lunes, 13 de julio de 2015

VOY A ESCONDERTE
                                                                                           
    —Armi, ¿estás despierto?
     Armando bufó, mientras sentía la pequeña mano mover su hombro.
     —Sí, lo estoy. —Se volvió pesadamente sobre la cama; no tan disgustado por la interrupción como por la forma de Luis de abreviarle el nombre—. ¿Qué quieres?
     —He tenido una pesadilla. ¿Puedo dormir contigo?
     —Vale. —Le revolvió un poco el pelo, oscuro y espeso como el suyo, antes de apartar las sabanas—. Métete, venga.
     Con los once casi cumplidos, sus compañeros se reirían, le llamarían mariquita o ambas cosas si supiesen que a veces a su hermano de tres años dormía con él. Pero no le importaba, porque él sabía algo que ellos no: el miedo en la voz de Luis, su tono de ruego, no se correspondía con el sobresalto de una pesadilla. Era el miedo consciente a algo oído. Y él sabía qué.
     Armando los tapó a los dos, volviéndose hacia la pared. Luis, al menos, estaba seco. No creía que entrase a ver sí dormían. Si había algo más, su madre, al menos, no diría nada.
     —¿Tardará mucho en volver mamá?
     —Shhh. –Le recordó que bajase la voz—. Ya lo sabes, de día… puede que un poco ante.
     —Creo que está despierto.
     Armando no dijo nada, concentrándose más allá de las paredes. Sí, era verdad: oía la televisión en el salón; un partido de futbol seguramente. Y…
     Su piel se heló. Pasos, en el pasillo.
     Se volvió a su hermano, pegándole la boca a la oreja.
     —Silencio –dijo mientras lo escondía con su colcha a cuadros azules y amarillos.
     Luis no dijo nada, limitándose a temblar mientras lo tapaba. Con el torso erguido, Armando podía ver la puerta; la luz encendida del pasillo. Dos sombras paralelas se pararon al otro lado. El chico contuvo la respiración, en completo silencio, hasta que se fue.
     Suspiró, tranquilo, apartándose para dejar respirar a su hermano. O Luís se había dormido o el miedo le había dejado en coma. Al menos, esa noche el único calor que sentiría sería el de la cama.

     Eran una familia feliz. Papá y mamá querían a Armando, y él les quería a ellos. Luego, cuando le dijeron que iba a tener un hermanito, se puso muy contento, como pensó que harían ellos.
     Se equivocaba. Por aquel entonces, las cosas ya iban mal.
     Empezó como al año antes de nacer Luis. Aunque delante de él siempre parecían bien, se dio cuenta de que hablaban menos; reservando las palabras para cuando (pensaban que) estaban solos. Pero en el dormitorio ya no se susurraban a oscuras, como antes. Ahora tenían las luces encendidas. Y chillaban.
      No estas nunca en casa, solía decir mamá. Claro, tengo trabajo que hacer, replicada él. Luego el tono subía, mezclándose con palabras normales dichas de un modo que daban miedo: dinero, bar, putas…
     Luego, de repente, silencio. Les oía acercarse a la puerta del dormitorio.
     —Armando, cielo, ¿estás ahí? –preguntaba siempre mamá.
     Él, en su habitación, no contestaba. A veces, en cambio, salía adrede al pasillo, sabiendo que le encontrarían.
       —Voy al váter mentía con descaro.

     Con el bebé en casa, la paz se instauró un tiempo; una tregua frágil con cimientos de palillos. En poco tiempo, había voces que chillaban más que el bebé; no diciendo hambre sin palabras, sino cosas de otra tía y de mis sentimientos han cambiado.
     Luego, por fin, sus padres dejaron de discutir. Y, a las dos semanas, de vivir juntos. Ellos se quedaron con su madre, visitando a su padre y a Nuria (su novia, aunque nunca la llamaba así delante de Armando) algunos fines de semana; alternos, creía que los llamaban.
     En su casa de dos plantas con patio de toda la vida, en cambio, mamá estaba fatal. Cuando Luis cumplió el año, lloraba casi todos los días, encerrándose en la cocina y encendiendo la radio para que no la oyesen. Encima, lo peor de todo, empezó a hacer muchos turnos de noche en hospital, no volviendo hasta la mañana.
      Los niños estaban solos; su única abuela había muerto cuando Armando tenía seis años y sin conocer a Luis. El mayor, entonces, le prometió que cuidaría a su hermanito, cambiándole el pañal y calentando biberones. Su madre casi lloró al oírle.
    Fue cuando Armando estaba en quinto cuando su madre se lo presento.
     —Hola, soy Eugenio. Voy a vivir con vosotros a partir de hoy.
     Es un hombre simpático, pensó la primera vez que le vio, con su pelo gris, su nariz larga y sus gafas redondas, haciéndole parecer un payaso cuando reía.
     Eugenio vivía, comía y dormía con ellos. Tenía una empresa de azulejos, decía y, aunque su madre nunca lo dijo, Armando suponía que era un novio. Aunque fuese, empezó a pensar a finales de ese año, para que alguien pasase la noche con ellos.
     Cuando Luis tenía dos años y medio todo cambió, incluido que dejó de chuparse el dedo. Eugenio empezó a pasarse todo el día en casa, echado en el sofá y/o viendo la tele. Ha perdido el trabajo, le dijo una vez su madre.
     ¿Y por qué no buscaba otro? Armando pensaba que porque le había cogido cariño a su nuevo pasatiempo: amontonar latas de cerveza goteando sobre periódicos viejos, dejando el salón hecho un asco.
     —Esto tiene que acabar –le dijo una mañana mamá, brazos en jarra—. No puedes seguir…
     Armando, espabilado por la inminencia del colegio, no olvidaría nunca lo que siguió: un violento estampido, susurros y luego silencio. Luego, vio a su madre en la cocina para desayunar, sus ojos brillaban y se había aplicado deprisa y mal maquillaje en la mejilla.
      Luego empezaron las normas. Eugenio lo dejó claro esa misma tarde:
     —Ja. Vosotros chicos, os estáis estropeando. Vuestra madre os mima demasiado. De ahora en adelante, me haréis caso –dijo en un tono especial, que Armando pronto asociaría a algo.
      Para empezar, debían cuidar la casa. Para asegurarse, se llevó todos los juguetes, en especial los de Luis. Hasta que el salón no estuviese limpio, no jugarían.
     —¿Y eso por qué…?
     Luis se ganó una bofetada, quince minutos llorando y su madre, en el umbral, mirándole paralizada por algo que Armando reconoció: él se sentía igual el segundo previo a recibir un balonazo.
     Tampoco podían ya dormir en la misma cama; cosa frecuente cuando Luis tenía pesadillas:
     —No quiero que os volváis maricones –aseguró con una sonrisa; Luis quiso saber qué era eso. Su hermano le disuadió poniéndole la mano sobre el hombro.
     Y, sobre todo, no podían salir de casa sin permio y, mucho menos, ensuciarse. Como un soleado día de abril en que Luis corrió sobre el césped, volviendo a casa con las suelas manchadas de verde.
     —Mira que os lo dije.
     Eugenio hablaba como lo hacía después de beber mucha cerveza. Fue la primera vez que Armando, inmóvil y con ganas de ir al servicio, le vio quitarse el cinturón.
     Esa misma tarde, hacia compañía a Luís, tendido sobre su colcha del Barça, castigado sin salir, con la espalda roja, sin poder moverse ni parar de llorar.
     —Vamos, cálmate —le decía con ternura.
     —Ojalá… —articulaba entre sollozos—. Ojala se muera y nos deje en paz. Cuando sea grande, le daré una patada en el culo y el que llorará será él.
     En esos momentos Armando sonreía y decía que sí con la cabeza, dándole la razón en un intento por animarle. Porque Luis era pequeño y podía creer.
       Armando no era igual. Ya no se reía ni distraía con chorradas para hipnotizar niños. Conocía mejor a los adultos, y sabía que eran unos mentirosos. Por ejemplo, si los Reyes Magos te traían regalos sólo si eras bueno, ¿por qué todos sus compañeros, sin importar lo malos que fuesen, estrenaban las clases del nuevo año contando qué les habían regalado? Si su padre les quería, ¿por qué se fue? Y, si su madre quería protegerles, ¿cómo podía estar con él?
     Todo eran mentiras salvo una verdad irrefutable: el único que podía proteger a su hermano de tres años era él. Porque el único que lo quería era él.
     Es por tu culpa. Estando tan mal, ¿cómo se te ocurre tener otro?...
     Cerró los ojos; cada vez que recordaba esa discusión sentía una aguja caliente pinchar su pecho.

     Fue un sábado de octubre. Su madre estaba en el hospital y Eugenio había salido dejándolos solos; cosa que hacía cada vez más veces. Los chicos, después de que Armando hiciese la cena y comprobar que no hacían nada en la tele que mereciese la pena, decidieron jugar al escondite.
     —… nueve, diez… ¿Listo? ¡Voy!
      Armando tomó aire, sabiendo que no iba a ser fácil: su rival era pequeño y manejable.
       Empezó por los dormitorios, bajo las camas, en los armarios, detrás de la puerta. Nada. Luego en el servicio, dentro dela ducha. En la cocina y el comedor, tras las puertas y bajo las mesas.
     Cogió las llaves y salió al patio. No había oído la puerta abrirse, pero podía ser. Fue hasta la parte trasera, mirando tras la valla de la piscina (y al agua) y en torno al trastero. Nada.
     El frío nocturno le erizó el vello; Armando empezaba a sentirse como cuando Eugenio se enfadaba. No podía haberle pasado nada a su hermanito, pero…
      Sólo se le ocurrió un sitio restante: el garaje, con su banco de trabajo y que, sin el Peugeot de papá ni el Renault de mamá, les parecía enorme como un hangar. Llegó a él por la cocina, encendiendo la luz.
      —¡Ah!
      Armando gritó, no pudo evitarlo, sintiéndose asaltado por un tigre. Cayó hacia atrás, aterrizando de culo sobre los peldaños. Frente a él, Luis se reía.
     —¡Eres un miedica, Armi! ¡Miedica!
      —¿Ah, sí? —Armando se incorporó—. Ahora verás…
     Los dos hermanos se persiguieron en círculos entre risas, hasta que Armando alcanzó a Luis y los dos cayeron, abrazados y riendo.
     Entonces el sonido de la puerta principal resonó en la casa.
     Los dos hermanos se quedaron inmóviles y mudos. Armando fue a apagar la luz. Dentro, pasos pesados resonaban como truenos.
     —Es él…
     Armando volvió con Luis, que también se levantaba.
     Otra de sus normas: todos los días, sin excepción, a la cama a las nueve. Ya eran por lo menos y cuarto.
     —Si entra a vernos…
     —Tranquilo, no lo hará…
     La luz de la cocina se encendió, los hermanos oyeron la nevera abrirse. Luis tragó saliva, luego empezó a respirar deprisa.
     —¿Qué hacemos?
     Pegó su espalda contra su hermano con tanta violencia que chocó contra la pared; Armando se puso nervioso al notar sobre su pecho los aterrados latidos de su pequeño corazón.
     —No va a pasar nada.
     —¿Qué hacemos?
     —No va a pasar nada… —repitió.
     Pero sabía que mentía. Habían violado una de sus sagradas reglas, precisamente un día malo. Si pasaba por la habitación y no les veía, les buscaría. Y cuando les encontrase (cuanto antes mejor) su forma de hacerles pagar no sería escondiéndose para que le buscasen.
     Hubo un momento en que el tiempo se detuvo. Armando supo qué hacer.
     —Voy a esconderte.
     —¿Dónde? –preguntó Luis, buscando su voz
     —Donde no pueda hacerte daño nunca más–le dijo, abrazando su cuello con ternura.

     Luisa abrió la puerta con cuidado. Si Eugenio, seguramente durmiendo la mona, despertaba, lo haría de mal humor. El recuerdo de su último encuentro con el cinturón le hizo acariciarse instintivamente la espalda.
     Apretó los dientes, furiosa de frustración. Los niños, se dijo, lo aguanto por ellos…
      Mucho cuidado. Si me dejas o no me cuidas, no sé qué puedo hacerles…
      Pisó el recibidor con cuidado. Desde el salón llegaban sus estruendosos ronquidos. Ella se asomó, encontrándolo despatarrado en el sofá con la camiseta levantada y varias latas de Mahou por el suelo.
     Luisa le dio la espalda. Al menos era domingo; podrían dormir tranquilos un rato. Como ella…
     Volvió a mirarle; acercándose a él olvidando la repugnancia y el peligro. Su camisa azul claro estaba sucia, manchada por largos trazos de algún tipo de salsa… que olía a algo que conocía de su trabajo.
     Al bajar la vista, vio que algo más que la habitual cerveza ensuciaba el suelo. Un cuchillo y una sierra, manchados de la misma sustancia, formaban una cruz bajo su cabeza.
     Al demonio el ruido, no iba despertar. Al llegar a  la habitación de los niños pegó la oreja a la puerta.
     Una respiración llorosa. Jadeos. Olor a miedo
     La abrió con violencia.
     —Dios mío, Armando, qué te ha hecho…
     Se echó sobre él sin esperar a encender la luz; pudiendo entender lo que abrazó antes de verlo. Su primogénito, acuclillado sobre la almohada, desnudo menos por los calzoncillos; húmedo de sudor y lágrimas. Y algo más, que salía de los numerosos cortes sobre su fina piel.
     —Ya está, cariño. –Empezó a llorar con él—. Ya…
       Su mirada aterrada y neblinosa se desplazó a la izquierda. A la grisácea luz del amanecer, la cama de Luis estaba deshecha; las sabanas arrugadas y retorcidas. Pero del niño, ni rastro.
     —Armando, ¿dónde está tu hermano? —Se volvió hacia él, sujetándole por los hombros, sin darse cuenta de la violencia con que lo sacudía—. ¿Dónde está?
     Se arrepintió, soltándolo con un espasmo al ver cómo la miraba.
     —Perdóname —le dijo, bajando la cabeza. Por todo, añadió mentalmente.
     Se acabó. ¿Qué amenaza podía silenciar aquello? Sacó de su bolso el móvil, marcando el número de emergencias mientras salía al pasillo.
     La animó a hablar un último vistazo a la habitación de los niños. Sobre la deshecha cama de Luis se veían las mismas manchas oscuras y resecas.

     —¿Le pegaba?
     —Sí; siempre que estaba borracho. –Luisa, avergonzada, no era capaz de soportar la mirada del policía.
     —¿A los niños también?
     Se mordió el labio inferior.  A los siete minutos de llamar, la policía y una ambulancia habían rodeado la casa. Eugenio no se despertó hasta que lo levantaron del sofá, lo esposaron y lo arrastraron afuera.
     —¡Soltadme, cabrones! –Cuando entendió lo que pasaba, su tono cambió, y mucho—: ¡Por favor, dejadme! Yo no he hecho nada. ¡No he hecho nada! Lo juro, lo ju…
     Desde la ambulancia, Armando, atendido de sus heridas, se quedó viendo como lo metían en el asiento trasero de uno de los coches con sirenas.
     —A ellos a veces, si no hacían lo que querían. –Luisa contuvo una lágrima, emitiendo un gemido—. Lo que solía hacer era usarlos para amenazarme, diciendo… Dios, tenía tanto miedo…
     Sin que la viese, el inspector asintió. Podía dejarla un rato para reponerse; por algo la respuesta a la siguiente pregunta era tan predecible como la del caballo blanco de Santiago:
     ¿Por qué no lo denunció? Tenía miedo.
     —¡Oiga, señor! –Una voz llamó desde el patio—. Venga un momento aquí detrás…
      El detective se irguió con urgencia; Luisa, en cambio, sentía que se le helaba la columna. Algo en cómo lo había dicho, en cómo su voz había perdido vigor, agonizando, le decía que habían encontrado algo, algo muy malo.
     Salió tras él a la carrera; iba muy deprisa. Se escabulló entre los policías, demasiado ocupados asegurando la zona o buscando pistas, y se dio cuenta de que rodeaban la casa.
     Oh, no…
     Dejó de correr; no le hacía falta: ya sabía dónde iban. Allí atrás, aparte de la piscina, el tendedero y la caseta para herramientas del jardín, había un amplio paellero que usaban (antes) para cocinar con leña embutido o sardinas algunos días de fiesta.
     —Señora, no puede estar aquí.
     Otro agente le salió al paso cuando estaba a punto de doblar el lateral de la casa; Luisa entendió su mano extendida no como una barrera sino como un antifaz contra lo que la esperaba. No se equivocaba; aunque no lo veía todavía podía oír. Y luego algún estúpido le contó los detalles.
     El cabrón no había perdido el tiempo; supusieron que empezó con intención de acabar, pero estaba demasiado borracho para quemar las pruebas. En la distancia oyó a alguien decir que iba a desmayarse, otro agente vómito y uno o dos empezaron a llorar.
      No muy lejos, una madre los imitaba, sintiéndose victima ahora del precio de su miedo.

     El proceso fue rápido y el juicio ridículamente corto; lo mejor fue que no hizo falta que Armando testificara; con su propio testimonio y su parte médico bastó. De hecho, fue demasiado para el jurado, que no tuvo que pensar mucho. Luisa no esperaba menos.
     A Eugenio le cayeron veinticinco años, aunque pronto se hizo evidente que cumpliría muchos menos. A la semana y media de su entrada en Fontcalent, un recluso consiguió apuñalarle varias veces e intentó degollarlo. Si sobrevivió o no, la noticia no trascendió tanto.
     No pudo ver los restos de Luis y, en el fondo, lo agradeció; bastándole una palabra muy repetida para definirlos:
     Carnicería.
     En cambio, Armando la impresionó. Con su traje de luto parecía un adulto en miniatura, estoico y firme. No lloró en el funeral, ni antes ni desde entonces; como si el grifo de la pena se le hubiese secado para siempre aquella noche de octubre.
     Lo único bueno que saco Luisa de todo aquello fue la compasión en el trabajo: de la noche a la mañana dejaron de asignarle horarios intempestivos, dejándole más tiempo para estar en casa, con su hijo restante. Lo que necesitaba. Ahora Armando y ella estaban solos.
     Sí averiguó, en poco tiempo, que no le hacía falta un hombre en casa: ya tenía uno. Armando siempre había sido un chico listo, trabajador y responsable, pero sus cualidades habían alcanzado proporciones aterradoras.
     El niño, a un año de empezar el instituto, barría los pasillos, hacía las camas, se preparaba la comida cuando ella no estaba y (la labor más sorprendente) se encargaba de tener la nevera y la despensa llenas. Luisa derramaba alguna lágrima sin poder evitarlo cada vez que se encontraba con esos armarios ordenados y pasillos limpios. Su hijo crecía muy deprisa, quizás demasiado. Era horrible pensar que, quizás, ya había dejado de ser un niño.
     Una tarde, cansada de una mañana de consultas, se lo encontró sentado erguido en la mesa, comiendo su nuevo plato favorito: pechuga de pollo.
      Le saludó y se dispuso a abrir la nevera. Al cansancio se le había sumado el hambre.
     —Tienes macarrones del lunes en un tupper —le comunicó, antes cortar otro trozo.
     —Gracias. —La sonrisa de Luisa se encogió, extrañada —. Armando, esa carne…
     —¿Sí? —–La miró con la boca llena.
     —¿De dónde es? No me suena haberla…
     —La compré hace algunos días —respondió después de tragar—. Me comí un poco y el resto… Esto estaba en el congelador.
     —Ah… vale —No le sonaba haberla visto, pero aceptó la explicación.
     Luisa se sentó con él tras el pitido del microondas. Armando comía despacio, sólo llevaba la mitad. Por como masticaba, se notaba que gozaba el plato.
     —¿Qué te pasa? —La pregunta la pilló con el tenedor a medio camino de su boca—. Pareces triste.
     —No, na…
     Se hundió a media palabra bajo el peso de su mentira.
     —¿Mamá, qué te pasa? —Armando se levantó con urgencia.
     —Es por tu hermano. Le echo de menos.
     Armando asintió, sin acercarse a ella.
     —Sí, yo también.
     Volvió a sentarse. Sonreía.
     —Pero yo no estoy triste.
     Luisa dejó de llorar en el acto; no porque su frialdad la espantase, sino porque la desconcertaba.
     —¿Y… eso? —consiguió articular, limpiándose los ojos con la servilleta.
     —Porque él no se ha ido.
     Luisa se incorporó, pensando cómo responder. Pero no supo cómo.
     —Luis sigue con nosotros, mamá —dijo, separado de ella por la mesa—. Él forma parte de nosotros; una parte que está dentro de nosotros. Siempre seguirá ahí. Por eso no estoy triste, sino feliz. Feliz por él. Ya nada le hará daño.
     Carcomida por la angustia, Luisa comió, guardado las apariencias. Sí. Era un verdadero hombrecito.

     Y volvió a su plato, mientras Armando dejaba a la vista, tras el paso del cuchillo, el corte rojo de la carne poco hecha.

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