LA REALIDAD SIMULTÁNEA-Parte Final
Marcos apenas tardó quince minutos en
llegar a casa de Paula. Había estado allí alguna vez por trabajos en grupo o
algún cumpleaños hacía mucho tiempo pero, por lo menos, aún recordaba el bloque
de apartamentos. Una vez allí, el problema fue encontrar el piso exacto; no
estaba seguro de cuál era. Por suerte, se solucionó fácilmente con una llamada
de teléfono. Sin esperar a oír explicaciones, el cierre eléctrico vibró y la
puerta se retiró para dejarle paso.
—Es el cuarto izquierda —le comunicó Paula, sin darle tiempo a hablar—.
Mis padres no están. Mi cuarto está nada más entrar a la izquierda, segunda
puerta a la derecha. Y… muchas gracias por venir.
Colgó sin darle ocasión de replicar. Mientras se dirigía al ascensor, no
pudo evitar pensar en lo que había dicho. Sus padres no estaban. Estaba sola.
¿Le habría pedido que fuese por eso? Había algo raro en su voz. Estaba cascada,
como si estuviese constipada, o hubiese estado llorando… o algo la preocupase.
—Buenas –fue su burdo saludo, una vez pasó del oscuro corredor de
colores apagados al no más iluminado apartamento—. Paula, soy…
—Aquí —oyó su voz, procedente de la curva en el pasillo, justo desde
donde le había dicho—.Ven. La puerta está… entreabierta.
Guiado por aquellas palabras, más imperativas quizá de lo que debiesen,
Marcos caminó con cautela hacia allí. Había algo que no le gustaba,
especialmente cuando estuvo a punto de doblar la esquina.
Le pareció oír una voz, en susurros, procedente de alguna de las habitaciones.
¿Es ese tu amigo? Le pareció percibir
una voz juvenil, femenina… ¿estaría Paula con alguien más; una chica?
Avanzó hacia la dirección indicada, percibiendo varias puertas abiertas
(seguramente el comedor y la cocina), pero sólo una entreabierta. Y una que no
estaba callada. Se podía percibir un leve crepitar procedente del otro lado,
posiblemente de un disco duro que hubiese tenido tiempos mejores, lo que
indicaba que Paula estaba haciendo algo con el ordenador. Para verificarlo,
pudo comprobar que era la única sala que no estaba a oscuras; un débil
resplandor de coloración cambiante se colaba por debajo de la puerta.
Se situó justo delante de ella y dio un suave toque para anunciar su
llegada.
—Buenas tardes, Paula…
Su fuerza le traicionó, abriendo por completo el cuarto antes de lo
previsto y dejando su interior a la vista.
Marcos se quedó paralizado, contemplándolo absorto, como para comprobar
que sus ojos no le engañaban. Ante lo que vio, a punto estuvo de chillar.
En el borde de la cama, situada
la izquierda, Paula, con su pelo rubio recogido en una trenza y el
temblor de sus ojos camuflado por sus gafas. Junto a ella, sentada, cerca del
cabezal, Encarni la miraba sonriente.
Y frente a ellas, apoyados contra un escritorio sobre el que destacaba
un ordenador cuya pantalla parpadeaba como presa de un ataque epiléptico,
reconoció a Mónica y José Alejandro, sonrientes y cogidos de la mano.
—¿Entonces… quieres que convenza a mi hermano y su familia… mi familia,
de hecho… para que se maten?
Ante el estupor de Kevin, Russel asintió vehementemente.
—Es el único modo, amigo. Sólo así podrán disfrutar de todas las
maravillas que ofrecemos.
Kevin, aunque intentaba mantener la calma, empezó a retroceder despacio.
Aquello, fuese sueño, ilusión o realidad, estaba yendo demasiado lejos. Sobre
todo estando volando con un ángel que pretendía que indujese a una familia
entera al suicidio.
—¿Y… por qué? —preguntó sin
llegar a detenerse, sin apartar los ojos de Russ—. ¿Por qué van a tener que morir?
Russ suspiró.
—Porque sólo se puede existir en una realidad, Kevin —contestó—. O esa o
esta. No se puede alternar.
—Pero… Dios, por lo que dices, hay niños…
Russ se encogió de hombros.
—Mejor, esos son siempre los que más disfrutan —aseguró—. Piénsalo. Todo
el tiempo del mundo, sin envejecer, sin enfermar, pudiendo hacer lo que les dé
la gana…
Kevin no sabía qué era lo que más le estaba horrorizando de aquello, si
la aparente indiferencia de su amigo ante lo que proponía o la naturalidad con
que lo argumentaba.
—No puede ser —continuó, negando insistentemente con la cabeza—. ¿Por
qué…?
—Por favor —Russ hizo un amago de avanzar hacia él, abortándolo cuando
apreció el manifiesto terror de su rostro—. Piensa primero en lo que dejaste
fuera. Y mira todo lo que hay aquí. Aquí no hay tiempo, ni miedo, ni
enfermedad, ni muerte… el único límite es la propia imaginación. Incluso has
podido recuperar a Amy, ¿no?
Kevin tomó aire.
—Sí —admitió por fin—. Pero yo lo elegí.
—Por eso —insistió Russel—. No podemos obligar a la gente de fuera a
entrar. Sólo les damos esa posibilidad.
—Pero… no así —intervino Kevin—. Tener que perder a alguien para
recuperarlo… como yo.
Miró a Russ con ojos ardientes.
—¡Mierda! Esa… tía puede tener su cara, su cuerpo, su voz… pero no es
ella. Tú no has estado allí. Fingía que me conocía, pero ni siquiera sabía
quién soy. Y yo… Dios, mi cabeza, está tan…
Russ suspiró, en señal de cansancio.
—Bueno, eso es natural. Hay que tener en cuenta que su perfil era muy
primario cuando…
Algo en aquellas palabras atrajo a Kevin. Sus ojos miraban al vacío
debajo, pero sus oídos no perdían detalle.
—… se unió a nosotros. No se definió por completo.
—¿Qué quieres decir con eso? —miró a Russel inquisitivamente.
Él inclinó la cabeza, avergonzado.
—Lo siento, no es algo de lo que podamos hablar.
Kevin entornó los ojos, intentando asimilar lo que oía. A su alrededor,
una ráfaga de viento hacía trizas las nubes.
—¿Y por qué hablas todo el rato en plural?
—Porque aquí somos muchos —indicó, extendiendo los brazos como un
predicador en un sermón—. Lo que nos guía es la voluntad de todos. Lo hacemos
todo por el bien común. El bien de los hombres.
Perfecto. Está loco. Puede que él también…
se volase la cabeza.
—Mira, Russ… —intentaba encontrar el mejor modo de decirlo—. Todo esto está
bien, pero… de haber sabido que sería así… La verdad, no lo habría hecho.
La sorpresa se dibujó en el rostro de Russ. La sorpresa y la decepción.
—Kevin, ya no hay vuelta atrás.
—Lo sé —replicó—. Y si debo seguir aquí, pues vale. Pero no pienso hacer
eso. Convencer a gente de que se mate… a padres de que dejen morir a sus
hijos... sólo por esta… pantomima.
Los ojos de Russ parecían a punto de romper a llorar, como si acabase de
herir sus sentimientos.
—Tienes que hacerlo —insistió—. Es la voluntad…
Kevin sonrió.
—¿De quién? ¿Tuya? ¿De Dios?
—De CC.
CC. No sabía quién era, pero
reconoció el nombre. Por el brindaban los del castillo. ¿Muertos también?
Se hizo el silencio por un momento; un alado intentaba interpretar las
palabras y el segundo aguardaba para dar una respuesta.
—¿CC? —preguntó Kevin por fin—. ¿Quién es ese? ¿Una especie de… jefe o
algo así?
—Aquí no hay Dios —respondió Russ—. Lo más parecido… es él. CC. Él es la
voluntad… que lo dirige todo aquí.
—¿Sí? —Kevin se cruzó de brazos—. ¿Y ese tío tiene algún nombre más…
normal?
Russ se mantenía inmóvil, mirándole más por inercia que por interés.
—No puedes desafiarnos —dijo por fin, de forma lánguida, empezando a
arrastrar las palaras—. No puedes oponerte a nuestra voluntad…
—Lo siento, Russ. No voy a…
—… el bien de to…
—…de verdad…
—...dosssss…
La voz de Russ cambió; se volvió metálica, prolongada y chirriante; como
si la aguja de un disco se hubiese salido de su sitio y ahora despellejase su
superficie. Alcanzó un punto en que Kevin tuvo que taparse los oídos.
—¿Russ? ¡Russ! —chilló cuando ya no pudo soportarlo más—. ¿Qué está…?
En ese momento, su amigo quedó inmóvil, completamente paralizado. Se
hizo el silencio. Y lo siguiente que Kevin oyó fue un ligero estallido,
parecido al de un globo al pincharse, por encima de su cabeza. Un vistazo
arriba sólo le dejo ver un par de plumas blancas llevadas por la corriente.
Sólo pudo lanzar un aterrado
alarido cuando su cuerpo empezó a caer al vacío.
Los destellos del ordenador aumentaron de intensidad; casi parecía que
la pantalla burbujease, hirviese, mientras las luces se entremezclaban, se
fundían, chispeaban…
De improviso, como un rayo de sol al cruzar una ventana, dos finas
líneas de luz se extendieron desde la pantalla, justo hacia la pared opuesta,
donde estaban el armario y el hueco reservado para dormir.
Con la boca abierta, Eiji contempló como de ambos haces empezaban a
emerger pequeñas escamas blanquecinas, que se alienaron para formar dos
siluetas humanas. Luego, como luces de navidad al encenderse y apagarse, cada
una adquirió un color… y la pareja estaba ante él. Sho, con su fino bigote, rostro
sonriente y traje de oficina; Naoko, con su melena larga cayéndole hasta los hombros
y su kimono rosa; alegre en contraste con la imagen que recordaba de ella en su
boda.
Eiji se levantó un momento las gafas, frotándose los ojos con el pulgar
y el índice. Los dos espectros seguían ante él, parpadeando en la penumbra
artificial de su cuarto.
—¿Ves, Eiji? —aseguró Sho, dando un paso hacia él—. Esto es real. No te
preocupes, no estás viendo cosas.
En un primer momento, el impulso inicial de Eiji fue retroceder,
alejarse de aquella aparición. Lanzó todo su cuerpo contra la silla, arañando
el suelo.
—No tengas miedo —intervino Naoko alargando una mano hacia él—. No vamos
a hacerte daño.
Respirando con pesadez, mientras el sudor empezaba a bajarle por la
frente, Eiji Misawa se levantó… y dio un paso hacia los dos entes. Sonrientes,
esperaron a que se acercase. Pudo apreciar un haz de luz que parecía unirles a
la pantalla, como haría un cinematógrafo contra la pantalla de un cine. Por eso necesitan oscuridad, pensó Eiji.
—¿Cómo…? —preguntó, mirándoles con curiosidad.
Sho inclinó la cabeza.
—Es otra de las capacidades de WorldWeb —explicó—. Podemos salir al
mundo real, pero sólo como observadores. Podemos ver qué hace la gente en el
exterior y hablar con ellos, pero nada más.
Hizo un gesto con la cabeza, hacia la ventana que daba paso al nipón
crepuscular.
—Ahí fuera, en la calle, hay muchos de nosotros —aseguró—. Pero la gente
no nos ve. Las luces de ahí fuera son muy fuertes para que nuestras formas se
perciban.
Eiji se acercó a su amigo, estirando una mano hacia su cuerpo.
—¿Lo ves? No romperás tu vínculo con esta realidad por completo. Podrás
volver a ella siempre que quieras.
En ese momento, sus dedos se posaron en su brazo. Eiji cerró los ojos.
Notó un cosquilleo, como si una descarga de electricidad estática sobrecargada le
recorriera el brazo… y luego frescor. Cuando los abrió, vio que su mano lo
había atravesado por completo, formándole una ondulación blanquecina en el
traje como una rama al atravesar una charca.
La respuesta del hombre fue retroceder asustado.
—No... no eres real. Ninguno de los dos lo sois.
Sho y Naoko intercambiaron una breve mirada y luego se fijaron en él.
—Sólo se puede existir en una realidad a la vez, aunque haya varias
existiendo simultáneamente. Eso es así para todos los seres que existen, Eiji.
Debes dejar de estar presente en una para poder internarte en otra por
completo. Esa es la opción que te ofrecemos. Que WorldWeb ofrece.
Eiji suspiró largamente, quitándose las gafas y limpiándoselas con el
borde de la camisa.
—Entonces… debo morir. Para pasarme todo el día volando, haciendo
carreras y bebiendo, mientras escucho música y me río. ¿Verdad?
Los dos asintieron al unísono.
—Para ser… un fantasma como vosotros. Una ilusión que sale a través de…
Se arrimó a Sho y le propinó un manotazo en el rostro. La mano le
atravesó sin mayores alteraciones, como si acabase de golpear un banco de
niebla.
—En realidad —añadió Sho—, tú ya has dejado una huella en nuestra
realidad. Todo el que accede a ella lo hace. Pero mientras su persona real se
limite a usarlo como mediador, su existencia no será completa. Sólo cuando su
vínculo con la realidad exterior se rompa, podrá integrarse enteramente en
WorldWeb.
—Por eso —intervino Naoko—, cuando mueras, podrás seguir existiendo en
nuestro mundo; con las experiencias, sufrimientos y agonías que hayas
acumulado. Un mal innecesario. Por eso queremos atajarlo; hacer que la gente
tome consciencia de esta existencia y se incorpore a ella. Que puedan
disfrutar, sin preocupaciones, sin sufrimientos, sin miedos; por siempre, con
nosotros.
—Ya, ya —musitó Eiji, chocando de espalda con el borde de la mesa y poniendo
su mano a corretear por su superficie, buscando la lámpara—. Una idea
tentadora. ¿Qué os parece… si me dais unos momentos… para decidirme?
A Eiji le pareció apreciar un asentimiento en ambos cuellos, pero no les
dio ocasión a concedérselo abiertamente. Sin esperar la respuesta, volvió a
encender la lamparita, provocando que ambas siluetas se desvaneciesen en el
acto, con el ordenador de vuelta al escenario donde grotescas caricaturas de
personas vivas iban de un lado a otro, listas para sus combates simulados.
Eiji suspiró nuevamente, estirando el borde de su camisa para limpiarse
con ella el sudor de su frente. ¿Aquello había sido real? Estaba seguro de eso,
lo que lo hacía peor. Por increíble que fuese, aquella conversación había
tenido lugar. ¿Dos réplicas exactas de conocidos suyos fallecidos pretendían…
que se quitase la vida para existir como una de aquellas… sombras grotescas en
aquel programa que intentaba imitar la vida de forma ramplona?
Con su pulso sacudiéndole los oídos como un
sonajero, se desplomó sobre la silla y sujetó delicadamente el ratón. Con un
cursor tembloroso, pulsó el botón que cerraba su sesión en WorldWeb. Tras unos
segundos de espera, la página de inicio, donde dos filas de personas de todas
las edades, sexos, razas y vestimenta aguardaban tras las altas puertas de
entrada al Mundo de la Red; paradójicamente presentado como una extensión de
bucólicos prados y tierra verde que ocultaban las delicias terrenales, se abrió.
Una imagen vista mil y una veces, pero en la que Eiji nunca había recaído
demasiado. En aquel momento, de hecho, no pudo evitar hacer una curiosa
observación.
Es como la concepción que suelen hacer los
occidentales de la entrada al paraíso. Pero sin guardián, sin religión… un
paraíso de entrada libre.
Una concepción que, seguramente, había contribuido al éxito global de
aquel engañabobos. ¿Habría muerto más gente como Sho y su esposa… por eso? ¿Lo
sabrían los dueños, creadores y administradores?
Quizás, pensó, valdría la pena saber quiénes eran. ¿Ponerse en contacto
con ellos y denunciar lo ocurrido? La mera idea le hizo reírse. O le tildarían
de loco y le ignorarían… o le tildarían de loco y harían que un asesino se
colase en su casa por la noche y lo eliminase sigilosamente junto a toda su
familia. ¿Quién no le garantizaría que aquello no formaba parte de algún
extraño complot? Una misteriosa organización que buscase dominar el mundo; un
informático que murió virgen a los cuarenta y había descargado toda su
frustración contra el mundo en aquella cosa…
Mordiéndose la lengua un momento, como forma de cortar el flujo de una
imaginación demasiado desbocada, Sho se inclinó hacia delante, buscando
detenidamente las señas de identidad de los autores de la página. Cualquier
letra, aparte del cartel de bienvenida y las pestañas de acceso y registro…
acceso y registro. No había una para salir fuera, para cerrarla desde fuera. Ni
recordaba datos para eliminar un registro de usuario…
Tras casi dos minutos con sus ojos escrutando aquel cuadro viviente como
un mosquito sediento de sangre, Eiji se dio por vencido. Ni nombre, ni fecha,
ni copyright… el autor no había firmado aquella obra. Y eso que era importante…
Instantes después, una pequeña alarma le avisó de que tenía un mensaje.
Lo consultó en el acto.
¿Has tomado ya la decisión? Si por fin te
decides, no olvides que lo mejor es hacerlo con la sesión iniciada. Tranquilo,
Naoko y yo estaremos para apoyarte. Sho.
—Cómo… cómo… ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué…?
—Tranquilo —Encarni se levantó del lado de Paula, dando un paso hacia él—.
Es normal que estés asustado, Marcos. No creo que veas fantasmas todos los días.
—¿Cómo? —Marcos parpadeó, al tiempo que intentaba controlar su
respiración—. No estoy asustado. Pero… ¿qué sois?
Encarni se adelantó más, situándose delante de él. Pudo ver que tenía la
cara cubierta de maquillaje y llevaba puesto un vestido corto y ceñido de color
negro; casi como si estuviese burlándose del luto que había provocado en sus
conocidos su repentina muerte… y la de ellos.
—¿Quién crees que somos? ¡Tus amigos!
La visión del boquiabierto muchacho se volvió a la izquierda. Mónica,
vestida con una camiseta veraniega de manga corta y vaqueros, le miraba
sonriendo mientras balanceaba la mano que la unía a su novio. José Alejandro,
con el pelo peinado en punta y una recta barba recortada a lo largo de la
barbilla, inclinaba su imponente cuerpo para olerle el pelo.
Como siguiendo algún tipo de rastro hipnótico, el recién llegado se
acercó a ella.
—¿Sois… de verdad? ¿De verdad lo…?
Sin poder contenerse, estiró una mano hacia ella, hacia su hombro… y
sintió un ligero calambre cuando sus dedos la rompieron, atravesándola a la
altura de la clavícula, sobresaltándole y haciéndole retroceder.
—¿Qué está…?
—Marcos —Paula le llamó, acurrucada en su cama—. Lo siento… estaba
jugando a un juego con el ordenador y… de pronto salieron ellos. Como sé que
les conocías…
Avergonzada, escondió la cara tras sus rodillas, haciendo pensar a su
invitado que iba a llorar. Con un largo suéter, pantalones de franela y
pantuflas, era la única de ellos vestida de casa,
—Un juego de ordenador… —aquello le hizo pensar, mirando en el acto a Encarni—.
¿WorldWeb?
Asintió.
—¿Lo ves? ¡Te lo dije!
—¿Pero… cómo?
—No lo sabemos —intervino de pronto José Alejandro, dando un paso al
frente—. Yo… sencillamente, después de mi accidente… desperté así.
—Él se puso en contacto conmigo, un día que entré —intervino Mónica,
colocándose entre los dos chicos—. Me habló de todo. Su muerte, su despertar,
cómo era aquello… y decidí ir con él.
Marcos empezó a notar una incómoda presión en el pecho. Respiraba con
dificultad.
—Así que… ¿te suicidaste porque… tu novio muerto te dijo que podías
estar con él viviendo en un programa de ordenador?
Él le pasó las manos sobre el cuello y la pareja sonrió al unísono. No
hizo falta responder. Ni replicar. Lo que veía lo decía todo por sí mismo.
—Y entonces… ¿qué hacéis aquí?
Mónica dio un paso al frente, separándose de José Alejandro, que se
quedó tras ella viéndola acercarse a Marcos.
—Ese sitio, Marcos… es un paraíso. Todo lo que puedas imaginarte y más…
se puede hacer aquí. Lo que quieras, lo tendrás. Sin esfuerzo, sin cansancio,
sin enfermedad, sin miedo. Todo.
Aquella figura etérea hizo una pausa y se fijó en Encarni.
—Por eso, porque sois mis… nuestros amigos… queríamos que vinieseis con
nosotros. Que disfrutéis de todo. Primero fue ella, porque ya estaba en la
página…
En respuesta, Encarni empezó a moverse, dando vueltas en torno a Marcos
como un tiburón en torno a un náufrago.
—Intenté explicártelo, pero tenías demasiadas dudas… y creo que
demasiadas penas. Me hubiese gustado que fuésemos juntos, pero… —se detuvo un
momento frente a él, encogiéndose de hombros—. Y, cómo no sueles entrar en
WorldWeb y vimos que Paula —hizo un gesto con la cabeza a la cabizbaja muchacha—
sí que estaba, decidimos empezar por ella.
Marcos la miraba como queriendo entender… queriendo creer.
—Encarni… estás muerta. ¡Has muerto hoy! No puede ser…
Ella suspiró un momento. Tras ella, Mónica se hizo a un lado.
—Sin embargo estamos aquí, ¿verdad?.
Al principio, Marcos inclinó la cabeza, asimilando la derrota. Pero en
una fracción de segundo, empezó a agitar las manos delante de él, como
combatiendo un ejército de moscas zumbantes. Su mano atravesó a ambas chicas
con un sonido eléctrico.
—Vosotras… no sois reales. No sé qué sois, pero no…
Pudo, en ese momento, apreciar cierta lástima en la expresión de los
tres, que miraron hacia el suelo al unísono.
—Es verdad —observó Mónica al fin, antes de volver a mirarle—. Aquí no somos reales. Por eso… no
podemos estar con vosotros.
Marcos la miró con curiosidad.
—¿Qué quieres decir?
—Hay dos realidades simultáneas —explicó entonces Encarni—. Una, dentro
de la página de WorldWeb. Otra aquí, el mundo “real”.
—Sólo se puede existir como una entidad en una de las dos realidades —agregó
Mónica—. En la otra sólo eres una sombra.
—Por eso —dijo José Alejandro—, para poder existir en WorldWeb, donde
todos los deseos se cumplen, es necesario eliminar la entidad existente en la
otra realidad.
Marcos resopló con temor, entendiendo por fin.
—Entonces… —miró un momento a Paula que, aterrada, le devolvió la mirada—.
… lo que intentáis decir es que, para poder ir a ese mundo, tenemos que morir.
Suicidarnos.
Pudo ver como los tres fantasmas, cuya fuente, ya estaba seguro, eran
las extrañas luces que salían del ordenador, se encogían de hombros.
—No es que suicidarse sea un requisito obligatorio —observó José
Alejandro—. Una vez has estado dentro, acabas volviendo tarde o temprano.
—Simplemente… —añadió Encarni, apoyándose en el hombro de Mónica—. Es
más rápido.
Con un suspiro, Marcos se acercó lentamente a Paula, interponiéndose
entre ella y el trío. Notó como le cogía de la mano. Sintió el miedo en su
caricia. Después de todo, tenía más en común con él que con aquellos tres.
—Lo… lo que… —lo surrealista de la situación le superaba, dificultándole
el habla—. Esto es muy fuerte. Lo que queréis…
—Nosotros no podemos obligaros —observó José Alejandro—. Debéis hacerlo
vosotros mismos. Es vuestra decisión. Nosotros sólo os lo decimos por vuestro
bien.
—¿Nuestro bien? —repitió Marcos con
escepticismo—. Dejar de vivir para…
—¿Qué tiene eso de malo? —intervino Encarni—. Envejecimiento,
enfermedad, sacrificios, esfuerzos, decepciones… Haciendo esto lo puedes tener
todo… asegurado.
—¿Asegurado? Encarni, la última vez que hablamos fue ayer. Discutimos.
Lo último que me dijiste fue que me jodiese; yo pensaba decirte hoy que lo
sentía…
Para su consternación, la chica se limitó a encogerse de hombros.
—Eso ya no importa, amigo. Lo pasado, pasado está. Nosotros estamos más
allá de la simple vida. No tenemos sitio para el rencor.
—Sí, pero no es…
—Paula —intervino Mónica—. Fíjate en ti. Eres una de las mejores
estudiantes. Sin embargo no eres valorada por ello. Tus compañeros te ignoran.
No tienes amigos. Y tus padres pasan de ti. ¿Merece la pena tanto esfuerzo para
tan poca recompensa?
Marcos no pudo evitar mirarla de reojo, al sentir como su apretón se
volvía más fuerte. Había levantado la cabeza.
—Sé una de nosotros —Mónica estiró una mano hacia ella, en clara señal
de ofrecimiento—. Allí nadie volverá a despreciarte. Podrás ser feliz siendo tú
misma.
El brillo de la tentación asomó en los ojos de la chica, forzando a
Marcos a interponerse entre ella y la seductora Mónica.
—Según vosotros, estáis más allá de los celos. ¿No lo estaréis también
de las emociones? ¿Eh? Fingiendo que sois felices para que os hagamos caso…
cuando simplemente no podéis hacer…
Marcos se interrumpió; la mano de Mónica alcanzó su barbilla,
provocándole un cosquilleo cuando sus dedos se movieron a su través.
—Marcos —susurró—. Lo que más quieras, cualquier cosa, será tuya.
Sonrió de mala gana ante lo irónico de la circunstancia, sacudiendo la
mano para librarse de ella, antes de darse cuenta de que le iba a servir de
poco.
—Nunca pude decir esto. Lo que yo más quería estaba aquí. Y lo perdí…
Mónica se llevó un dedo a los labios, indicando silencio.
—Lo sé. Lo que más deseas es a mí. ¿No? Me has querido siempre.
El joven se sentó estupefacto y avergonzado
por igual, sintiendo como su pulso cobraba fuerza, elevando la temperatura de
su cuerpo al tiempo que se le cortaba la respiración
—Si lo haces… podrás tenerme. Siempre.
Aquello ya era el colmo. Se cruzó de brazos, reprimiendo una risa
histérica que no hacía sino disimular un incipiente grito.
—¿Y él? —señaló hacia José Alejandro, detrás de ella—. ¿Qué tiene que
decir?
Para aumentar aún más su desconcierto, se encogió de hombros.
—Allí podemos tener lo que deseemos —se limitó a asegurar—. No hay sitio
para la muerte, el aburrimiento, el cansancio, el miedo. ¿Por qué iba a haberlo
para los celos? Especialmente cuando se tiene toda la eternidad.
—Mira.
En ese momento, el hormigueo vibrante de los dedos de Mónica volvió a su
barbilla, volviendo a recaer en ella su atención. Antes de que pudiese hacer
nada, ella juntó los labios y le besó en la boca.
Se quedó paralizado, inmóvil, con el corazón a mil por hora y los pelos
erizados como un erizo asustado. Había soñado con aquel momento tantas veces,
durante tanto tiempo… y, en realidad, ejecutada por aquella ilusión, no era muy
distinto a estar chupando la pantalla de un televisor. Era un beso apasionado,
hambriento, pero no hacía más que atravesarle sin parar.
Cuando acabó, no había alegría. Ni pasión. Ni excitación. Sólo una
extraña sensación de pérdida, mientras veía como Mónica le daba la espalda…
dirigiéndose hacia Encarni.
—Ahora mira.
Las dos chicas elevaron la palma derecha a la vez, juntándola y
presionando… quedando en equilibrio como si ambas manos conformasen una
oración. Seguidamente, ambos pares de labios se juntaron, presionando con
fuerza el uno contra el otro hasta formar un rojo corazón… como si las dos
fuesen a fundirse en un único ser.
Notando como su cabeza empezaba a dar vueltas y su conciencia le
empezaba a exigir aire, Marcos vio como las dos chicas volvían a separarse.
—¿Ves? —le indicó Mónica—. Ahora estamos en realidades diferentes. No
podemos tocarnos. Pero… si estuvieses en nuestra realidad…
Poco a poco, Marcos notaba como la mano de Paula se escurría de entre
sus dedos. Paralizado, no podía ni volverse a mirarla, pero estaba seguro de
que su expresión debía de ser tan atónita como la suya.
—Como hemos dicho —concluyó Mónica, extendiendo las manos como ofreciendo
un premio—. La oferta está hecha. La decisión es sólo vuestra.
Kevin sólo podía chillar; la presión del viento contracorriente mantenía
su cuerpo en caída inmovilizado. Era rapidísimo, y lo peor, lo sentía; el
viento arañando su piel, la fuerza incontenible de la gravedad arrastrándole
hacia la ¿muerte? Sólo podía chillar. Chillar y pensar, imaginándose cómo
sería.
¿Me dolerá? El tiro en la cabeza ni lo
noté. Claro que aquí voy a aterrizar con los pies por delante…
Un último pensamiento, bastante acertado, que le devolvió la sonrisa
antes del final, mientras su increíble velocidad parecía reducirse, quedando
inmóvil antes de…
En no más de un parpadeo, Kevin aterrizó… de pie. No hubo impacto, ni
sacudida, ni dolor. No fue muy diferente a un vulgar paso. Volvía a estar en
tierra firme. Sano y salvo.
Preguntándose qué había pasado, no pudo
evitar mirar a su alrededor… sobrecogiéndose al ver dónde estaba.
Los brillantes campos verdes bajo el sol y las construcciones fastuosas
y palaciegas habían desparecido, al menos para él. En su lugar, acababa de
entrar, sin saber cómo, en un recinto cerrado, por no decir emparedado, ya que
no pudo apreciar ni puertas ni ventanas. Se trataba de un recinto enladrillado,
cubierto de cemento… como se apreciaba bajo los abundantes desconches en la
pared, verdeados por la humedad que se filtraba desde cada rincón. Una única
bombilla redonda colgaba de un cable pelado en el techo, permitiéndole
comprobar que en aquella estancia, de aire rancio que apestaba a polvo y
orines, no había más mobiliario que una pequeña cama deshecha, con la almohada
y las mantas moteadas por la mugre y un resquebrajado urinario sin tapa.
Una celda,
pensó inmediatamente. Por increíble que pareciese, era lo que le sugería aquel
lugar.
Antes de que tuviese tiempo de hacer o planear ningún movimiento, para
su asombro, una figura surgió de la nada, delante de él. Un vistazo le reveló,
para mayor sorpresa, que era Russel.
—Tío —le llamó, haciendo ademán de caminar hacia él—. ¿Russ, que ha…?
Se detuvo al verlo mejor. Algo raro le pasaba. Algo condenadamente raro.
Para empezar, estaba totalmente inmóvil. En segundo lugar, como un
personaje de una serie de los cincuenta, su color se había apagado. Tenía ante
él un perfecto fotograma en blanco y negro. Fotograma que, para su asombro, se
distorsionó por momentos, cubriéndose de rayas negras y grises en sucesión de
interferencia en la emisión… antes de volver a su inmovilidad.
Kevin cerró los ojos, buscando algo de calma… y una explicación
racional.
¿Qué cojones está pasando a…?
—Lo que está pasando… —le interrumpió una voz, ronca y profunda, surgida
de la nada— …es el justo castigo para aquellos que violan nuestras normas.
Sobresaltado, Kevin abrió los ojos de golpe, mirando a su alrededor, en
busca del recién llegado… sólo para presenciar un insólito y estremecedor
fenómeno delante de él.
Como una tele en las últimas, las interferencias volvían a desdibujar la
inmóvil figura de su amigo. Figura que, de improviso, pareció estallar como un
globo de agua, dejando una forma en la que creyó percibir ceros y unos
alineados… que un instante después desapareció, quedando en nada.
—¡Russ! —gritó, asustado—. ¿Qué… qué es lo que le has hecho a mi amigo?
—Lo he devuelto a su sitio —respondió la misma voz—. Con los demás. A
nuestro mundo. Nuestra realidad.
Un rápido vistazo le permitió comprobar dos cosas. Una, tal y como le
pareció en un principio, estaba completamente solo. Y dos, aquella voz no
parecía tener un origen. Más bien parecía salir… de todas partes a la vez. Un
millón de micrófonos ocultos, un gigante cuyo vozarrón podía atravesar aquello
muros. O…
—He tenido que usarle para poder llegar hasta ti, Kevin. Como hago para
conocer a todos mis nuevos hijos.
Kevin bajó la cabeza, temeroso de sentirse observado por alguien a quien
no podía ver.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Yo conozco a todos aquellos que pasan a formar parte de mí.
De pronto, el reo abrió los ojos.
—¿Tú eres… el tal CC?
—Yo soy —respondió—. La voluntad que guía este mundo. El eje de su
realidad. El deseo final de la humanidad. La consciencia colectiva que sostiene
a los que nos habitan.
Consciencia colectiva…
—¿Qué es… lo que hago aquí? ¿Sigo… sigo dentro de WorldWeb?
—Una vez se es parte de nosotros, no se nos puede abandonar. Aquí,
simplemente, es donde los elementos disfuncionales son llevados a recapacitar.
Elemento disfuncional… ¿está diciendo algo
de mi polla?
—¿Qué quieres decir… con elemento disfuncional?
—Estás causando problemas al resto de elementos del sistema, al
resistirte a tu integración. Por eso debemos corregirte. Hacerte entrar en
razón… o modificarte.
Kevin tragó saliva. No sabía muy bien cómo pretendía hacerlo… pero,
desde luego, no le gustaba cómo sonaba.
—¿Qué… qué se supone que es todo esto? ¿WorldWeb?
—WorldWeb no es más que un portal, un medio que permite a los seres
humanos alcanzar aquello que más ansían.
—¿Y eso qué es?
—La felicidad.
Aquella sí que era buena.
—¿Y cómo? ¿Haciendo que se maten…
para que aparezcan en esta… versión pixelada de los mundos de yupi?
—La realidad no es sino una dimensión espacial y temporal donde se
desarrolla la existencia de aquellos dotados de consciencia. En el caso de los
seres humanos, rechazan su propia realidad. Es demasiado inflexible para su
voluntad, demasiado impredecible para sus deseos. Su máximo fin es cambiarla.
»Por eso buscan refugio en la red. En un mundo virtual donde todo es
posible; lo imposible puede hacerse realidad y los peligros son nulos. Crean
avatares para actuar tras ellos, sintiendo sus triunfos como propios y sus
fracasos como una simple demora. Nosotros les damos la oportunidad de ir más
allá, de disfrutar de una realidad hecha a su medida.
—¿Cómo… cómo apareció todo esto? ¿Quién…
diseñó esta página?
—No hubo creador. A lo largo del tiempo, mientras la red evolucionaba,
también lo hacían los deseos de sus usuarios. Distintas páginas, distintos
programas, distintos pasatiempos, distintos anhelos. En última instancia, la
distintas piezas del mapa de la felicidad humana se unieron, dando lugar a una
única pero global voluntad. Así emergimos nosotros; una consciencia para todos,
surgida de todas las consciencias, en una.
Kevin se pasó el dorso de la mano por la frente, limpiándose el sudor.
¿Aquello era entonces… un ente surgido de los ordenadores?
—¿Y qué quieres? ¿Por qué… haces todo esto?
—Esa pregunta ya te fue respondida. Soy la voluntad que guía los deseos
de la humanidad. Mi único fin es permitirles el acceso a esta realidad, cuya
única limitación es la inventiva de la mente y la fuerza del deseo.
—¿Y pretendes hacerlo así? ¿Asesinando… y matando?
—Yo no puedo hacer tal cosa —Kevin no pudo evitar sentir que, pese a su
tono neutral, aquellas palabras le alteraban mucho—. Yo sólo ofrezco la
posibilidad. Que aquel que tiene la opción de integrarse en la realidad dé el
paso o no es sólo decisión suya.
—Pero… —Kevin creyó percibir, por fin, una grieta en el sólido
razonamiento de la máquina—. Amy… mi mujer no se mató. Fue un accidente. Ella
no quería venir aquí…
—El hecho de concebir un avatar en este mundo ya es reflejo suficiente
de la voluntad de su usuario de entrar en él. Lo único en lo que variará será
en el grado de definición de su persona y el momento en que podrá integrarse
plenamente.
—Puedes jurarlo —Kevin sonrió, desafiante—. Mi mujer no sabe quién soy
yo; no es nada. Mi cabeza… apenas puedo
recordar…
“Definición”. Kevin recordó entonces cuando oyó antes esas palabras en
ese mundo.
—¿Qué quieres decir… con eso de definición de su persona?
—El perfil del avatar. Los datos de su ser. Sus vínculos con otros,
fuera de esta realidad. Las conversaciones que se mantienen en nuestro seno.
Todo ello permite establecer los parámetros distintivos de la personalidad
individual del usuario. Cuanta más información nos deje, más parecida será su
existencia a la de la otra realidad.
»En el caso de tu esposa, Amy Margaret Wheeler, y de ti, Kevin Robert
Wheeler… ambos os integrasteis cuando vuestros perfiles estaban muy escasamente
definidos. Por ello, los vacíos en vuestra memoria se corresponden con los
vacíos en vuestra información.
Kevin sintió como si acabasen de propinarle un mazazo en el pecho. Todos
sus recuerdos, toda su vida… borrados por no haber rellenado un simple apartado
en una página web.
—¿Y toda esa información perdida… qué pasa una vez se está aquí?
—Puede recuperarse a través de otros usuarios con conocimientos afines.
En caso contrario, se descarta indefinidamente.
»En cualquier caso, al contrario que ella, tú elegiste la integración
voluntariamente. Por ello, debes acatar nuestra voluntad.
Al impacto inicial le siguió una profunda sensación de vacío, acompañada
por la certeza, ahora irrefutable, de lo mucho que le habían engañado.
—¿Y para… para qué me has traído aquí? —a Kevin empezó a temblarle la
voz; le costaba articular las palabras—. ¿Y por cuánto tiempo?
—Has desafiado nuestra voluntad. Existe el riesgo de que tu oposición
pueda extenderse a otros de nuestros componentes. Debes aceptar tu parte dentro
del sistema. Por eso estás aquí.
Kevin entrecruzó las manos, aferrándoselas con fuerza. Empezaba a sentir
miedo de verdad.
—¿A qué te refieres con
desafiar... vuestra voluntad?
—Te niegas a hacer lo que debes —creyó percibir un tono ligeramente más
paternal en aquella voz cavernosa e irreflexiva; pero no era algo seguro—.
Debes extender el mensaje entre aquellos que
conoces; mostrarles el milagro de esta realidad para que puedan
integrarse en ella.
—De modo… que tendría que convencer a mi hermano… para que él y toda su
familia mueran y puedan… ser parte de ti.
—No morirán —aseguró—. Simplemente, pasarán a ser parte de nosotros,
como tú y tu esposa. No se puede existir simultáneamente en dos realidades.
—Para que estén como yo… perdidos y descontentos… incapaces de recordar
quiénes son y lo que han hecho en la vida.
—Esas son facetas que se pueden corregir una vez aquí.
—¿Igual que este sitio? —Kevin extendió los brazos, englobando todo el
espacio de la celda—. Todo lo bonito a la vista… y ratoneras asquerosas, como
ésta, escondidas. Sabes, dudé de seguir allí porque no pensé que pudiese haber
un sitio como éste.
—Esta realidad está concebida a partir de los deseos e ilusiones.
Aquello que se puede englobar bajo la designación de “sueño”. Del mismo modo,
la designación “pesadilla” determinaría un concepto igual y opuesto. De igual
forma que podemos hacer realidad deseos y anhelos, también podemos hacer
realidad temores y aversiones.
Kevin bajó los brazos, despacio, a la vez que su respiración y corazón
también se silenciaban, como si quisiese hacerse imperceptible en aquel lugar
donde era imposible esconderse.
—¿Qué quieres decir?
—Podríamos dejarte encerrado aquí. Que sintieses el hambre y la sed.
Podríamos hacer que padecieses tortura. O que quedes a merced de aquella
criatura que más temes. Igual que cuando te hicimos caer antes de meterte aquí.
Kevin bajó la mirada, no pudiendo evitar una leve risa. ¿Por qué tener
miedo? Estaba a su merced, sin posibilidad de defensa posible.
—Entonces es eso —aseguró, levantando la vista hacia aquellos ojos que
le veían y aquella voz que le hablaba—. Tú aquí lo controlas todo. Cómo hiciste
con Russ. Quieres que todo el mundo esté aquí para poder controlarles también,
¿no? Te crees un Dios. Y quieres serlo.
—No entendemos ese concepto. Nuestro único fin es garantizar los deseos
a quienes se integran en nosotros. Eso incluye evitar que elementos disidentes
hagan dudar a quienes ya están integrados.
Elemento disidente. ¿Eso era
una realidad perfecta? No pudo evitar apretar puños y dientes por igual. Del
miedo, la impotencia le estaba llevando a la ira. Ahora, estaba claro, sólo
había una cosa que pudiese hacer.
—¿Sabes qué? Haz lo que quieras. Tortúrame, déjame aquí o mátame. Me da
igual. No voy a hacer lo que quieres simplemente porque crees que puedes jugar
conmigo.
Un retumbar, similar a un trueno, hizo
temblar la estancia, provocando que quedase a oscuras por un momento. Asustado,
Kevin se lanzó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos, movido por el
espontáneo pensamiento de que su celda había estallado.
Sin embargo, no hubo más. Polvo, cascotes,
movimiento… lentamente, abrió los ojos, dándose cuenta de que había luz. Se
incorporó… y no pudo dar crédito a lo que le enseñaban sus ojos.
Todo había desaparecido. Paredes, suelo, techo… estaba flotando,
sostenido por un suelo invisible en aquel mundo donde la realidad era una
ilusión. Y, a su alrededor, los colores cambiaban. Un vacío infinito teñido de
verde limón, azul añil y rojo magenta, entremezclados en ondulaciones que le
envolvían por todos los lados, como el curso de ríos de color. Por increíble
que fuese, Kevin se sentía rodeado por una aurora boreal.
—¿Dónde…? —Kevin miró a su alrededor, buscando una referencia, una
salida, cualquier cosa que le ofreciese una alternativa a aquel psicodélico
escenario—. ¿Dónde estoy?
—Donde debes —respondió la fría y profunda voz de CC—. Debes saber,
Kevin, no obstante, que el tuyo no es un caso aislado.
El aludido entornó los ojos, intrigado.
—¿A qué te refieres?
—Ciertos aspectos de la personalidad del usuario se transmiten al
avatar. Aspectos más allá de nuestra comprensión. Aspectos que suponen una
resistencia. Y que, por ello y pese a ello, nos suponen una grave amenaza.
—¿Y qué aspectos son?
—Ideales, principios, moralidad, creencias, fe. Se convierten en una
resistencia para el correcto devenir de nuestra realidad; para la integración
de los nuevos componentes; para la paz
de los ya integrados.
»Siempre que hemos encontrado un caso así, hemos intentado razonar, que
acepten su situación y su papel en la realidad. Y siempre es en vano. Nos queda
recurrir a esta solución.
—¿Ah, sí? —un vano, débil brillo de esperanza hizo refulgir lo ojos de
Kevin—. ¿Y cuál es esa solución? ¿Vais a sacarme de aquí? ¿Vais a borrarme? ¡Adelante!
Si lo hubiese sabido no creas que me habría metido en…
—Una vez se es parte de nosotros, es imposible salir —le interrumpió la
voz—. Y aunque podemos indicar al sujeto qué hacer para que su existencia sea
la adecuada, en última instancia, no podemos obligarle. Pero sí hay algo que
podemos hacer.
A su alrededor, el flujo de luz crepitó, adoptando la conformación en
zig—zag de una sierra de cirujano, lista para despedazar a su paciente. Una
boca hambrienta con dientes muy, muy afilados, le sonreía. Kevin retrocedió. Aquellas luces dejaron de
parecerle ondas para parecerle llamas.
—Lo que os define a vosotros es vuestra información. Nosotros no podemos
eliminarla. Pero podemos cambiarla.
—¿Cómo? —Kevin miró al cielo, como buscando una explicación de aquel
Dios titiritero.
—Podemos eliminar esas resistencias. Podemos reescribir tu carácter,
cambiando tu personalidad, haciéndote más dócil. Más sugestionable. Más
adecuado para nuestra comunidad de usuarios…
Kevin se sintió como si volviese a estar en caída libre, con todo el
peso del mundo oprimiéndole hasta que se le fundieron las piernas. Ya no sólo
había temor, sino la certeza de que estaba perdido.
—¿Así funcionas? —le increpó—. ¿Si alguien no hace lo que quieres, le
obligas a cambiar a la fuerza? Cabrón; seas lo que seas, no eres más que otro
tira…
—Nuestro fin es garantizar los deseos de la humanidad y mantener el
orden de esta realidad. Para tal fin, cualquier medio nos es aceptable.
Como una boca hambrienta devorando un aperitivo, de pronto, Kevin pasó
de estar rodeado por la aurora boreal a estar dentro de ella. Y ella dentro de
él. El torrente de luz se precipitó en su interior, inundando su cuerpo con la
abrasadora energía de una descarga eléctrica. Aquellas líneas, cardiogramas,
encefalogramas; la vida dibujada en líneas, le quemó por dentro. Y mientras su
cuerpo se sacudía, su piel se fundió hasta dejar de sentir, sus huesos
crujieron hasta que dejo de oírlos, sus ojos fueron cubiertos por un resplandor
blanco que, poco a poco, fue pasando a negro y, poco a poco, dejó de sentir y
pensar para sumirse definitivamente en la negrura silenciosa de la
inconsciencia.
Eiji empezó a escribir en el ordenador, respirando agitadamente,
pensando en la estrafalaria y frenética hora que había pasado… y en lo que le
quedaba por hacer después.
Tras recibir el mensaje, tomó la decisión final. No pensaba morir por
una promesa de zafios minijuegos y ocio hasta el hastío, prometida por dudosos
fantasmas hechos con juegos de luces. Tras salir definitivamente de WorldWeb (y
confirmar sus temor de que, al parecer, nadie sabía quién era su propietario,
creador o dueño de sus derechos), optó por salir de su casa, recibir un poco de
aire fuera del agobiante ambiente del apartamento… y, muy especialmente,
denunciar lo ocurrido; ir en busca de ayuda, del tipo que fuera.
Su primera opción fue una comisaría cercana, a menos de dos manzanas de
su casa. Cuando vio sus luces en los bajos de un local, sintió alegría,
disponiéndose a dar el paso final… hasta que la realidad se interpuso en su
camino como el final de un callejón sin salida.
La respuesta al enigma era simple: si él fuese policía, ¿qué diría si un
joven empleado vestido con un traje desaliñado se presentase diciendo que los
fantasmas virtuales de dos conocidos fallecidos, manifestados a través de la
pantalla de un ordenador, le habían propuesto suicidarse para vivir para
siempre dentro de una página web? Se le ocurrieron un par de posibles
respuestas, y ninguna le gustó; especialmente la que implicaba un furgón
acolchado y una camisa de fuerza.
Con la desilusión dibujada en el rostro, Eiji se dispuso a darse la
vuelta y alejarse… pero no antes de que una visión estremeciese su espalda y
helase su sangre.
Por un momento, hubo una especie de estallido generalizado por toda la
calle, seguido de un manto de negrura. Un apagón momentáneo en Toshima, pensó
al principio. De hecho, ni siquiera fue eso; la luz volvió en un segundo, o
medio, o menos. Pero le dejó una imagen que le cortó la respiración.
Con luz, pudo apreciar que estaba solo. Sin embargo, en aquel segundo de
oscuridad, comprobó que las calles estaban plagadas de personas. Hombres,
mujeres, chicos, chicas… en aquel breve lapso no pudo verlos bien. Sólo pudo
apreciar que todos tenían un extraño brillo a su alrededor, como si emitiesen
algún tipo de aura. Y, más llamativo, creyó apreciar que, justo delante de él,
había aparecido uno distinto a los otros. Mientras los demás parecían ir a su
aire, como transeúntes normales, éste, una mujer vestida con un kimono rosa,
apareció postrada en el suelo… tendida sobre lo que parecía un charco de sangre
que manaba en abundancia de su abdomen abierto en canal.
El regreso de la luz desterró aquel horror, que le hizo cobrar verdadera
consciencia de su situación. Tal y como le habían advertido, no podía verlos,
pero los vástagos renacidos del maldito WorldWeb estaban presentes en el mundo
real. Y, según parecía, podían recrear atroces visiones, bien para llevar a sus
detractores a la locura, bien para ponerlos en apuros frente a la ley. Después de aquello, ¿qué más podrían
enseñarle en su intento de que cediese… o decidiese ser uno de ellos? La idea
bastó para que Eiji volviese corriendo a su casa.
Sus padres no habían vuelto aún, lo que le dejaba poco tiempo para hacer
lo que tenía en mente. Así, al menos, no les pondría nerviosos con su conducta.
Fue al armario de su cuarto y sacó la maleta más grande que tenía,
llenándola con ropa y el dinero que tenía en casa. También cogió su tarjeta de
crédito. No sabía qué influencia en el mundo virtual tendrían aquellos
fantasmas; si serían capaces de invadir sistemas informáticos ajenos, pero no
podía huir desamparado.
Dejó su móvil sobre la mesa, donde iba a estar bien durante un
tiempo, y escribió una entrecortada nota
de apaciguamiento y disculpa para sus padres. Seguidamente, encendió el
ordenador una última vez.
No fue a WorldWeb; eso se acabó para él. En su lugar, fue a una
dirección más inusual de la que oyó hablar por casualidad.
El ojo avizor. Un
blog dirigido por una serie de autores anónimos donde cualquier temor o
sospecha de crimen o peligro, que no pudiese ser denunciado públicamente, podía
ser advertido, sin temor a represalias ni juicios. Eso lo convertía, por
supuesto, en campo abonado de fanáticos de conspiraciones y paranoicos de toda
índole. Pero, a menos, cada caso particular podía ser citado. Tomando aliento,
Eiji empezó a escribir.
AVISO A TODO EL MUNDO. WORLDWEB ES UNA AMENAZA. LOS AVATARES DE AQUELLOS
QUE MUEREN ADQUIEREN FUNCIONAMIENTO INDEPENDIENTE. Y BUSCAN QUE AQUELLOS QUE
JUEGAN MUERAN PARA UNIRSE A ELLOS.
No era muy convincente, pero poco más podía hacer. Cogió su maleta, se
cambió la chaqueta y dejó su habitación y el apartamento.
La brecha había sido abierta. Sólo quedaba esperar y ver si podía
generar un seísmo lo bastante grande para derrumbar hasta los cimientos aquel
falso edén.
En su salida al exterior, creyó ver a su madre de regreso. Aceleró el
paso, por si acaso. Ni quería dar explicaciones ni retrasarse más de lo
necesario.
Marcos se sentó en la cama junto
a Paula, mirándola fijamente a los ojos. Su amiga le devolvió la mirada. Había
estado llorando, ahora lo veía fijamente. Sin embargo, su expresión,
ligeramente vacía, era ahora de firme determinación. Frente a ellos, Mónica,
José Alejandro y Encarni se alineaban frente al ordenador.
—¿Entonces, os habéis decidido ya? —preguntó Mónica desde el lado
izquierdo de la formación—. ¿Lo vais a hacer?
Marcos apretó firmemente la mano derecha, notando la frialdad metálica
del objeto que sujetaba. Junto a él, Paula suspiró, inclinando la cabeza. En su
mano derecha, las pastillas se sacudían como semillas impacientes por
convertirse en árboles. En la izquierda, el agua del vaso parecía un mar
embravecido en una noche de tormenta.
Él, por su parte, la imitó, mientras exigía a su mente que le apoyase en
aquellos momentos de duda… y temor.
¿Voy a hacerlo? ¿De verdad… es esto lo que
quiero?
Mientras esperaba la iluminación que acabase con las brumas de la duda,
reduciéndolo todo a un acierto o un fracaso, levantó la vista, apreciando las
miradas extasiadas de gozo de los tres testigos. Lentamente, levantó ante sus
ojos la mano derecha, deteniéndola para ver su reflejo en el filo plateado del
cuchillo.
Con un chasquido de dedos, el traje de neopreno y la bombona de aire
fueron sustituidos junto a las gotas de agua sobre su cuerpo, por una sencilla
camisa blanca, un pantalón marrón y unos zapatos de cuero. Un tenue resplandor
le llevó desde las aguas infestadas de peces de colores, tiburones y submarinos
en busca de pecios cargados de oro hasta el patio de su casa, una elegante
casita de madera de estilo victoriano pintada completamente de blanco. Caminó
con paso firme sobre el sendero de basalto negro que flotaba sobre el césped y
ascendió con paso animado los escalones del porche.
—¡Ya he llegado! —anunció Kevin Wheeler, abriendo la puerta de su casa.
—¿Qué tal ha ido el día?
Kevin siguió la voz hacia el salón. Allí, sentada en una mecedora, Amy leía
un libro junto a una ventana.
—Muy bien, cielo —aseguró, acercándose a ella para darle un beso en la
frente—. Cada día es mejor que el anterior. Pero…
Kevin se apartó por unos momentos de ella, inclinando la cabeza con aire
apesadumbrado. Su mujer cerró el libro, mirándole con preocupación.
—¿Qué pasa, querido?
—Nada serio, en realidad —aseguró, volviendo a mirarla—. Sólo que…
—Dime.
—Me va a tocar hacer el trabajo.
—¿Sólo?
—Sí.
—¿Y hay algún problema con eso?
Kevin suspiró.
—Que siendo mi primera vez… no estoy seguro de cómo me irá.
Ella se levantó de la mecedora, a lo que él reaccionó precipitándose
hacia ella para detenerla. No quería que hiciese esfuerzos.
—Tranquilo —ella le detuvo, poniéndole con delicadeza su mano en su
hombro—. No debes preocuparte por eso. Es tu hermano. Seguro… que se pone muy
contento de volver a verte. Y cuando sepa lo que le ofreces…
Acabó rodeándole la nuca con ambas manos, mientras él volvía a suspirar.
—Estoy muy nervioso.
Ella sonrió y le besó en los labios.
—No te preocupes; lo harás bien. Además, les vendrá bien a su familia y
a él. Sobre todo ahora que…
Él la imitó, sonriendo con aún más entusiasmo que ella.
—Sí, lo sé. Sobre todo ahora que los niños van a tener un primito con el
que jugar.
Y bajó los brazos hasta su vientre, abarcando por completo su forma
abultada y esférica con las manos abiertas. En respuesta, una pequeña presión
pareció golpear sus manos, como dándole ánimos.
Debía salir de allí; en aquella ciudad era vulnerable. Dejar Honshu[1],
trasladarse a algún lugar remoto. Debía alcanzar el mar y de allí, alguna isla; Ōshima quizás, o algo
más lejos aún, en el extremo más meridional de las Izu. Allá donde aquellos fantasmas hechos de luz
no pudiesen alcanzarle, donde no pudiesen corromper a sus gentes con su
complot.
Por las negras calles de Toshima, en aparente dirección al metro, una
extraña y fantasmal figura, similar a un hombre joven y esbelto, de elegantes
pantalón y zapatos de cintura para abajo pero cubierto por completo con una
sudadera con capucha gris, se iba abriendo camino, cargando una pesada maleta
con él.
En su camino, aquella figura se topaba con
todo tipo de personas; hombres maduros trajeados, estudiantes con trajes de
marinero, chicos jóvenes con dispositivos de música en las orejas; incluso con
extrañas figuras adolescentes, vestidos con extraños trajes y pelo de color
azul o rosa.
Poco le importaban a aquel extraño quiénes se interpusiesen en su
implacable avance; con la cabeza baja y su engañosa esbeltez, se abría paso
entre la multitud como un rinoceronte a la carga, haciendo a un lado con
feroces empujones a aquellos que no le veían, no le notaban o le ignoraban.
A sus espaldas, iba dejando un coro de gemidos de queja y frases de
reproche, lanzadas desde rostros ceñudos, bocas furiosas y ojos indignados que
expresaban el sentir de bocas cubiertas con mascarillas quirúrgicas.
Pero a aquel extraño no le importaba. Porque, si alguien pudiese ver su
rostro oculto, le vería sonriendo ampliamente, guiado por un único y simple
pensamiento, que repetía como un mantra mientras proseguía su camino:
Mientras pueda chocar contra ellos,
significa que son reales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario