sábado, 4 de julio de 2015

EL LIBRO DE LOS MONSTRUOS


   Monstruos. Seres a medio camino entre lo humano y lo animal; entre lo divino y lo demoníaco. Productos del imaginario colectivo y popular que dan forma a los miedos, peligros y misterios con los que la mayoría de personas solo sueñan y que, de aparecer, permanecen en el recuerdo para siempre.
      Recuerdo bastante bien mi primer contacto con los monstruos. Debía tener cinco o seis años, quizá menos. Hasta entonces no tenía ni idea qué era un monstruo, solo de los que había oído hablar a mis padres en cuentos, a mis profesores en lecturas o a la televisión en alguna película animada.
      Pero fue ese día cuando los descubrí. Era jueves, después de clase. Mis padres iban a tardar un rato en recogerme y, para entretenerme, me colé en la desierta biblioteca de la escuela. Mi mirada rebasó las robustas enciclopedias, los coloreados cuentos y las fragmentadas revistas hasta dar con un libro solitario, abandonado sobre la mesa más próxima a la puerta. Era un libro rojo, con una gruesa cubierta de cartón duro y sin más cubierta que su grueso título: MITOS Y FANTASÍAS. Decidí echarle un vistazo rápido. Ya dominaba la lectura y la escritura, pero por suerte era un libro muy ilustrado, con dibujos grandes, coloridos y preciosos que iban a hechizarme y, más aún, impactarme. En un vistazo rápido reconocí a los dioses y ángeles celestiales con sus auras brillantes y poderes divinos; a las sirenas, tritones y nereidas que dominaban los bastos océanos; y a las hadas, elfos, duendes y gnomos de los bosques, seres traviesos y benignos ligados a la naturaleza. Pero esta primera bondad era solo una cara de una moneda, en cuyo reverso no tardé en ver el horror. El submundo, ardiente y oscuro, donde los demonios torturaban a las almas, muchas de las cuales serían despedazadas por los canes del averno. El basto cielo, campo de caza para los dragones, los grifos y las arpías, cuyos afilados dientes y garras hacían pedazos a sus desprevenidas víctimas. La aparentemente pacífica superficie, llena de bosques y cavernas, desde las que acechaban basiliscos, sierpes, furias, trasgos, tarascas e insectos gigantes. El profundo océano, cuyas más profundas simas cobijaban al leviatán, al kraken y a toda una galaxia de horrores escamosos de grandes dientes y cuerpos tentaculados.
      Era un mundo de monstruos. Distintos, irreales, pero a la vez universales. Desde los gorra—rojas ingleses a las mantícoras asiáticas, pasando por la Grecia antigua, sabia y llena de horrores. Cancerberos con sus tres cabezas; la quimera, que era león, cabra y serpiente  a la vez; la Gorgona de pelo de serpientes; el cíclope antropófago de un solo ojo y el minotauro, con su cabeza de toro. Otros más distantes, como el Troll de los nórdicos; el Amikuk de los esquimales; el Ohuitzol de Sudamérica y el Gunyip de Australia, por no hablar de la noche, en la que los cosmopolitas espíritus de los muertos eran los amos; y demonios con forma animal se atiborraban de sangre y carne de niños, doncellas y viajeros.
      Mis padres llegaron al mismo tiempo que dejé de leer. Y, aunque no lo expresé, lo que había visto me afectó. Dicen que hoy en día los niños pierden su inocencia más rápido. Yo, sin embargo, sabía que, a mi edad, sabía muy poco del mundo. ¿Era posible que en algún oscuro y remoto bosque, cueva o abismo existiese algo así? No, me aseguró mi padre. Los únicos monstruos del mundo habitan en la imaginación humana, en la mente y en el corazón, pero nunca han sido ni serán reales. Y yo, en mi ignorancia, le creí.
      Seguramente, como suelen hacer los niños, habría olvidado en unos días o semanas aquel libro y me habría entregado a otro pasatiempo terrenal. Pero eso habría sido si, en menos de un día, no hubiera visto mi mundo arrasado por los monstruos, que hacía tan poco parecían sólo tinta y sueño.
      Al día siguiente, viernes, por motivos que tardaría años en conocer, no tuve clase. Así que me pasé el día jugando en casa o en la calle, solo o con mi hermano (dos años mayor que yo). Mis padres, que por la misma misteriosa razón no tuvieron trabajo ese día, lo pasaron frente al televisor o la radio, viendo algo que yo no entendía; pues sólo acertaba a ver era a hombres trajeados gritando y discutiendo; y lo único que oía era el nombre de mi tierra natal, de la que uno de los interlocutores no paraba de hablar coléricamente. Así que, para mí, el día pasó plácida y monótonamente; sin emoción ni sobresaltos; hasta que llegó la noche, y después de la cena, que transcurrió con la radio a nuestro lado, mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí a nuestra habitación, donde nos arroparon con un cierto aire de preocupación que no entendí.
      Era una noche calurosa, por eso me costaba dormirme y no dejaba de dar vueltas en la cama con los ojos cerrados. No estoy seguro de cuánto pasé así. Sólo sé que empezó pasada la medianoche. Un estruendo terrible me hizo abrir los ojos y saltar de la cama. Mi hermano, que sí se había dormido, empezó a incorporarse y mis padres corrían el tramo de pasillo entre su dormitorio y el nuestro, cuando yo empezaba a subir la persiana para mirar por mi ventana. Y no estaba preparado para lo que vería.
      El negro cielo nocturno se veía naranja, contaminado por la luz de las llamas que salían de los restos de varios edificios destrozados y empezaban a propagarse por los intactos. Pude ver, momentos después, que el destrozo lo causaban proyectiles caídos del cielo que estallaban al tocar tierra. Alcé instintivamente la vista y su origen me heló la sangre.
     Había suficiente luz para verlo y suficiente oscuridad para no distinguirlo, pero, más allá de toda duda, lo que veía era un dragón. Su cuerpo era muy largo, cubierto de negras escamas que desprendían un brillo metálico al recibir la luz mortecina del fuego. Sus alas, grandes y extendidas, lo llevaban rápida y silenciosamente por el cielo, descargando a su paso una mortífera lluvia de explosivos. Vi a la bestia pasar fugazmente sobre mi casa, saliendo de mi vista, sólo para ver en las alturas como otros (al menos una decena) pasaban sucesivamente, imitando su ruta con los mismos resultados.
      En esa fracción de segundo que parecieron horas, mi madre me separó de la ventana mientras mi padre arrancaba a mi hermano de la cama. Sin mediar palabra, nos cubrieron con nuestros respectivos abrigos y nos arrastraron hasta la calle, donde no tardamos en alcanzar y ocupar nuestro coche. Mientras mi padre arrancaba, pude que cómo la calle se llenaba de gente en similar situación a la nuestra; presas de la confusión y el miedo, mientras el bramido de las explosiones hacía temblar rítmicamente el aire.
      Mi padre acertó a poner el coche en marcha, encendió la radio y aceleró sin premura alguna, poniéndose en dirección contraria de la que venía la destrucción. Y mientras nos alejábamos, vi, brevemente, por detrás de las ruinas, otro horror.
     Su cuerpo, oscuro y blindado, abarcaba, a lo ancho, el pueblo de un extremo a otro. Y, de ese cuerpo, brotaban cabezas de serpiente, largas y delgadas, subiendo hacia el cielo. Y cuando una ráfaga de explosiones (salidas de esas docenas de cabezas) cubrió de polvo la zona a nuestro alrededor, comprendí que debía tratarse de la legendaria hidra, cuyas múltiples cabezas exhalaban un aliento mortal para todo ser vivo, el mismo con el que sembraban mi hogar de muerte.
      La visión del nuevo monstruo duró sólo hasta que el coche se alejó, dejando detrás el fuego en el cielo y alguna de las bestias voladoras rezagada.
      En cuestión de minutos llegamos al polideportivo del pueblo, que, pese a las altas horas de la noche, estaba iluminado y lleno de gente. Mi hermano preguntó qué hacíamos allí y mi padre le respondió que pasaríamos allí lo que quedaba de noche y al amanecer trataríamos de marcharnos a un sitio más seguro. Aparcamos entre la masa de coches en la periferia de la entrada y nos lanzamos entre la marea humana que lo inundaba. Fuimos siguiendo su curso pegados los unos a los otros para no extraviarnos, hasta llegar a un pabellón iluminado. Lo reconocí como la sala donde se celebraban los partidos de baloncesto; en la entrada había unas cuantas personas con silbatos que parecían encargarse de ubicar y suministrar víveres a la oleada de refugiados. Uno de ellos (una chica de pelo castaño de unos veinte años) nos guió hasta una esquina; nos dio un par de mantas y una botella de agua y se dispuso a continuar sus quehaceres, disculpándose por no poder hacer más con sus escasos recursos. Recuerdo que lo único que pudimos hacer fue tender las dos mantas juntas y tumbarnos sobre ellas; mis padres a los lados y mi hermano y yo en el centro.
      Sin atreverme siquiera a cerrar los ojos, preso del miedo y la incertidumbre, pude ver cómo, en menos de media hora, el pabellón entero quedó saturado por docenas (si bien podían ser cientos) de familias; hombres y mujeres con sus hijos, hijas y (muy puntualmente) ancianos, que se acurrucaban entre ellos como podían en el escaso espacio disponible; dejando sólo unos centímetros de separación entre ellos para que pasasen los cooperantes o ellos mismos, si debían abandonar su posición por cualquier razón.
      Fue en ese momento cuando yo, movido por la tan infantil como crucial necesidad de ir al servicio, me uní a estos últimos. Se lo dije  a mi madre, a mi lado, quien se apartó un poco para que pudiese levantarme. Unos momentos después, un hombre joven de unos veinticinco años, con gafas, pelo y barba cortos de color rojizo y el tocado distintivo de nuestros benefactores, se me acercó para saber qué pasaba. Después de decírselo me guió fuera del pabellón, hasta una puerta en una pared del pasillo. Se quedó fuera esperando (tras asegurarle que podía ir solo) mientras yo entraba. El baño estaba tan extremadamente iluminado como el resto de las instalaciones, e inusualmente desierto, pudiendo hacer mis necesidades de forma rápida pero calmada. Tras acabar, me fijé en la ventana (junto a los lavabos) que daba al exterior y no pude evitar la tentación de asomarme.
      Entre los edificios sólo se veía caos. El brillo amarillento del cielo bañaba las ruinas y, de la poca oscuridad, sobre algunos edificios aún intactos, surgieron círculos luminosos, redondos y brillantes, que barrían el suelo de una dirección a otra, buscando algo. No tardé en averiguar que eran personas, infelices rezagados que corrían entre las ruinas y que, si caían en la trayectoria de las luces, eran abatidos por golpes invisibles lanzados desde las alturas.
      Abandoné deprisa el lavabo y volví, con mi acompañante, junto a mi familia, seguro de que había visto el ojo único de los cíclopes, el ojo que en los mitos buscaba a marineros desgraciados que abatían sus enormes manos para luego devorarlos. Seguramente los mismos monstruos que ahora mataban a la gente que huía de la destrucción y el terror de aquella noche infernal.
      Sé que mi familia y yo estuvimos allí sin saber qué hacer varias horas. Sé también que salimos de allí antes del amanecer. Mis padres nos arrastraron hasta el coche, bajo un cielo sin sol, color azul grisáceo. Mi padre lo puso en marcha y lo dirigió hacia la carretera que iba a las afueras. Lo cierto es que dejar aquel lugar desolado cuanto antes me parecía una buena idea. Pero, por desgracia, aunque habíamos acelerado nuestra huida, no tardamos en comprobar que no lo hicimos lo bastante rápido. Una extensa caravana de vehículos se abrió ante nosotros cuando llegamos al camino principal, avanzando de forma continua pero tan lenta que, para ahorrar combustible, podíamos permitirnos el lujo de parar el motor mientras esperábamos que la enorme serpiente de escamas rojas, blancas, azules, verdes, negras, doradas y de incontables colores más, se arrastrase lo suficiente para movernos con ella. Vi que había policías en los bordes del camino, controlando el avance de los vehículos. Y pude ver, más allá de ellos, bajo la débil luz del día naciente, más monstruos; éstos, por fortuna, inofensivos, pues los veía huir entre gente que, como nosotros, intentaba llegar a la frontera, pero a pie. De aspecto humano pero rostros desfigurados, torcidos por lo que parecía dolor, fuego o una mezcla de ambos; sin brazos o con estos toscamente rodeados por vendajes enrojecidos o ennegrecidos; se movían torpemente sobre dos piernas que temblaban o sobre una que tiraba de otra que se arrastraba.
      Sentí un terror que esperaba que jamás se repitiese. Pues, más allá de mi entendimiento infantil, ni los años ni el saber me han hecho olvidar que entonces vi, por primera vez, fantasmas; fantasmas reales, que se alejaban de la muerte, al cielo, al infierno o al olvido, engullidos por el tiempo. Vimos, en los páramos cubiertos de maleza y desprovistos de árboles, que nos rodearon durante todo nuestro éxodo, alejándose hacia el horizonte, varias arañas gigantes. Lejos de las bestias peludas que recordaba del libro, éstas mostraban un cuerpo recto y liso, incluso brillante, de más de un metro de longitud, sostenido por un número dispar de ocho o seis patas que andaban de puntillas. Lo que sí acerté a ver, en un par de ocasiones, era que parecía dirigirse a unas guaridas consistentes en largos agujeros en el suelo. Una vez las alcanzaban, las patas se desprendían del cuerpo, dejándolo caer y, adquiriendo vida propia, empezaban a cubrirlo arrastrando la tierra en torno al hoyo sobre él. Sin embargo no pude ver el proceso al completo, pues, siempre que empezaba, los policías circundantes indicaban que el largo y penoso paso de la caravana debía seguir, privándome de la oportunidad de verlo.
      El tiempo transcurría despacio. Debimos de estar hora y media así. Recuerdo que el sol empezaba a asomar por el horizonte cuando, sin previo aviso, se produjo una explosión. Lejos, al final de la cola, pero lo bastante potente como para que pudiéramos oírla. Vi cómo los que caminaban aceleraban el paso; cómo los policías acudían en masa hacia la deflagración y cómo muchos de los que estaban en vehículos (incluidos nosotros) los abandonábamos, conscientes de que tardaríamos menos en cubrir el trecho que nos separaba de la salida corriendo que con aquel frustrante paso a paso sobre ruedas.
      Una vez fuera tuve ocasión de mirar atrás. Al principio sólo veía una gruesa columna de humo negro que subía hacia el cielo, más allá de la fila de coches. Pero, segundos después, un estrepito atroz inició la destrucción de los policías, los coches, sus ocupantes y quienes huían a pie, destrozados, atravesados por incontables proyectiles salidos del estallido. Yo no aparté la vista a tiempo y lo vi, junto a los peores de todos los monstruos, surgiendo de la columna de humo como señal inequívoca de que se había abierto el mismísimo infierno.
      Los demonios, acompañados de grandes canes, cancerberos de una sola cabeza, cuyo oscuro pelaje, largas patas, enormes cabezas y afilados colmillos daban apariencia de licántropos; fieras que se echaban sobre los que aún vivían para destrozarlos a dentelladas, salpicándose de rojo como presagio del horror que anunciaban con su llegada sus amos.
      Eran cerca de doce; luego se sumarían más. Eran los que menos se parecían, de cuantos había visto, a las ilustraciones del libro. Y, sin embargo, no eran horribles, sino monstruosos. En lugar del cráneo de rostro visible y burlesco, coronado por dos cuernos, tenían una cabeza metálica, calva y redonda y un rostro irregular, desdibujado por franjas negras irregulares. En lugar del cuerpo peludo acabado en cola y patas de cabra, estaban cubiertos por un tejido irregular, salpicado por distintos tonos verdes y grises, como la piel de un extraño reptil. Y por último, pero no menos terrible, en lugar de un tridente en llamas, capaz de atravesar hasta el alma humana, portaban enormes armas de diseño confuso que arrojaban, ladrando, los invisibles y ruidosos proyectiles responsables de la destrucción que había visto. Armas que ahora alzaban, apuntando indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños. Y a mi propia familia. Mi padre gritó a mi madre que corriera rápido, poniéndose ante nosotros. Ella, llorando, nos hizo darnos la vuelta de un fuerte tirón, a la vez que empezaba a correr. Fue la última vez que vi a mi padre .El sonido se reinició y unos finos surtidores cálidos me salpicaron la nuca; más tarde vería que era sangre.
      Debíamos estar a unos cien metros de la frontera. Mi madre corría agarrándonos por la mano, arrastrándonos a la  carrera, mientras el silbido indiscriminado de los proyectiles y los gruñidos de las fieras nos rodeaba, sembrando nuestro camino de color rojo.
      No sé cuánto tardamos en llegar; sí sé que a unos veinte metros vimos cómo la gente se amontonaba, creando una avalancha que arrasaba el puesto fronterizo. Vi cerca de media docena de policías armados a su alrededor. Sin duda, la cola anterior se debía al establecimiento de un control para verificar cuántos civiles salían.
     Recuerdo que aceleramos. En minutos que parecían segundos estábamos a sólo diez metros de la salida. Ya alcanzamos el principio de la masa de exiliados cuando mi madre gritó y se desplomó, estando a punto de arrastrarnos con ella. Vi un único orificio sangrante en su espalda, a la altura del pecho. No tuve tiempo de gritar ni de llorar. Mi hermano consiguió cogerme y correr, alejándome del cadáver. Fue la última vez que vi a mi madre.
      Mi hermano y yo llegamos, conscientes de lo grave y peligroso de la situación. Y cruzamos. Pero, en la marea humana que crecía influida por el pánico, nuestras manos se soltaron y, arrastrados por el divergente flujo del torrente, nuestros caminos se separaron. Tardé muchos años en volver a ver a mi hermano.
      Después de aquello mi vida experimentó un estado de variación constante. De las miserias y privaciones del campo de refugiados al techo protector, pero implacable, del orfanato. De ahí a la escuela, al trabajo y al proceso de madurez que lleva a la vida adulta.

      Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche. Ahora soy un hombre. Tengo mi propia familia y mis propios hijos. A veces me preguntan si los monstruos existen. Les digo que son fantasías. Sé que miento. Yo los vi una vez, y aunque no he vuelto (ni deseo volver) a vivir una experiencia como aquella, he visto otras parecidas. Ahora sé cómo son y cómo se llaman los monstruos que destruyeron mi familia y mi hogar. A veces me pregunto si el libro que leí fue una premonición.

    los monstruos existen, pero no con un cuerpo real, grotesco y aterrador. Como en aquel libro, están resguardados del mundo por una cubierta de aspecto inofensivo. Los monstruos son el mal, que subyace dentro de cada ser humano. Y a veces ese mal se desata, liberándolos; y se unen entre ellos, luchan y bailan, concibiendo juntos al más grande y terrible de ellos: ese poder destructor e imparable, de origen tremendo o trivial, que llamamos guerra.

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