precisión a sus manos; en apenas tres minutos las latas volvían a llenar el carro.
     —Gracias, amigo —dijo el hombre, delgado y de aspecto cansado, volviendo a arrastrar su carga.
      El obstáculo le puso una mano en el hombro.
     —Escucha. Creo… que me caes bien. Por eso… ¿Y si vamos juntos… a tomar algo…?
     —Eso estaría bien —aseguró el hombre del carro, sonriendo—. ¿Y sabes qué? Yo voy a invitar. Por tu amabilidad.
      Una sonrisa se dibujó en el rostro del mendigo.
     —Ven —le indicó, poniendo el carro en movimiento—. Conozco un sitio cerca de aquí. Buena bebida. Y barata.
     —¿Ah, sí? Buena noticia, sí. Yo… no lo… sabía.
      Los dos hombres se pusieron en marcha lentamente, uno arrastrando su caro y el otro manteniendo su cuerpo en pie. Dejaron el callejón a un lado, pasando a la carretera. Al fondo, edificios oscuros, una carretera y un coche; un Toyota negro aparcado en una bocacalle.
     —Mira, está allí —el hombre del carrito señaló hacia el fondo—. ¿Lo ves?
     Su compañero, para quien todo era apenas una mancha oscura y borrosa bañada en la negra tinta de la noche, localizar una forma concreta en aquel horizonte ondulante era un reto. Se vio forzado a entornar los ojos…
     En ese momento, sintió como su cráneo se hundía, como una fuerza inconmensurable se abría paso a través de su nuca, sacudiendo su cerebro hasta llegar a sus ojos, que por un instante resplandecieron como faros. Un momento de visión, antes de caer definitivamente al suelo.
     Tras él, el carrito se volcó, derramando una avalancha de latas usadas sobre la carretera, listas para que los hombres de la calle se disputasen sus migajas como palomas sobre los bordes de una pizza. El nuevo ocupante fue acomodado en el hueco resultante, y el bebé mayor fue conducido hacia su transporte, seguramente el primer coche que pisaba en años. Por desgracia, no fue capaz de disfrutarlo.
     Si sintió, en cambio, la fina hoja que le desgarró la garganta a la entrada del callejón.
    
     Lo que más odiaba Michael era tener que mover su coche para su trabajo pero, al menos, esta vez fue fácil. No había sido en un lugar transitado. Ni había sido una chica inocente. Y, bien pensado, viendo como vivía aquel desgraciado, degollarle como a un pollo podría considerarse un acto de cristiana caridad.
     En el lavabo de su apartamento, desnudo y acurrucado en el rincón de la bañera, miraba con la indecisión y desconfianza del niño que sabe el contenido del tarro. Se había dado prisa en llenarlo, en sellarlo adecuadamente. Aún se veían los restos de un par de cubos de hielo flotando en su interior. Sólo esperaba que no se hubiese estropeado.
      Mientras desenroscaba la tapa, pensó en su próximo papel, el papel que le había hecho necesario conseguir aquel material: iba a ser un zombi. Un muerto viviente, un hombre sencillo; si bien el guión no especificaba su vida anterior (sospechaba que dependiente de ultramarinos) que, una vez reducido al estado de muerto viviente descerebrado, conseguía aunar a los de su condición en un pequeño ejército con el que desolar una ciudad, uno de los últimos bastiones de la superviviente y menguada humanidad. No era algo nuevo para él, desde luego, ya había hecho antes el papel de zombi. Sin embargo, esta vez presentaba una singularidad.
     La infección se vería en directo. No por un mordisco en el brazo, no; eso ya estaba muy visto. Al parecer, le volaba de un escopetazo la cabeza a uno de sus atacantes, provocando un exagerado estallido de cráneo con masa encefálica y sangre salpicando en todas direcciones y…
     Michael no lo pensó más. Tomó aire y se vació el tarro de sangre sobre la cara.
     Bajo los labios, apretó los dientes, sintiendo deseos de chillar. Estaba helada; podía sentir el roce de los cubos de hielo contra su cuerpo como piedras de granizo. Al menos lo había logrado: no se había coagulado.
     Lentamente, mientras el líquido cubría su pálido cuerpo, Michael empezó a abrir los ojos, tomó aire… y, sin poder remediarlo, se inclinó para vomitar, sumando al hedor férrico de aquel liquido repugnante el olor amargo de sus jugos digestivos. Con cautela, resbalando sobre el resbaladizo fango de la bañera, Michael buscó el grifo de la ducha, deseando cuanto antes acabar con eso.
     Al menos, ya sabía lo que era, lo que se sentía al bañarse en sangre. Lo difícil, conseguir reproducir esa reacción con la mezcla de sirope de maíz y colorante que solía constituir la sangre en el plató.

      La cara. Michael no podía evitar repetírselo; estaba seguro de que ese fue su error. Haber enseñado la cara. Cuanto más te ve el público repitiendo un papel, más sencillo es que te encasillen en él. No en vano Richard Gere era el galán empedernido, Sean Connery el caballero heroico, Schwarzenegger el tipo duro que no daba atisbos de pensar antes de apretar el gatillo…
     ¿Y en el propio terror? Por supuesto, había claros referentes. Boris Kardoff, Bela Lugosi, Christopher Lee… No eran vistos como actores: eran villanos. No sólo es que hiciesen terror, es que quedaron ligados para siempre a su personaje; suturado o con capa según el caso. ¿Y Anthony Perkins? Tuvo vida más allá del demente travestido Norman Bates, pero ¿le recordaba alguien siquiera?
     O quizás no tuviese nada que ver con la cara; quizás el cine de terror era una maldición en sí, en la que todo aquel que osaba internarse estaba condenado a acabar condenado. Después de todo, ¿consiguió Kane Hodder ser conocido por encima de la careta de Jason Voorhes? ¿Sabía alguien siquiera como era la cara bajo la máscara de hockey? ¿Consiguió Robert Englund que su rostro, agradable y simpático, se desprendiese de los restos carbonizados de Freddy Krueger?
     ¿Lograría él mismo hacer algo más en su cada vez más corta vida? Él, que había llevado tantas máscaras…
     Con el olor de la lejía todavía flotando por el apartamento, Michael se estiró en la cama, confiando en dormirse.

      Debían de ser en torno a las siete y cinco, diez minutos antes de cuando el despertador solía sonar, cuando unos golpes en la puerta sacaron a Michael de su letargo. Descalzo en sus pantuflas y desnudo bajo su bata blanca, pidió un momento con voz somnolienta mientras llegaba a la puerta.
     Cómo de grande iba a ser su sorpresa al encontrar dos hombres grandes detrás; uno vestido con chaqueta y traje y el otro con uniforme. De policía.
     —¿Sí…? —preguntó dubitativamente.
     —Buenos días —se adelantó el hombre del traje—. ¿El señor Hizowsky? ¿Michael Peter Hizowsky?
     Asintió sumisamente. El hombre sacó su placa.
     —Inspector Oliver Wall, de la policía de Los Ángeles.
     Qué presentación, se nota de dónde es. El pensamiento provocó un amago de risa en Michael.
     —Verá, señor Hizowsky —el detective Wall guardó su placa—. Nos gustaría… que nos acompañase a comisaria.
     —¿Por qué razón?
     —Verá… —el detective le miró con clemencia—. Anoche se… produjo un homicidio. Y… nos gustaría tomarle declaración al respecto.
     Aunque su rostro reflejaba perplejidad, el corazón de Michael latía a mil por hora.
     —¿Puedo al menos… ponerme…?
     El detective asintió, cruzándose de brazos.
     —No tarde.

     Una hora después, Michael se encontraba sentado delante de una mesa, en un cuarto gris de ventanas enrejadas y con un gran espejo en la pared derecha. Sabía lo que había detrás. Y aquello sólo le ponía aún más nervioso.
     No hubo fotografía para la ficha; al menos no de momento. Sí le tomaron las huellas y le frotaron un bastoncillo de algodón por la boca. Todavía se frotaba los dedos, sintiéndolos sucios.
     La verdad, fueron rápidos. Al cabo de un rato, el detective Wall se presentó, sin chaqueta y con una carpeta de papel entre las manos.
     —¿Puedo saber ya qué ocurre, agente? —quiso saber el actor.
     El inspector le ignoró (o eso pretendió), sentándose en la silla restante y abriendo la carpeta.
     —Verá señor, esta mañana se encontró un cadáver flotando cerca de Queensway Bay —explicó, mirándole a los ojos—. Indocumentado y, posiblemente, un vagabundo. Seguramente, alguien lo lanzó al mar y acabó atascado allí.
     —¿Y?
     —Pues que hubo un testigo, cerca de Golden Shore, que declaró haber visto en torno a las cuatro y veinte de la mañana un coche arrojando un bulto sospechoso al mar —aseguró—. Un Toyota negro.
     Michael se irguió, tragando saliva.
     —¿La matrícula…?
     —Sí, señor Hizowsky —dijo, cruzando los brazos y sonriendo—. Coincide con la suya.
    Michael suspiró.
     —¿Dónde estaba ayer por la noche, señor Hizowsky?
     —Paseando con mi coche —dijo—. Me apetecía ver el mar.
     El detective se rió.
     —¿A la cuatro de la mañana? —le miró, arqueando una ceja.
     —Tengo mucho tiempo libre por las noches —aseguró—. Y como trabajo día sí día no, a veces me gusta ir a despej…
     —Sí, señor Hizowsky —el detective Wall se inclinó ante él y le señaló con el dedo—. ¿Usted era el cabrón ese de Noche sangrienta, verdad?
     Michael no habló, limitándose a asentir. A Wall debió hacerle gracia.
     —Sabe, he visto tantos actores… —se separó de él, apoyándose contra el cristal—. Uno llega a preguntarse si les dan trabajo por cómo son. Lo que hacen. Si hay que estar loco para hacer de loco y cosas así. ¿Usted qué opina?
     Michael notaba como la mano que le unía a la mesa empezaba a temblar, a la vez que intentaba mover la boca y no podía. Por un momento, le pareció que el cristal de la sala de interrogatorios temblaba; pensó que sería un efecto óptico. Pero, en su lugar, la puerta se abrió y una mujer con uniforme, morena y con el pelo recogido en una coleta, se asomó lo suficiente para pasarle un papel a Wall. A Michael ni lo vio, o al menos no se dignó a mirarlo.
     —Vaya, vaya…
     Wall ojeaba la hoja como si certificase que había ganado el primer premio en la lotería.
     —¿Pasa algo?
     —Señor Hizowsky, me considero un buen policía y un buen americano… —a Michael le dio la sensación de que recalcó la última palabra, lo que le hizo desear por un momento patearle la cara—. Así que le recuerdo que, si quiere un abogado, está en…
     —No necesito picapleitos —aseguró, agitando la mano tajantemente—. No tengo nada que ocultar.
     —Como quiera —el papel voló, balanceándose suavemente de las manos de Wall a la mesa—. ¿Sabe lo que es esto?
     Michael negó, apresurándose a atrapar la hoja. Estaba seguro de que no entendería lo que ponía. Pero dio igual; apenas recorrió con los ojos el encabezado, su captor le sacó de dudas.
     —Hemos… usado una técnica nueva, muy novedosa, para… comparar su ADN con nuestra base de datos, buscando coincidencias. ¿Y sabe qué? Hemos encontrado una coincidencia. Con una colilla encontrada en un parking donde destriparon a una pobre chica hace dos meses.

     —En pie.
     La sala del tribunal era idéntica a la que podía verse en la tele; al menos en eso los productores siempre tenían ojo. ¿Habría alguno allí? Sin embargo, lo que no lograban transmitir era el ambiente contradictorio que imperaba.
     La mayoría de los presentes no eran familiares o amigos, sino periodistas tomando notas o susurrándole a una grabadora, futuros abogados tomando contacto con el mundo real y un par de policías con cara de póker en cada esquina. Y, por supuesto, los curiosos; qué sería de un proceso como aquel sin ellos. ¿Y cuántos serían fans suyos? No era para menos. Al contrario que a la gente corriente, limitada a esperar con su traje barato y expresión ausente sin más compañía que un par de padres llorando y una pareja errática, apartados en el último banco de la fila de atrás, la interminable, tediosa y crucial lista de exposiciones, a él no le faltaba la compañía. De hecho, la sala estaba atestada.
     Michael se recostó en su silla. No había leído mucho la prensa desde entonces, pero podía imaginarse los titulares: VIEJO MONSTRUO DEL CINE ACUSADO DE HOMICIDIO MÚLTIPLE. Lo bueno era no ser lo bastante famoso para que el juicio fuese en verdad grande, aunque revuelo había levantado, desde luego. Eso era lo peor: la prensa seguiría lo que se decía en la sala a milímetro, el fiscal se cebaría a gusto con él, el jurado pensaría en lo que fingía ser y no lo que era. Iba a ser duro. E iba a ser necesario emplearse a fondo.
     El magistrado, un hombre negro y robusto, de edad avanzada y rostro arrugado pero solemne, ocupó su puesto. Una placa lo presentaba como el honorable Aldoux Nelson.
     Señoría. Siempre señoría.
     Como obedeciendo un cartel fuera de escena, todos los presentes se sentaron. Michael, con un viejo traje azul oscuro y una corbata que compró para la ocasión, miraba a su alrededor. En el otro lado el fiscal, Paul Krane o algo así, sí que parecía sacado de una serie: blanco, no más de treinta años, traje impecable y lucía un reloj de oro que bien valdría tanto como toda la casa de Michael. Sonreía de forma velada pero orgullosa, seguramente humedeciéndose los labios sólo de pensarlo: una condena en un caso como aquel. Su nombre haciendo eco a escala nacional. Y unos años después, tribunal supremo, candidatura para el senado o barra libre en un club de striptease. Ahora, alternaba miradas al juez con susurros a su ayudante.
     Michael le miraba con desconfianza. Al contrario que él, estaba solo. Podría costearse un abogado, sí, pero el coste sobre su cuenta no valía el esfuerzo de vaciarla. ¿Y abogados de oficio? En la tele solían ser jóvenes, idealistas y avispados; diamantes en bruto esperándole un chorro de agua fría con suficiente presión para acabar bien pulidos. En la vida real suelen ser viejos, amargados e incompetentes; pagando con sus clientes el no haber llegado a más en la vida. Y, si alguien iba a joderle, de una vez por todas, la vida, quería ser él, y no alguien que cobrara por ello.
     —Póngase en pie el acusado —anunció el juez, siendo obedecido al momento—. Michael Peter Hizowsky, está acusado de doble homicidio con asalto y profanación de cadáveres en las personas de Emily Proctor…
     La joven del aparcamiento; ahora ya sabía su nombre.
     —… y Todd Calhound.
     Inidentificado. Al menos, quedaría constancia de su nombre en una lápida.
     —¿Cómo se declara el acusado?
     —Inocente, señoría —dijo en tono firme pero lento, consumido… cansado.
     —Puede sentarse. ¿Tiene el fiscal lista la acusación?
     —Si señoría.
      El actor principal había saltado al escenario. Caminaba con chulería, mal disimulada tras la completa relajación de su cuerpo. La seguridad de quienes se sienten vencedores antes de empezar la carrera.
     Los hechos fueron expuestos, las conclusiones lanzadas en forma de indirecta:
     —Damas y caballeros, este hombre, que interpretaba a personajes de terror en el cine, es en realidad un verdadero monstruo, que destrozó a sus víctimas indefensas y las dejó morir sin importarle lo más mínimo.
     Un detalle interesante: la chulería le convertía en un orador bastante mediocre. Sólo faltaba ver si el jurado se habría formado ya el veredicto o había ocasión de redireccionarlo. Y Michael tenía una semana para lograrlo.

     —Se llama a Michael Peter Hizowsky a declarar.
     Por fin, había llegado el momento. Y antes de lo esperado.
     Debía haber sido el juicio más rápido de la historia; no en vano la defensa no tenía preguntas después de cada testimonio. Primero, Barry Snowden, el corredor que vio el coche. Michael se limitó a preguntar si estaba seguro de que lanzó algo al mar. El joven se reafirmó, pero lo hizo dudando.
      Luego le llegó el turno al detective Wall. Prueba de la colilla. Como todo policía que se consideraba genuino, Wall obvió decirle un detalle cuando le llevó a comisaria: por nueva o avanzada que sea, a diferencia de en CSI, ninguna técnica genética obtiene resultados inmediatos, haciendo falta casi una semana para poner nombre al dueño de un astro. Y, aunque, la coincidencia fue positiva, el intento del detective por asustar al sospechoso le salió por la culata: en vez de derrumbarse y confesar, colaboró. Un abogado de verdad se habría frotado las manos.
     El forense, y los detalles escabrosos sobre la lenta agonía de los que murieron desangrados cerró el turno de la acusación.
     No había más. Ni hacía falta. Todo dependía del siguiente testimonio. Michael se apresuró a prestar juramento; quería acabar cuanto antes.
     —¿Nombre y edad, señor? —preguntó Krane, paseando sus andares de pavo frente al estrado.
     —Michael Peter Hizowsky, cincuenta y siete años.
     —¿Lugar de residencia?
     Contestó rápido a las primeras preguntas de rigor de Krane (no se había equivocado con el nombre), convirtiendo su mayor debilidad en una ventaja: sus piernas se fundían como rollos de mantequilla, su corazón botaba como una lata dentro de una lavadora y sentía un millar de insectos recorrerle el estómago. Estaba nervioso, eso era indiscutible. Su propio cuerpo, sudoroso, cansado, exprimido de fuerzas, así lo reflejaba. El cuerpo de un anciano cansado e indefenso, al menos en apariencia.
     —¿Recuerda qué hizo usted… el 26 de julio, señor Hizowsky?
     —¿Puede especificar? —Michael se rascó la frente, que se arrugó como un acordeón—. No sabría decir que día es…
     —El día... la noche que Emily Proctor fue asesinada.
     Michael volvió a rascarse la frente.
     —Creo que no trabajé…. Si no lo hice, supongo que pasearme por Sunset Boulevard hasta tarde.
     Krane le miró como el niño mira al cucurucho de helado.
     —¿Le dice algo el nombre La Batería Alegre?
     —Sí, me suena a una discoteca… o local grande que hay no muy lejos de Vermont. Cuando se hace tarde o me canso cojo el metro…
     Alguien suspiró en la bancada del jurado. Krane se cruzó de brazos.
     —Señor Hizowsky, ¿podría explicar qué hacía una colilla con restos de su ADN en el escenario del crimen?
     —Sí —respondió Michael, sin atisbo de devolverle a Krane el guante—. A veces uso los parkings para atajar. A mis años ya no se aguanta tanto como antes. Y fumar… bueno, me calma… y ya soy viejo para tenerle miedo al cáncer.
     A la derecha, una de las cinco mujeres del jurado hablaba con un integrante masculino.
     —¿Sobre qué hora fue eso más o menos, señor Hizowsky?
     —A las nueve y veinte… o casi a la diez… tarde, pero antes de medianoche.
     —Claro… —el fiscal retrocedió hasta su mesa, donde cogió una bolsa etiquetada—. Según las pruebas, el material aún estaba fresco a las cuatro y diez, cuando se encontró el cuerpo de Emily Proctor. ¿Cree que pudo estar tanto tiempo sin secarse?
     —Bueno, señor… —Michael entornó la vista, como si le costase verlo—. Ese cigarro está aplastado. No sé, igual se encharcó o…
     Michael dejó la frase a medias. Krane le miraba de modo distinto. De cucurucho de helado, había pasado a ser un plato de espinacas hervidas.
     —Muy bien. Pasemos… a la noche de…
     La cara de Michael no se estremeció ni lo más mínimo. Pero en su interior, reía. Esa era su defensa: no negaría ninguna de las afirmaciones del fiscal. Después de todo, sólo podía acusarle de haber estado allí las fechas de los crímenes. Y era verdad. Sólo había que convencer al jurado de que hacía otra cosa.
     El repaso a la muerte del mendigo fue breve. Sólo pudieron confirmar que su coche estuvo junto al mar, poco antes de que el cuerpo de Ernest fuese encontrado con la garganta cortada. No se había encontrado la escena del crimen. Ni rastro de pruebas en su coche. Ni en el apartamento.
     —Me gusta ver el mar cuando necesito inspirarme.
     —¿Se refiere a su trabajo?
      Michael asintió. Krane se rió.
     —Señor Hizowsky…
     —Michael, por favor. Así iremos más rápido.
     —Señor —intervino el juez—. Modere su tono. No olvide dónde está.
     —Lo siento, señoría.
     —Michael, es usted un actor de gran experiencia. Y en un género en el que no creo haga falta…
     —Mi abuelo, señor… cruzó un mar para llegar a este país. Mi padre…
     —Desde Rusia, ¿no? De ahí su nombre.
     —Sí; creo que es polaco, pero vino de Rusia —Michael fue ágil en la respuesta y veloz en la contrarréplica—. ¿Sabía que, en realidad, Michael Douglas debería llamarse Danielovitch?
    Hubo varias risas entre los presentes, no sólo en el jurado. El juez llamó al orden.
     —Como decía, mi padre… solía decir que, para encontrar respuestas a la vida, mirando a las aguas del mar se despejan las dudas.
     —¿Tan de madrugada?
     —Cuando sea; a cualquier hora. Las dudas internas no tienen hora.
      El rostro de Krane se arrugó, consciente de que su estrategia estaba fallándole.
     —Señor Hi… Michael, usted lleva haciendo el mismo trabajo desde…
     —Sí. Y a veces me canso —admitió, mirando a Krane, al juez Nelson, al jurado—. Estoy cansado. Yo… en el fondo nunca me ha gustado del todo.
     Michael se frotó los ojos. Krane entrecruzó los brazos.
     —Y, si no le gusta, ¿por qué sigue en el negocio, Michael?
     —Porque no tengo familia y me estoy haciendo viejo. Necesito dinero para vivir… y esto es lo único que sé hacer en la vida. Quien sabe… quizás si me hubiese cambiado el nombre…
     —Protesto —Krane lo dijo sin gritar—. Irrelevante. Señoría que no conste en acta.
     —Se acepta. ¿Tiene alguna pregunta más la acusación?
     Krane le miraba, con atisbos de lágrimas en los ojos. No por compasión, eso por supuesto. Era por vergüenza. Le había ganado en su terreno.
     Circunstanciales. Las pruebas que no indican algo concreto. Un cuchillo en una espalda indica asesinato, sí. Pero, ¿Y una palmada en la espalda? Puedes querer empujar a alguien, o matar un mosquito, o darle ánimos. No se puede condenar sólo por lo que parece. Eso hasta Michael lo sabía.
     Y, el error del fiscal, confiado en la fácil victoria, había sido disparar sin comprobar si las balas eran de fogueo o de plomo.
     Michael se bajó del estrado, de vuelta a su asiento. Ya sólo quedaba esperar al veredicto.

      Cinco días habían pasado. Y, tirado en la cama, sumido en la oscuridad, Michael Hizowsky sonreía. Sin duda, si la de Lana Turner en defensa de su hija Cheryl había sido la actuación de la actriz, el anciano a la defensa pasiva había sido el mejor papel de su carrera.
     Falta de pruebas. El veredicto sonaba como música en sus oídos. Salió triunfante, cansado y cabizbajo pero triunfante, a sabiendas de que había acabado. Y eso no era lo mejor.
     Benny le llamó poco después. Había seguido el juicio. Y le contó que había demostrado que sabía hacer algo más que de malo impasible. Su convicción, su sinceridad, la forma en que se confesaba… podía encontrarle trabajo. Volvería a estar en pantalla cuanto antes. Y no en el terror. Como viejo patriarca agotado, como hombre destrozado confesando hasta cuando se hizo la primera paja, como el último y orador defensor de una causa perdida.
     Y Michael retenía aquella idea en su cabeza, junto a las palabras, pensamientos y emociones que la hicieron posible. Estaba feliz.
     Lo había conseguido. El viejo vampiro, el viejo licántropo, demonio, demente, se había despojado del viejo disfraz de monstruo, delante de todo el mundo, para que pudiesen ver qué había debajo: ni cuchillos ensangrentados, ni colmillos afilados, ni la mente turbada de un loco. Sólo un hombre, viejo y agotado, pero antiséptico. Por algo había sabido limpiar todos los deshechos de su vida pasada.
     No sólo todo había acabado. Iba a volver a trabajar. E iba a tener mucho tiempo para ensayar sus nuevos papeles.




[1] Denominación de 8 selectas universidades privadas del noroeste de Estados Unidos
[2] Escenario del crimen múltiple perpetrado por Charles Manson y sus seguidores en 1969

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