EL LIBRO DE LOS MONSTRUOS
Monstruos. Seres a medio camino entre lo humano y lo animal; entre lo
divino y lo demoníaco. Productos del imaginario colectivo y popular que dan
forma a los miedos, peligros y misterios con los que la mayoría de personas
solo sueñan y que, de aparecer, permanecen en el recuerdo para siempre.
Recuerdo bastante bien mi primer contacto con los monstruos. Debía tener
cinco o seis años, quizá menos. Hasta entonces no tenía ni idea qué era un
monstruo, solo de los que había oído hablar a mis padres en cuentos, a mis
profesores en lecturas o a la televisión en alguna película animada.
Pero fue ese día cuando los descubrí. Era jueves, después de clase. Mis
padres iban a tardar un rato en recogerme y, para entretenerme, me colé en la
desierta biblioteca de la escuela. Mi mirada rebasó las robustas enciclopedias,
los coloreados cuentos y las fragmentadas revistas hasta dar con un libro
solitario, abandonado sobre la mesa más próxima a la puerta. Era un libro rojo,
con una gruesa cubierta de cartón duro y sin más cubierta que su grueso título:
MITOS Y FANTASÍAS. Decidí echarle un vistazo rápido. Ya dominaba la lectura y
la escritura, pero por suerte era un libro muy ilustrado, con dibujos grandes,
coloridos y preciosos que iban a hechizarme y, más aún, impactarme. En un
vistazo rápido reconocí a los dioses y ángeles celestiales con sus auras
brillantes y poderes divinos; a las sirenas, tritones y nereidas que dominaban
los bastos océanos; y a las hadas, elfos, duendes y gnomos de los bosques,
seres traviesos y benignos ligados a la naturaleza. Pero esta primera bondad
era solo una cara de una moneda, en cuyo reverso no tardé en ver el horror. El
submundo, ardiente y oscuro, donde los demonios torturaban a las almas, muchas
de las cuales serían despedazadas por los canes del averno. El basto cielo,
campo de caza para los dragones, los grifos y las arpías, cuyos afilados
dientes y garras hacían pedazos a sus desprevenidas víctimas. La aparentemente
pacífica superficie, llena de bosques y cavernas, desde las que acechaban
basiliscos, sierpes, furias, trasgos, tarascas e insectos gigantes. El profundo
océano, cuyas más profundas simas cobijaban al leviatán, al kraken y a toda una
galaxia de horrores escamosos de grandes dientes y cuerpos tentaculados.
Era un mundo de monstruos. Distintos, irreales, pero a la vez
universales. Desde los gorra—rojas ingleses a las mantícoras asiáticas, pasando
por la Grecia antigua, sabia y llena de horrores. Cancerberos con sus tres
cabezas; la quimera, que era león, cabra y serpiente a la vez; la Gorgona de pelo de serpientes;
el cíclope antropófago de un solo ojo y el minotauro, con su cabeza de toro.
Otros más distantes, como el Troll de los nórdicos; el Amikuk de los
esquimales; el Ohuitzol de Sudamérica y el Gunyip de Australia, por no hablar
de la noche, en la que los cosmopolitas espíritus de los muertos eran los amos;
y demonios con forma animal se atiborraban de sangre y carne de niños,
doncellas y viajeros.
Mis padres llegaron al mismo tiempo que dejé de leer. Y, aunque no lo
expresé, lo que había visto me afectó. Dicen que hoy en día los niños pierden
su inocencia más rápido. Yo, sin embargo, sabía que, a mi edad, sabía muy poco
del mundo. ¿Era posible que en algún oscuro y remoto bosque, cueva o abismo existiese
algo así? No, me aseguró mi padre. Los únicos monstruos del mundo habitan en la
imaginación humana, en la mente y en el corazón, pero nunca han sido ni serán
reales. Y yo, en mi ignorancia, le creí.
Seguramente, como suelen hacer los niños, habría olvidado en unos días o
semanas aquel libro y me habría entregado a otro pasatiempo terrenal. Pero eso
habría sido si, en menos de un día, no hubiera visto mi mundo arrasado por los
monstruos, que hacía tan poco parecían sólo tinta y sueño.
Al día siguiente, viernes, por motivos que tardaría años en conocer, no
tuve clase. Así que me pasé el día jugando en casa o en la calle, solo o con mi
hermano (dos años mayor que yo). Mis padres, que por la misma misteriosa razón
no tuvieron trabajo ese día, lo pasaron frente al televisor o la radio, viendo
algo que yo no entendía; pues sólo acertaba a ver era a hombres trajeados
gritando y discutiendo; y lo único que oía era el nombre de mi tierra natal, de
la que uno de los interlocutores no paraba de hablar coléricamente. Así que,
para mí, el día pasó plácida y monótonamente; sin emoción ni sobresaltos; hasta
que llegó la noche, y después de la cena, que transcurrió con la radio a
nuestro lado, mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí a nuestra habitación,
donde nos arroparon con un cierto aire de preocupación que no entendí.
Era una noche calurosa, por eso me costaba dormirme y no dejaba de dar
vueltas en la cama con los ojos cerrados. No estoy seguro de cuánto pasé así.
Sólo sé que empezó pasada la medianoche. Un estruendo terrible me hizo abrir
los ojos y saltar de la cama. Mi hermano, que sí se había dormido, empezó a
incorporarse y mis padres corrían el tramo de pasillo entre su dormitorio y el
nuestro, cuando yo empezaba a subir la persiana para mirar por mi ventana. Y no
estaba preparado para lo que vería.
El negro cielo nocturno se veía naranja, contaminado por la luz de las
llamas que salían de los restos de varios edificios destrozados y empezaban a
propagarse por los intactos. Pude ver, momentos después, que el destrozo lo
causaban proyectiles caídos del cielo que estallaban al tocar tierra. Alcé
instintivamente la vista y su origen me heló la sangre.
Había suficiente luz para verlo y suficiente oscuridad para no
distinguirlo, pero, más allá de toda duda, lo que veía era un dragón. Su cuerpo
era muy largo, cubierto de negras escamas que desprendían un brillo metálico al
recibir la luz mortecina del fuego. Sus alas, grandes y extendidas, lo llevaban
rápida y silenciosamente por el cielo, descargando a su paso una mortífera
lluvia de explosivos. Vi a la bestia pasar fugazmente sobre mi casa, saliendo
de mi vista, sólo para ver en las alturas como otros (al menos una decena)
pasaban sucesivamente, imitando su ruta con los mismos resultados.
En esa fracción de segundo que parecieron horas, mi madre me separó de
la ventana mientras mi padre arrancaba a mi hermano de la cama. Sin mediar
palabra, nos cubrieron con nuestros respectivos abrigos y nos arrastraron hasta
la calle, donde no tardamos en alcanzar y ocupar nuestro coche. Mientras mi
padre arrancaba, pude que cómo la calle se llenaba de gente en similar
situación a la nuestra; presas de la confusión y el miedo, mientras el bramido
de las explosiones hacía temblar rítmicamente el aire.
Mi padre acertó a poner el coche en marcha, encendió la radio y aceleró
sin premura alguna, poniéndose en dirección contraria de la que venía la
destrucción. Y mientras nos alejábamos, vi, brevemente, por detrás de las
ruinas, otro horror.
Su cuerpo, oscuro y blindado, abarcaba, a lo ancho, el pueblo de un
extremo a otro. Y, de ese cuerpo, brotaban cabezas de serpiente, largas y
delgadas, subiendo hacia el cielo. Y cuando una ráfaga de explosiones (salidas
de esas docenas de cabezas) cubrió de polvo la zona a nuestro alrededor, comprendí
que debía tratarse de la legendaria hidra, cuyas múltiples cabezas exhalaban un
aliento mortal para todo ser vivo, el mismo con el que sembraban mi hogar de
muerte.
La visión del nuevo monstruo duró sólo hasta que el coche se alejó,
dejando detrás el fuego en el cielo y alguna de las bestias voladoras rezagada.
En cuestión de minutos llegamos al polideportivo del pueblo, que, pese a
las altas horas de la noche, estaba iluminado y lleno de gente. Mi hermano
preguntó qué hacíamos allí y mi padre le respondió que pasaríamos allí lo que
quedaba de noche y al amanecer trataríamos de marcharnos a un sitio más seguro.
Aparcamos entre la masa de coches en la periferia de la entrada y nos lanzamos
entre la marea humana que lo inundaba. Fuimos siguiendo su curso pegados los
unos a los otros para no extraviarnos, hasta llegar a un pabellón iluminado. Lo
reconocí como la sala donde se celebraban los partidos de baloncesto; en la
entrada había unas cuantas personas con silbatos que parecían encargarse de
ubicar y suministrar víveres a la oleada de refugiados. Uno de ellos (una chica
de pelo castaño de unos veinte años) nos guió hasta una esquina; nos dio un par
de mantas y una botella de agua y se dispuso a continuar sus quehaceres,
disculpándose por no poder hacer más con sus escasos recursos. Recuerdo que lo
único que pudimos hacer fue tender las dos mantas juntas y tumbarnos sobre
ellas; mis padres a los lados y mi hermano y yo en el centro.
Sin atreverme siquiera a cerrar los ojos, preso del miedo y la
incertidumbre, pude ver cómo, en menos de media hora, el pabellón entero quedó
saturado por docenas (si bien podían ser cientos) de familias; hombres y
mujeres con sus hijos, hijas y (muy puntualmente) ancianos, que se acurrucaban
entre ellos como podían en el escaso espacio disponible; dejando sólo unos
centímetros de separación entre ellos para que pasasen los cooperantes o ellos
mismos, si debían abandonar su posición por cualquier razón.
Fue en ese momento cuando yo, movido por la tan infantil como crucial
necesidad de ir al servicio, me uní a estos últimos. Se lo dije a mi madre, a mi lado, quien se apartó un
poco para que pudiese levantarme. Unos momentos después, un hombre joven de
unos veinticinco años, con gafas, pelo y barba cortos de color rojizo y el
tocado distintivo de nuestros benefactores, se me acercó para saber qué pasaba.
Después de decírselo me guió fuera del pabellón, hasta una puerta en una pared
del pasillo. Se quedó fuera esperando (tras asegurarle que podía ir solo)
mientras yo entraba. El baño estaba tan extremadamente iluminado como el resto
de las instalaciones, e inusualmente desierto, pudiendo hacer mis necesidades
de forma rápida pero calmada. Tras acabar, me fijé en la ventana (junto a los
lavabos) que daba al exterior y no pude evitar la tentación de asomarme.
Entre los edificios sólo se veía caos. El brillo amarillento del cielo
bañaba las ruinas y, de la poca oscuridad, sobre algunos edificios aún
intactos, surgieron círculos luminosos, redondos y brillantes, que barrían el
suelo de una dirección a otra, buscando algo. No tardé en averiguar que eran
personas, infelices rezagados que corrían entre las ruinas y que, si caían en
la trayectoria de las luces, eran abatidos por golpes invisibles lanzados desde
las alturas.
Abandoné deprisa el lavabo y volví, con mi acompañante, junto a mi
familia, seguro de que había visto el ojo único de los cíclopes, el ojo que en
los mitos buscaba a marineros desgraciados que abatían sus enormes manos para
luego devorarlos. Seguramente los mismos monstruos que ahora mataban a la gente
que huía de la destrucción y el terror de aquella noche infernal.
Sé que mi familia y yo estuvimos allí sin saber qué hacer varias horas.
Sé también que salimos de allí antes del amanecer. Mis padres nos arrastraron
hasta el coche, bajo un cielo sin sol, color azul grisáceo. Mi padre lo puso en
marcha y lo dirigió hacia la carretera que iba a las afueras. Lo cierto es que
dejar aquel lugar desolado cuanto antes me parecía una buena idea. Pero, por
desgracia, aunque habíamos acelerado nuestra huida, no tardamos en comprobar
que no lo hicimos lo bastante rápido. Una extensa caravana de vehículos se
abrió ante nosotros cuando llegamos al camino principal, avanzando de forma
continua pero tan lenta que, para ahorrar combustible, podíamos permitirnos el
lujo de parar el motor mientras esperábamos que la enorme serpiente de escamas
rojas, blancas, azules, verdes, negras, doradas y de incontables colores más,
se arrastrase lo suficiente para movernos con ella. Vi que había policías en
los bordes del camino, controlando el avance de los vehículos. Y pude ver, más
allá de ellos, bajo la débil luz del día naciente, más monstruos; éstos, por
fortuna, inofensivos, pues los veía huir entre gente que, como nosotros,
intentaba llegar a la frontera, pero a pie. De aspecto humano pero rostros
desfigurados, torcidos por lo que parecía dolor, fuego o una mezcla de ambos;
sin brazos o con estos toscamente rodeados por vendajes enrojecidos o
ennegrecidos; se movían torpemente sobre dos piernas que temblaban o sobre una
que tiraba de otra que se arrastraba.
Sentí un terror que esperaba que jamás se repitiese. Pues, más allá de
mi entendimiento infantil, ni los años ni el saber me han hecho olvidar que entonces
vi, por primera vez, fantasmas; fantasmas reales, que se alejaban de la muerte,
al cielo, al infierno o al olvido, engullidos por el tiempo. Vimos, en los
páramos cubiertos de maleza y desprovistos de árboles, que nos rodearon durante
todo nuestro éxodo, alejándose hacia el horizonte, varias arañas gigantes.
Lejos de las bestias peludas que recordaba del libro, éstas mostraban un cuerpo
recto y liso, incluso brillante, de más de un metro de longitud, sostenido por
un número dispar de ocho o seis patas que andaban de puntillas. Lo que sí
acerté a ver, en un par de ocasiones, era que parecía dirigirse a unas guaridas
consistentes en largos agujeros en el suelo. Una vez las alcanzaban, las patas
se desprendían del cuerpo, dejándolo caer y, adquiriendo vida propia, empezaban
a cubrirlo arrastrando la tierra en torno al hoyo sobre él. Sin embargo no pude
ver el proceso al completo, pues, siempre que empezaba, los policías
circundantes indicaban que el largo y penoso paso de la caravana debía seguir,
privándome de la oportunidad de verlo.
El tiempo transcurría despacio. Debimos de estar hora y media así.
Recuerdo que el sol empezaba a asomar por el horizonte cuando, sin previo
aviso, se produjo una explosión. Lejos, al final de la cola, pero lo bastante
potente como para que pudiéramos oírla. Vi cómo los que caminaban aceleraban el
paso; cómo los policías acudían en masa hacia la deflagración y cómo muchos de
los que estaban en vehículos (incluidos nosotros) los abandonábamos,
conscientes de que tardaríamos menos en cubrir el trecho que nos separaba de la
salida corriendo que con aquel frustrante paso a paso sobre ruedas.
Una vez fuera tuve ocasión de
mirar atrás. Al principio sólo veía una gruesa columna de humo negro que subía
hacia el cielo, más allá de la fila de coches. Pero, segundos después, un
estrepito atroz inició la destrucción de los policías, los coches, sus ocupantes
y quienes huían a pie, destrozados, atravesados por incontables proyectiles salidos
del estallido. Yo no aparté la vista a tiempo y lo vi, junto a los peores de
todos los monstruos, surgiendo de la columna de humo como señal inequívoca de
que se había abierto el mismísimo infierno.
Los demonios, acompañados de
grandes canes, cancerberos de una sola cabeza, cuyo oscuro pelaje, largas
patas, enormes cabezas y afilados colmillos daban apariencia de licántropos;
fieras que se echaban sobre los que aún vivían para destrozarlos a dentelladas,
salpicándose de rojo como presagio del horror que anunciaban con su llegada sus
amos.
Eran cerca de doce; luego se sumarían más. Eran los que menos se
parecían, de cuantos había visto, a las ilustraciones del libro. Y, sin
embargo, no eran horribles, sino monstruosos. En lugar del cráneo de rostro
visible y burlesco, coronado por dos cuernos, tenían una cabeza metálica, calva
y redonda y un rostro irregular, desdibujado por franjas negras irregulares. En
lugar del cuerpo peludo acabado en cola y patas de cabra, estaban cubiertos por
un tejido irregular, salpicado por distintos tonos verdes y grises, como la
piel de un extraño reptil. Y por último, pero no menos terrible, en lugar de un
tridente en llamas, capaz de atravesar hasta el alma humana, portaban enormes
armas de diseño confuso que arrojaban, ladrando, los invisibles y ruidosos
proyectiles responsables de la destrucción que había visto. Armas que ahora
alzaban, apuntando indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños. Y a mi
propia familia. Mi padre gritó a mi madre que corriera rápido, poniéndose ante
nosotros. Ella, llorando, nos hizo darnos la vuelta de un fuerte tirón, a la
vez que empezaba a correr. Fue la última vez que vi a mi padre .El sonido se
reinició y unos finos surtidores cálidos me salpicaron la nuca; más tarde vería
que era sangre.
Debíamos estar a unos cien metros de la frontera. Mi madre corría
agarrándonos por la mano, arrastrándonos a la
carrera, mientras el silbido indiscriminado de los proyectiles y los
gruñidos de las fieras nos rodeaba, sembrando nuestro camino de color rojo.
No sé cuánto tardamos en llegar; sí sé que a unos veinte metros vimos
cómo la gente se amontonaba, creando una avalancha que arrasaba el puesto
fronterizo. Vi cerca de media docena de policías armados a su alrededor. Sin
duda, la cola anterior se debía al establecimiento de un control para verificar
cuántos civiles salían.
Recuerdo que aceleramos. En minutos que parecían segundos estábamos a
sólo diez metros de la salida. Ya alcanzamos el principio de la masa de exiliados
cuando mi madre gritó y se desplomó, estando a punto de arrastrarnos con ella.
Vi un único orificio sangrante en su espalda, a la altura del pecho. No tuve
tiempo de gritar ni de llorar. Mi hermano consiguió cogerme y correr, alejándome
del cadáver. Fue la última vez que vi a mi madre.
Mi hermano y yo llegamos, conscientes de lo grave y peligroso de la
situación. Y cruzamos. Pero, en la marea humana que crecía influida por el
pánico, nuestras manos se soltaron y, arrastrados por el divergente flujo del
torrente, nuestros caminos se separaron. Tardé muchos años en volver a ver a mi
hermano.
Después de aquello mi vida experimentó un estado de variación constante.
De las miserias y privaciones del campo de refugiados al techo protector, pero
implacable, del orfanato. De ahí a la escuela, al trabajo y al proceso de
madurez que lleva a la vida adulta.
Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche. Ahora soy un hombre. Tengo
mi propia familia y mis propios hijos. A veces me preguntan si los monstruos
existen. Les digo que son fantasías. Sé que miento. Yo los vi una vez, y aunque
no he vuelto (ni deseo volver) a vivir una experiencia como aquella, he visto
otras parecidas. Ahora sé cómo son y cómo se llaman los monstruos que
destruyeron mi familia y mi hogar. A veces me pregunto si el libro que leí fue
una premonición.
los
monstruos existen, pero no con un cuerpo real, grotesco y aterrador. Como en
aquel libro, están resguardados del mundo por una cubierta de aspecto
inofensivo. Los monstruos son el mal, que subyace dentro de cada ser humano. Y
a veces ese mal se desata, liberándolos; y se unen entre ellos, luchan y
bailan, concibiendo juntos al más grande y terrible de ellos: ese poder
destructor e imparable, de origen tremendo o trivial, que llamamos guerra.
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